El joven suspiro





               Había una vez un suspiro; un diminuto e insignificante suspiro que vagaba de unos labios a otros como un aventurero en busca de terreno virgen por explorar. Ese suspiro había nacido de multitud de esperas, susurros y silencios. Había conocido la tristeza que arrancaba de la boca un leve soplo de aire; había experimentado el éxtasis de una sonrisa tras la salida de la aurora; había conocido el placer de un gemido entrecortado en la cama, seguido de un murmullo perezoso y ronco de unos labios que ansiaban estar sobre otros.

               Nuestro suspiro viajó de aquí allá y aprendió con cada una de sus expediciones una serie incontable de secretos que le hicieron darse cuenta de lo importante que era su labor. Un día se acercó en su danza por los vientos hacia una pareja de adolescentes que se miraba con ternura a los ojos. Los labios de él temblaban en busca de algo que decirle a ella; los labios de ella estaban húmedos y a la espera de su compañero. Fue entonces cuando el intrépido suspiro se aproximó a ellos e hizo la magia. De los labios de ambos se escapó un soplo de aire elegante y suave. Entonces fue cuando todo cambió. Las bocas se unieron, la saliva se mezcló, el aliento se convirtió en brisa de mar y, finalmente, el suspiro descubrió lo que era un beso.

               Cuentan que desde aquel día el joven suspiro decidió tomar un nuevo propósito en su vida; conseguir besos. Robarlos, regalarlos, tomarlos... ¿Qué importaba? Besos. Para él no había nada más bello que aquello.





 
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