Forget, forgot, forgotten


Este relato es una versión nueva de esta historia en la que traté de comprobar si se nota o no que verdaderamente he mejorado.


           Estabas ahí, mirándome con tus ojos grises. Estabas ahí, traspasándome y haciéndome sentir idiota. Y lo sabías; por supuesto que lo sabías. De hecho, creo que aquella era una de las cosas que más te gustaban. Te gustaba mirarme con el acero de tus ojos grises; de aquel iris que tantas veces me traspasaba. Qué me abandonó. Qué me dejó rota.

        —Cinco años —articulaste despacio, como si trataras de saborear tus palabras—, y sigues siendo la misma.

           Abrí la boca con la intención de responderte algo mordaz o hacerme ver ofendida, pero no salió ni una palabra de mis labios entreabiertos. Solo tomé aire en un suspiro lento y pesado. Estabas ahí, con tus ojos grises. Estabas ahí de nuevo contemplando mis pedazos. Y me dolía ¿Cómo no iba a dolerme? Tu acero, que me miraba y me recordaba todo lo que vivimos y hacía que me doliera. Cinco años seguían sin ser suficiente tiempo. Mi cuerpo ardía. Quería tocarte, sentir que estabas ahí. Qué no eras una ilusión; que no estaba demente observando aquellos ojos, aquel acero. Tocarte, necesitaba tocarte. Sólo un segundo. Rozarte, y ya. Recuperar la compostura y sentir que la situación no me superaba.

           Abrí la boca de nuevo, y no hablé. Tú en cambio sonreíste con sorna mientras tus manos se paseaban sobre el respaldo de la silla del comedor. Lentas, se movían lentas como una caricia. Y la idea de tocarte me dolía tanto que parecía una tortura. Saber que eras real, que aquel acero había regresado para reabrir una herida que en realidad nunca había empezado a sanar. Y me mirabas con tus ojos grises, con el acero, con la herida que siempre estuvo abierta. Abriste la boca de nuevo con aquella sonrisa impertinente que avivaba las llamas de un incendio que siempre estuvo ahí.

           —¿Recuerdas? Aquella noche cenamos comida encargada del chino de la plaza; tú tenías una tarjeta que cogiste de allí la semana pasada porque tenías la intención de invitar a cenar a tu hermana Tania para que te perdonara que te olvidaras de felicitarla por su cumpleaños —me susurraste lento, cerca de mi oído. Yo me mantuve estática, de nuevo con esas ganas de tocarte, de nuevo abrumada por las circunstancias y tú, de nuevo, sobreponiéndote a mí; a ese nosotros que tanto daño me hizo—. Llamamos y nos trajeron cerdo agridulce, arroz tres delicias y pollo con almendras. Justo aquella noche te quedaste a dormir a mi casa, vimos una película de miedo y te asustaste, y te abrazaste a mi cuerpo con fuerza y yo te mantuve cerca. Tu calor me consumía, todavía lo hace.

           A mí también me consumía. Tu aliento me sumergía en algún lugar emocional y estúpido en el que no tenía control sobre mis impulsos. Tocarte, necesitaba tocarte y hundirme en tus ojos grises; en aquel acero que me hacía tanto daño y que contradictoriamente necesitaba tanto. Quería tu calor. Qué me consumiera tu calor y me dejara hecha cenizas pero contenta.

           —Por favor —atiné a murmurar—, ya basta.

         Y tú me ignoraste con aquella pose segura que tan insegura me hacía sentir a mí. Me miraste triste; la tristeza en el acero, y algo más. Una tristeza que sin lugar a dudas poco tenía que hacer con la magnitud de la mía. ¿Alguien como tú podía estar más triste que yo? Tris, teza. Así era la cosa. Tristes los dos pero, como era costumbre, yo más triste. Porque independientemente de lo que ocurriera la herida siempre iba a ser yo, igual que la triste. Tris, teza. La tuya pesaba menos, dijeras lo que dijeras. ¿Cómo el acero iba a estar triste si nació para ser frío? Ojalá dejaras de mirarme, de traspasarme. Tris, teza. La tuya liviana, la mía no.

           Me ignoraste, como tratando de poner a prueba lo poco que dejaste de mí. De nuevo me miraste y me regalaste una pizca de inseguridad, de vacilación. Estabas triste, menos triste que yo, pero me ponías a prueba. Y continuaste hablando.

           —Aquella noche fue la que perdiste tu virginidad conmigo, ¿recuerdas? Aquel amanecer tuve el olor de tu pelo en mi almohada. —Hiciste una pausa, tus labios temblaban. Temblaba yo, también. —Recuerdo que estabas sonrojada y con vergüenza. Y me decías «Tu mirada me traspasa». ¿Ahora te pasa lo mismo?

           Perdí la fuerza que me hacía mantenerme derecha y caí de rodillas al suelo. Siempre fui una dramática; una estúpida emocional que no estaba preparada para afrontar aquel tipo de circunstancias. Estaba rabiosa, avergonzada y mi grado de estupidez se había doblado. Tú me mirabas como lo hacías siempre y yo te sentí dos octavos por encima de mí. Siempre estuviste sobre mí en cualquier sentido de la palabra y aquello me hacía sentir un tanto inútil y perdida.

         —Cinco años; han pasado cinco años —musité como una autómata en un tono carente de emoción—. Vete, por favor. No quiero saber nada de ti.

           Roto, parecías tan roto como yo. Quizá fui yo, con mis delirios incoherentes, pero te vi roto. Y quise llorar cuando te pusiste de rodillas a mi lado y tu mano acarició mi mejilla como si la estuviera atesorando. Me miraste con el acero consumido; menos frío, más líquido. Fundiste tu acero y creí verte adorarme como si fuera alguien mejor que tú, menos estúpida. Y te acercaste hasta que nuestros alientos se mezclaron hasta ser una única cosa. Y quise que me tocaras y olvidar. Solo fuego. Solo nuestro fuego.

       Qué arda, pensé, qué nos ahoguemos en las llamas. Nuestros cuerpos se reconocieron y el vestigio de lo que fuimos se convirtió en presente de indicativo con un beso. Nos besamos con fuerza y fuimos una única cosa. Tus labios, tan húmedos, tan suaves, me susurraron en el oído algo que, para mí, fue música «Te necesito». Y entonces te sumergiste en mí y todo, de algún modo, volvió a recobrar un sentido que en realidad nunca tuvo.





0 naufragios:

 
Mis Escritos Blog Design by Ipietoon