Cinco años

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Me mordí los labios contemplando con serenidad tus ojos grises. Temblé. Tu mirada siempre me intimidó; había algo en ella que me hacía creer que era capaz de traspasarme.

—Han pasado cinco años —articulaste con lentitud— y a pesar de todo sigues siendo la misma.

No contesté. Tomé aire con suavidad.

Tus ojos seguían fijos en mí. Mi cuerpo ardía; las puntas de mis dedos estaban ansiosas por poder al menos rozar una diminuta zona de tu epidermis durante unos escasos segundos.

Me dolía lo inimaginable no sentirte cerca; el peso de tu ausencia en todo aquel tiempo me aplastó.

—Yo... —no sabía qué decir; mi lengua se trabó tratando de encontrar vanamente algún vocablo capaz de expresar cómo me sentía.

Sonreíste con sorna. Tu mano se deslizó con parsimonia por el respaldo de la silla del comedor.

—¿Recuerdas? Aquella noche cenamos comida encargada del chino de la plaza; tú tenías una tarjeta que cogiste de allí la semana pasada porque tenías la intención de invitar a cenar a tu hermana Tania para que te perdonara que te olvidaras de felicitarla por su cumpleaños.

»Llamamos y nos trajeron cerdo agridulce, arroz tres delicias y pollo con almendras. Justo aquella noche te quedaste a dormir a mi casa, vimos una película de miedo y te asustaste; te abrazaste a mi cuerpo con fuerza y yo te mantuve cerca, dejando que tu calor me derritiera.

Agitada, parpadeé con fuerza sacudiendo mi cabeza; tratando de eliminar la imagen mental de aquel antiguo recuerdo.

—¡¡Basta!! —chillé quedándome sin aire en mis pulmones—. No me hagas esto.

Tú me ignoraste y continuaste hablando.

—Aquella noche fue la que perdiste tu virginidad, conmigo, en mi cama. Por la mañana al despertar mis sábanas aún albergaban el olor de nuestros cuerpos. Aquel día tuve el aroma de tu pelo en mi almohada; lo inhalé deseando que no se fuera nunca de mi nariz.

»Recuerdo que estabas sonrojada y avergonzada; no me querías mirar a los ojos porque decías que te daba la sensación de que te iban a engullir. ¿Ahora te pasa lo mismo?

Me dejé caer rendida. El suelo estaba frío y duro.

—Cinco años —repetí con desgana—. No me quisiste. ¿Por qué me has hecho esta encerrona? ¿Acaso disfrutas con mi dolor?

Se produjeron unos breves instantes de silencio.

—Perdóname —pude apreciar desesperación en tu tono de voz.

Con rabia, exhalé.

—Cinco años —pronuncié como lo haría una autómata—. ¡No quiero saber nada de ti!

Te pusiste de rodillas para poco después lanzarte sobre mí. Mi cuerpo reaccionó con avidez al reconocer el tuyo; cada terminación nerviosa de mi piel anhelaba con un ansia imposible sentirte cerca.

—Te necesito —me susurraste con suavidad antes de sumergirte en mí.


Mi Nana

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—Por favor, no te vayas —imploró el Chico tomando la pálida e intangible mano de la Chica—. Quédate conmigo.

La Chica bajó su mirada al arenoso suelo a la par que sus labios sonreían de manera triste. Bajo aquellos granos terrosos estaba su cuerpo; arropado por las raíces y los gusanos que habitaban bajo tierra. Dentro de unos años su putrefacta carne y sus delicados huesos pasarían a ser polvo y terminaría desapareciendo todo rastro de ella; como si nunca hubiera estado ahí.

La Chica se aproximó al acantilado.

—¡¡Nooo!! —chilló él en un tono estridentemente desesperado—. ¡No me dejes! Por... Favoor...

La Chica rodó los ojos con pesadez y cansancio. Estaba muerta; hacerle compañía sólo intensificaría el tormento del Chico.

La Chica se agachó, y en aquella postura señaló una parte del suelo frente a ella. La incorpórea falda de su vestido rojo fuego se movía al compás de la corriente marina cercana a la costa del acantilado.

—¿Qué? —le interrogó él ansioso—, ¿qué quieres?

Ella ya no estaba. Los ojos del Chico alcanzaron sólo a vislumbrar como su translúcido cuerpo saltaba desde lo más alto del precipicio hacia las rocas donde eclosionaban las olas.

El Chico gritó, con todas sus fuerzas; dejando que el aire apuñalara sus cuerdas vocales para después rasgarlas haciéndolas vibrar hasta desgarrarlas.

Sus dedos se hundieron como garras en el suelo con ira, cada vez más profundamente hasta que, inesperadamente se toparon con algo.

Ansiosamente confundido, se dio cuenta de que ello era lo que la Chica le trataba de indicar. Palpó una caja de madera; húmeda y mohosa.

