Como Ellos

 

Y entonces me encontré con ellos por la calle; con dos niños vagabundos comiendo frutas. Aquellos chiquillos a pesar de su pobreza eran felices; capaces de hallarse en la dicha por alguna minucia que para nosotros no tendría valor alguno. Aún a pesar de que los pequeños tuvieran que vivir al día; trabajando a su corta edad y peleando desde el alba hasta el crepúsculo para no irse a la cama con el estómago vacío, en su boca siempre se veía una sonrisa. Aún a pesar de que posiblemente pasen frío cuando el sol abandone el cielo y sus andrajosos ropajes no sean suficientes para las noches húmedas de estos días, los pequeños eran capaces de saborear cada bocanada de aire que inhalaban como si fuera oro puro.


«Niños comiendo Fruta», de Murillo

Tan dura era su existencia que en ella no debería de tener cabida una sonrisa, y aún así me veía sorprendida por el deje cándido de sus ojos y la mueca dichosa de su boca. Eran felices. Sintiéndome mal conmigo misma tuve envidia de ellos: ¿Cómo era posible que paladearan de semejante manera tan mundanos alimentos?, ¿cómo era posible que disfrutaran del más diminuto de los hechos? 

Aunque  quisiera negarlo, una parte de mí
quería ser como ellos.

 

*-*




Había una vez, en un reino muy lejano, un hermoso vampiro cuyo nombre era Athan. Athan, tenía el cabello medianoche y los ojos brillantes, de un color que oscilaba entre el borgoña y el rojo sangre según su nivel de sed.

El vampiro, únicamente se centraba en su belleza; en su mente no cabía nada más que el modo en el que pudiera lograr que las muchachas jóvenes y chavales fuertes cayeran bajo sus encantos. Y es que con el paso de los años la obsesión de Athan se tornó absoluta, consiguiendo con ello que cada vez que la gente le vislumbrara a los ojos únicamente viera en ellos perfección.

Como consecuencia de este hecho Athan empezó a perder seguidores. Las personas ya no vislumbraban en él ese deje misterioso que tenían todos los seres sobrenaturales, ni tampoco encontraban en su rostro de nácar aquel destello de antaño de príncipe maldito. Ahora le veían como a un florero; como una decoración tan ideal que rozaba el aburrimiento.





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Poetas Malditos

 

Si quiero ser una escritora famosa deberé empezar a pensar en cómo corromperme para crear mi arte. En cómo rebelarme ante la sociedad de una manera autodestructiva. En cómo despreciarme lo suficiente para que me dé igual estar viva o muerta. En cómo habitar en el mundo de las drogas; del sexo; del alcohol. 

Deberé empezar a pensar en ser bohemia hasta tal punto en el que esté semanas sin comer o durmiendo bajo un puente. Cualquier cosa con tal de vivir únicamente de mi arte. El descontrol de mi vida tardará poco tiempo en consumirme; lo más probable sea que muera joven, sola, por una sobredosis o coma etílico. Éso obviando las venéreas. 

Pero claro, el precio a pagar por ser una escritora famosa, una poetisa maldita, es ése. Es soportar que mi arte se vea ninguneado hasta después de mi muerte. Es soportar vivir en un mundo demasiado injusto y crudo como para sobrellevarlo sobria. Es ser una incomprendida. Es... no estar preparada para la realidad.

Y es que el auténtico éxito de los buenos autores radica en su vida; en lo indeseable que sea, y lo torturada que esté su alma como consecuencia de ello. Y es que el espíritu de un escritor es demasiado sensible para soportar la cruda realidad de nuestro mundo.


O... bueno, éso dicen.

Sobre «El Tasso en prisión»

En su celda, el poeta, harapiento y enfermo,
teniendo un manuscrito bajo su pie convulso,
contempla con mirada inundada de pánico
la escalera de vértigo donde su alma se abisma.

Las risas enervantes que pueblan la prisión,
arrastran su razón a lo absurdo y lo extraño;
la Duda lo rodea y el ridículo Miedo,
odioso y multiforme, circula en torno de él.

Este genio encerrado en un antro malsano,
esas muecas y gritos, espectros cuyo enjambre
amotinado gira detrás de sus oídos,
 
el soñador a quien el horror despertara,
tal es tu emblema, Alma de tenebrosos sueños,
que ahoga la Realidad entre sus cuatro muros.
 
—Charles Baudelaire (poeta maldito).
 

Looking

 

Es esa mirada que me eclipsa, que me colapsa, que me embota. Es esa mirada que brilla, que reluce, que socava. 

Son tus ojos, que cuando me contemplan me dejan impávida. Y me arrastran fieramente, al angosto interior de tu alma.

Dibujo realizado por David


Mi profesora de arte pretende educar la mirada de sus alumnos entregándoles imágenes con un diminuto texto en ellas que englobe el significado de las mismas. De este modo podría demostrarse que las letras y los dibujos, unidos, pueden llegar a ser aún más profundos.

