[Retomando la escritura después de muchísimo tiempo]


           Ofelia tenía tan solo catorce años la primera vez que vio a Daria. Fue en uno de sus discursos, con sus característicos labios pintados de rojo y aquella confianza en sí misma de la que Ofelia tanto carecía. Daria era menuda, delgada —como la mayoría de gente en aquella época de hambruna— y llena de esperanza. Tenía el cabello castaño claro sobre sus orejas, recogido con una coleta en la que no atinaban a entrar todos los mechones. Algunos se escapaban, demasiado cortos y rebeldes para alcanzar la goma del pelo. Sus ojos eran almendrados, algo pequeños, y del azul del mar. Sus pantalones vaqueros estaban gastados, igual que su camiseta raída de tirantes. Pero, aun así, Daria era feliz porque cargaba a cuestas una esperanza que siempre la empujaba a sonreír.

           —Las Damas de rojo estamos hoy aquí para vosotras, no para ellos. Aparecimos como la ilusión que despunta una noche sin luna. Y os vamos a liberar. —Hizo una pausa, solemne. —Qué el Partido no os engañe, mujeres, porque no somos libres. Qué no os engañen los hombres, mujeres, porque estamos doblemente cautivas. Tenemos dos grilletes: el de esta dictadura y el de nuestro sexo.

           Había gente entre el público que la abucheaba, otra que se mantenía en silencio con escepticismo y luego estaba Ofelia, que la miraba con admiración.

           —Es a nosotras a las que nos humillan y violan. Es a nosotras a quienes nos controlan mediante nuestra descendencia; cómo, cuándo y con quién la tenemos. Es a nosotras a quienes siempre nos han impedido ir a la guerra cuando, ignorantes ellos, no veían que la guerra la teníamos en el día a día: en nuestras casas. A veces el peor enemigo era nuestro marido y otras veces lo era nuestra impotencia al ver que no podíamos despegar las alas para volar.

           »Luego…, luego nos dijeron que éramos igual que el resto; o sea, igual que los hombres. Luego nos dijeron que habíamos alcanzado la igualdad. Pero no, compañeras, seguimos en guerra. En guerra para derrocar una dictadura que está dinamitando nuestro ideal de sociedad inclusiva. En guerra contra quienes se aprovechan del yugo de su masculinidad para convertirnos en esclavas. Y yo digo qué no: no quiero.

           »Nos convertimos en las Damas de rojo para recordar a nuestras compañeras, las sufragistas. Ellas se pintaron los labios de rojo aun a riesgo de que las tildaran de rameras o las lapidaran. Ellas se aliaron como compañeras en pos de un mundo mejor. Uníos a nosotras, mujeres.

           Ofelia aplaudió con ganas y, aquella misma tarde, robó el pintalabios rojo de su madre. Tomó entonces la tradición de llevar siempre los labios de aquel color en honor a las Damas de rojo, mientras se imaginaba con la edad necesaria para militar en ellas.   


           Ofelia, agazapada, observó a Ares. Estaba frente a ella con una sonrisa burlona bailando entre sus labios. Era muy alto, mediría por lo menos uno noventa, de piel canela. Tenía pecas en la nariz y en parte de los pómulos, igual que en la zona de los hombros, el centro del pecho y la espalda. Lo había visto sin camiseta cuando iban a nadar a la playa y se había quedado intimidada por la forma en la que se forjaron aquellos músculos. Tenía los pectorales muy marcados, en conjunto con gran parte de sus abdominales. La columna delimitada, también, por sus oblicuos.

           Sus ojos eran grises, como los que tenía su hermano Mercurio. Aunque los de Ares quizá fueran más distantes o fríos; cosa que iba a juego con su carácter huraño. Hacía poco que se había animado a entrenar con él, aunque tampoco estaba segura de estar haciendo lo correcto.

           Todo fue dado por la muerte de Daria. Las Damas de rojo, decían, habían muerto junto a su fundadora. Ofelia, por desgracia, no se había podido despedir de ella. Nunca más se iban a escuchar aquel eco de equidad que tanto aspiraba a representar a la mayoría silenciosa femenina. Una bomba, venida a manos del Estado, había fulminado a gran parte de las integrantes. Drusilda, su amiga, lo auguró en su baraja. Lo triste fue que, como era bruja, la tomaron como loca. Sus palabras, como siempre, caían en saco roto.

           Drusi estaba fumando algo envuelto en papel púrpura: ella lo llamaba Alicia, porque la ayudaba a descubrir la verdad de las cosas. Tenía muchos libros de conocimientos arcanos que la llevaban a memorizar y averiguar sus hechizos; en uno de ellos encontró el origen de la palabra «Verdad», que era considerada antónima de «Olvido». En castellano evolucionó a Alicia, así que tomó a aquel canuto púrpura como si fuera su hija. Exhaló el humo blanco y denso, luego habló: «Acaba de aparecer la carta de El juicio sobre la mesa. —Hizo una pausa. —Acaba de aparecer la carta de La muerte sobre la mesa. Esta semana, habrá una quema de brujas».

           Ofelia no la quiso creer porque, para ser sinceros, a nadie le gustaba asimilar ningún vaticinio negativo. Así que se mantuvo callada, contemplando el humo que inundaba la instancia mientras se preguntaba por qué el Estado castigaba tanto que la gente fumaba, cuando el humo de Alicia tenía un olor tan agradable a lavanda. También se preguntó si siquiera aquello tenía nicotina.

           —La quema de brujas tendrá una gran repercusión en el mundo—la increpó Drusilda, que tomó una nueva bocanada de Alicia. —El colgado sale al derecho, así que sus almas descansan en paz. Las brujas quemadas serán un sacrificio, como en el cristianismo lo fue la crucifixión de Jesús.

           Ofelia parpadeó y volvió a centrarse en Ares, que la acababa de dejar tendida en el suelo. A poca distancia de su rostro tenía el de su amigo; una palabra que siempre le amargaba en el paladar. Ares se quedó mirando los rasgados ojos de Ofelia, el largo y delicado tabique de su nariz y sus labios gruesos y rosados. Bajó entonces la vista hacia su pequeño, aunque insinuante escote. Tuvo el impulso de inclinarse para hundir su nariz en él. Sentir la piel pálida y suave hasta emborracharse y olvidar. Después salió de su ensoñación y se obligó a clavar su iris gris en el castaño de Ofelia.

           —No estás en lo que deberías estar —farfulló, más molesto consigo mismo que con ella—. Creía que desde la muerte de Daria deseabas resucitar a las Damas de rojo; por eso te dije de entrenar.

           Ofelia movió sus manos con lentitud sobre los bíceps de Ares, todavía en tensión por la postura en la que la cubría. Conmocionado, Ares se retiró.

           —Tu cuerpo ha cambiado mucho estos tres últimos años —musitó, sin querer admitir lo amedrentada que estaba por aquella masa de músculos—, probablemente a ti te cojan para la Resistencia; todo el mundo te admira. —Para Ares aquella admiración era agria: estaba aderezada con miradas de lástima por la muerte de sus padres o de preguntas sobre si aquella fue la razón por la que decidió formar parte de la revuelta. En ocasiones tenía la sensación de que el respeto era lo mismo que el miedo, solo que sosteniendo una careta.

           —Hemos cambiado todos, en general —musitó, incómodo—. Cada pérdida se lleva un pedazo de nosotros, hasta que de acumular tantas solo nos quedan jirones. Entonces nos vemos obligados a construirnos de nuevo sin alguna de las piezas más importante de nuestro rompecabezas.

           —Me siento perdida, ¿sabes? 







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