La tomó con vehemencia y abrió con el pulso tembloroso. Había una nota.

Si tu corazón dejara de latir no quedaría nadie que fuera testigo de nuestra historia.

El Chico se enjugó una lágrima esquiva y arrugó conmocionado la hoja de papel. La corriente marina siseaba una canción de cuna.





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Nuestros pies danzaban armoniosamente; deslizándose con elegante brío sobre el reluciente suelo de mármol. La melodía de aquel vals tejía un ambiente cálidamente prometedor.

Mi vestido azul medianoche era asombroso; cada vez que giraba parecía un mar iluminado por el brillo de la luna nocturna, las olas de aquel océano se hacían más notorias y juguetonas con el vaivén de mis caderas al compás de la música.

—Mi princesa —articuló él—, de cabellos de fuego y tez pálida.

—Mi príncipe —articulé yo—, de mirada gélida y ojos de plata.

La mano de él reposaba en la parte baja de mi espalda, presionando nuestros cuerpos de un modo indecorosamente excitante. Le sentía cerca; estaba ahí.

Sonreí, feliz, sintiéndome como la protagonista de La Cenicienta en el baile antes de que dieran las doce. Mi mirada, en aquel momento se centró automáticamente en el reloj del castillo; las diez y media.

—Princesa, es hora de despertarse —me susurró él al oído—; tienes que dejar atrás todos aquellos cuentos de hadas en los que sueñas cada noche.

—¿Por qué? —le digo yo, sorprendida por el sopor de mi voz.

—Porque nada de esto, es real. Abre los ojos.


Mi cuerpo yace tembloroso en un callejón, lleno de cortes y arañazos.
Mi hermoso vestido azul ha sido sustituído por una minifalda de cuero y un top rosa deshilachado.

—¡Puta! —me grita alguien a mis espaldas—. ¿A dónde coño te habías metido?



Oportunidad

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Que yazca en el suelo tu amarga esperanza;
cansada, agria y gris.
Hagamos un poema con ella
y recitémoslo cuando el sol vaya a salir.

Que yazca en el suelo tu angosta alma:
repleta de cicatrices, imperfecciones y marcas.
Hagamos una poema con ella
y recitémoslo bajo la luna marfil.

Y después, más tarde Lindo
veremos al suelo desquebrajarse
hundiéndose tras él
aquello que acabó de yacer.

Y después, todavía aún más tarde Lindo,
aquello que engulló de ti la tierra morirá
para reencarnarse en la simiente
de una nueva oportunidad.

Lo que la Niña quiso ser de mayor

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La Niña no estaba muy segura de quién quería ser. Dudaba sobre en qué tipo de persona debía convertirse cuando fuera adulta.

La Niña tenía la sensación de que ningún prototipo merecía la pena, pues los mismos estaban malogrados; se habían echado a perder al dejarse llevar por la corrupción de su mundo.

La Niña contempló con éxtasis el polvo que yacía en el suelo; estaba muerto. Era vacío.

A la Niña le gustaba aquello, ya que le transmitía paz. Le parecía increíble pensar que toda una vida concluyera en algo tan ínfimo; todos los miedos, las luchas, los llantos, las mentiras... Se quedaban en nada.

La Niña sonrió con amargura agridulce. ¿Vivimos únicamente para eso?, ¿para que el telón se cierre y todo lo que hayamos sufrido o disfrutado desaparezca?

La Niña cerró los ojos, ahora con paz. Poco importaba lo que quisiera ser de mayor puesto que hiciera lo que hiciera el río de su existencia iba a desembocar en el mismo lugar.



























...¿O no?

Dispara

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Y simplemente clavé con ahínco mi mirada en la suya, tratando de fundirle con mi rabia, ira e impotencia. Él sólo se rió de mí de manera grotesca, disfrutando con un gozo casi enfermizo de mi situación.

—Dispara —articulé con suavidad contenida—, ¿a qué estás esperando?

Él no me contestó, sólo me contempló con interés. Su arma se encontraba cautiva entre sus dedos, con el cañón apuntando al arenoso suelo.

—¿Tienes miedo? —me preguntó con sorna contemplando mi tembloroso y mortal cuerpo.

Me mordí la lengua; no pensaba contestar algo que delatara mi terror y le otorgara más placer siniestro. Mantuve mi mirada gacha.

—Dispara. He perdido —insistí con suavidad.

Él vaciló durante unos escasos instantes; parecía entre divertido y asombrado.

—¿Tienes miedo? —me volvió a interrogar.

Suspiré con suavidad; me costaba respirar, poco importaba lo que me esforzara por ocultarlo.

—Tengo frío —dije simplemente—. Dispara, ¿o es que... no quieres cobrar tu deuda?

Él no habló.
Cerré los ojos a la espera de la oscuridad.

 
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