Bloqueo del escritor



           Creo que tengo el bloqueo del escritor; que las ideas, cuando tratan de salir, se topan con una puerta cerrada. Miro muchas veces a la pantalla de mi ordenador y no veo nada, y las ansias de querer contar algo y no saber el qué me queman por dentro. Yo solo quiero subiros al cielo; mostraros la constelación de Casiopea y la Osa Mayor. Pero no, al vacío eso no le gusta. Quiere meterme entre sus fauces blancas y afiladas; quiere engullirme como si fuera una gamba, algo insignificante, un pececillo en el caso de que no le gustaran los crustáceos. 

           Por eso he decidido rendirme y hablaros de esto; de mi silencio, de la escasez de palabras y la sal. La sal es una constante en la vida de muchos: la llena de olvido, reprimendas y desazón. La sal es el aderezo más frecuente en la vida de la gente perdida, de las personas tristes, que se olvidaron del azúcar. A veces también me gusta mencionar el azúcar; el edulcorante, la piruleta. Cuando tenemos al azúcar no nos preocupamos de las caries, de que el exceso de dicha termine por hacernos daño y caigamos al suelo, y nos golpeemos con el asfalto. Ningún desfase es positivo, nada es eterno. Las cosas suben y bajan e, incluso, a veces nos hacen olvidar lo que está en las alturas y en las aceras. Entonces es cuando nos preguntamos quiénes somos y cómo hemos llegado al punto en el que estamos.

           Me gusta extrapolar lo que sentimos a cosas reales, a sensaciones tangibles. Darle el olor a humedad a la tristeza y el arcoíris tras la tempestad a las sonrisas. Eso hace que las cosas se sientan más cercanas, menos letras, menos palabras. Hace que lo que os cuento os sepa al amargo café de un lunes por la mañana o a el chocolate caliente que compartimos la noche de un sábado en diciembre con nuestra pareja, mientras en la televisión titilitan las luces de una película horrible que en el fondo disfrutamos. Luego pensamos, ¿por qué he disfrutado de algo tan simple? Por la compañía, siempre es la compañía el exponente máximo.

           Yo escribo a veces porque no sé cómo me siento, ¿sabéis? Se me revuelven las emociones en el estómago y las etiquetas se desprenden. Son inquietas, y me confunden. La mayoría de veces me cuesta ponerle nombre a las emociones y siento acidez en el estómago, siempre en el estómago. Todo se vuelca en él. Cuando escribo todo es siempre más sencillo porque no soy yo, soy otra persona. Porque no son mis asuntos, son los de otra persona. Y todo sale fuera bajo un nombre o una imagen que no es la mía. Y entonces no tengo miedo de enfrentar cualquier asunto, porque da igual; porque nada va conmigo.

           Este tiempo he estado sin nada que contar porque mi cerebro no tenía ganas de abrir la boca; se había quedado sin gasolina o, mejor dicho, sin glucosa. Me estreso mucho por los exámenes, por las ganas de tener alas. Quiero volar y me siento tan pesada... Quiero estar libre de ataduras y simplemente hacer lo que quiera con mi vida, y no. Todavía no. Solo espero que llegue el momento del sí. El bloqueo del escritor son ganas de hablar y tener un parche en los labios; son ganas de gritar y carecer de cuerdas vocales. 

           Con esta entrada, en la que os estoy hablando de mí pero no, espero estar dando un paso al frente para volver a ser la de antes. Para que, cuando termine el infierno de las recuperaciones, todos los proyectos a cuestas izen sus velas y naveguen a buen puerto. 




Ars gratia artis




           Dedicado a David Ahufinger:

Con prometedoras líneas
y pinceladas de
 magenta,
amarillo
y cyan.
Con tan solo un lienzo
 y carboncillo
magia sabes crear.

Funambulista de los cromas,
de las curvas
del azar.
Aportas más a tus obras
 que solo la apariencia
y sinuosidad.

Con tus esbozos simples aprendí
 lo que es mirar
hacia el mundo nuevo
que tus manos acababan de labrar.

Y allí es donde encuentro
a la imaginación,
a la musicalidad.
Donde sé que encierras
 las fieras ansias de algo más.

Eres un artista,
un demiurgo con soberana potestad.
En tus manos está el poder
de algo grande engendrar.





Reflejo en el lago



          Denisse, la androide, quería ser de color. Quería que su cabello negro se tiñera de rosa, que su vestido blanco se volviera añil y que su sonrisa falsa adquiriera el bermellón de las cerezas maduras. Sus ojos no podían percibir los colores. Solo atinaba a apreciar una amplia y monótona gama de grises que la consumía hasta el punto del dolor. Aquello era extraño, a ella la habían programado para percibir el arcoiris y, sin embargo, era incapaz de hacerlo.

          ¿Por qué? Se preguntaba todas las madrugadas, cuando tenía ganas de tirarse de los pelos por las ansias de averiguar si el halo de las farolas era más amarillo que naranja. Los datos de su sistema le dijeron que todo antaño fue distinto; que el cielo de los atardeceres tenía un arrebol hermoso que iba a juego con el olor a salitre del puerto.

Acuarela realizada por José Luis Hernández
          
          Fue entonces cuando lloró y se deleitó por aquellas mágicas lágrimas que tanto ahondaban en ella. Su iris se empañó, se humedeció hasta decir basta, y la imagen que percibieron sus pupilas se distorsionó como si fuera un reflejo en el lago. Conmocionada y con el sobresalto de que algo había cambiado en ella se inclinó a tomar aire a su ventana. A través de ella vio el regreso del cromatismo, de una montaña de colores sugerente y difusa. Eran acuarelas: su alrededor se había convertido en un  lienzo con distintos y prometedores matices. Denisse sonrió, feliz al conocer lo que se sentía al decir adiós al gris. Su mecánico corazón emitió un zumbido lento. En aquellos instantes era la androide más feliz del planeta tierra.




4/06/15



             ¿Por qué, mamá? Yo no hice nada, ¿sabes? Sólo traté de comportarme como el hijo que quisiste que fuera. Cometí errores, de acuerdo, te grité a veces. Y fui algo violento, quizá. Pero tenía miedo y tú eras tan fría... ¿Recuerdas esas madrugadas en las que me dejabas solo con mis hermanos? Ellos tenían miedo y me tocaba hacerles la cena. Yo era un crío y no estaba preparado para tener esa responsabilidad. Tú también me gritabas muchas veces, más que yo. Y me tirabas la vajilla, y me culpabas de llevar una vida agria en la que nunca tuve ni voto ni voz.

             Te lo repito: no fue ni mi culpa ni mi responsabilidad nacer. ¿Por qué me arruinas la vida? Me has arrancado mi futuro y mis ansias de seguir adelante. Y ahora me echas a la calle porque lo prefieres a él antes que a mí. Soy tu hijo, ¿qué se te pasa por la cabeza cuando me haces estas cosas? A penas llevas unos meses saliendo con él y ya me cambiaste. No te importo, ¿verdad? En realidad nunca lo hice. Solo fui una pobre excusa para hacerte sentir generosa y mejorar tu autoestima cuando lo necesitaste. Solo me has usado, y ya. 

             Ahora estoy en la calle y papá tampoco me acoge. En serio, sigo sin entenderlo. ¿Por qué nos tuvisteis? ¿Os importamos siquiera un poco? Mis hermanos también están mal, tristes. Ven las cosas de color gris y yo no encuentro algo de cromatismo para darles color y animarlos. El peso recae encima de mí, el mayor, y luego de ellos. Estoy en la calle y a ninguno de vosotros os importa. Empiezo a creer que nunca lo hice. Empiezo a pensar que os arrepentís de que hayamos nacido. Fuimos un error con nombre y apellidos; un fallo que no puede taparse con típex. Y vosotros simplemente miráis hacia otro lado y os hacéis los tontos. 

             No tengo a nadie. He llegado a un punto en el que nadie se interesa por lo que me está pasando; aquellos que pensaba que se preocupaban por mí en realidad nunca lo hicieron. Y me dejaron solo, atado de pies y manos y sin posibilidad de mejora. Soy un inútil, un cero a la izquierda, una mala hierba que desean arrancar. No tengo estudios, ni trabajo, ni posibilidad de mejora. Los proyectos que emprendo se troncan y siempre me encuentro encasillado en la misma posición del tablero: a inicio de partida. 

En catorce días es mi cumpleaños,
dudo que os preocupéis por felicitarme.




 
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