Ante esa idea decidí colaborar con este texto y esta imagen de David. El resultado fue que la profesora nos felicitó estupefacta; incapaz de creerse, en un principio, que yo hubiera escrito aquel texto y que David hubiera realizado su dibujo. Su reacción me animó bastante y me hizo plantearme que es probable que con una unión de ambas artes se consiga darle más profundidad al mensaje.
 

Y la vida sigue....



La chica contempló, entonces, al cuerpo desmadejado y roto de aquella persona que tanto amó. Él había muerto; ahora era únicamente un pesado pelele de carne en camino a la descomposición. La mujer se aferró a él con fueza, sollozando frenética; como si con su desgarrador llanto consiguiera que él regresara a la vida.

—Por favor... —murmuraba ella, meciendo lentamente en su descorazonador dolor al cuerpo del chico—. Por favor...

Aquellas palabras eran una vehemente súplica para que el corazón de él volviera a funcionar. Para que su alma regresara nuevamente a su cuerpo. Para que volviera a besarla, a abrazarla, a decirle «Te quiero». 

Con los ojos hinchados, rojos y húmedos, la mujer vislumbró al cadáver, y llegó a la conclusión de que en aquel instante sólo se podría animar pensando que tal vez, cuando ella también falleciera, estarían juntos. Pensando que sus almas se unirían y crearían a un único ente. Pensando que entonces ambos serían felices y no tendrían que preocuparse por nada más.




 

Las tres formas de Soledad

 

La princesa Soledad miró inquisitivamente a la señorita Ahufinger. Ahora que había madurado era consciente de algunos hechos difíciles de ignorar.

—¿Cuál es el auténtico color de mi cabello? —quiso saber Soledad con vehemencia. Había tantas preguntas de las que quisiera conocer respuesta. La señorita Ahufinger suspiró, antes de sonreír divertida; le complacía la idea de que Soledad demandara por su identidad.

—Depende... —tanteó la novel escritora. Soledad frunció el ceño, ansiosa.

—Explícate —insistió la bella princesa—. Escribiste multitud de textos sobre mí y en ellos varía arbitrariamente el color de mi cabello; desde el negro azabache hasta el rojo escarlata. Me resulta imposible determinar qué hebras verdaderamente me pertenecen.
 
La seroñita Ahufinger ordenó las ideas en su cabeza, orgullosa de Soledad; eran tan emprendedoras las preguntas que le inquiría.

—Depende de cómo te evoque tendrás el pelo de un color u otro —tanteó la tejedora de historias, preguntándose internamente cómo empezar—. Si te evoco como princesa desvalida tu cabello será negro y tus ropajes frescos y elegantes; si te evoco como alma atormentada por la bruja del Miedo tu cabello será rubio claro, y tus ropajes viejos y raídos cual vagabundo; si te evoco como princesa libre tu cabello será sangre, y tus ropajes tendrán un tono que eclipsará a los pigmentos del fuego.

Soledad vaciló, confusa.

—No lo entiendo... —logró articular—. ¿Acaso tiene relación alguna mi cabello con lo que soy?

La señorita Ahufinger asintió confiada, antes de pasar con suavidad su mano derecha sobre su frente; retirando un mechón rojo de su rostro orgulloso de autora primeriza.

—Tiene mucho que ver; tu pelo es un reflejo de tu identidad;. él cambia acorde a ti.

Soledad reflexionó; su mirada bailaba del rostro de la señorita Ahufinger al frío asfalto. Finalmente, preguntó:

—Y ahora... ¿De qué color es mi pelo?

—Rojo —contestó la escritora sin un ápice de duda—; el color de la fuerza, del fuego, de la sangre, del sacrificio —su voz se silenció durante unos breves segundos—. Aunque en ocasiones recree tus hebras de otro tono tu auténtico «Yo» tiene el cabello escarlata. Te tornaste fuerte; mataste a tus dragones y ganaste tus batallas. Pero éso es algo que sólo sabemos nosotras, y por ello debo de mostrarte en ocasiones como débil o condenada, para que así el lector pueda conocer el transcurso de tu historia.

Ante aquellas palabras, la princesa Soledad no pudo hacer otra cosa que no fuera sonreír. 


 Boceto princesa Soledad antes del hechizo, realizado por David
 
 

La bruja del Miedo

 

La bruja del Miedo se mantuvo pensativa, mirando cómo el sol se iba ocultando tras la colina de la discordia. Aquella imagen le traía recuerdos amargos de momentos pasados. Dichos recuerdos le hacían recaer con más ímpetu en su amargura, pero eran como una droga, y por ello era incapaz de olvidarlos.

En sus imágenes pasadas rememoraba aquellos instantes en los que fue feliz; en los que se sintió amada. Tras ellos, y en contraposición a sus retazos dichosos, reflexionaba sobre su amargura y el porqué de ella.

Dibujo realizado por David

Todo el veneno de su vida había sido ocasionado por su egoísmo y por sus ansias de eternidad; para, finalmente, degenerar en una Nada de desolación y eterna nostalgia.

La bruja del Miedo, en aquel momento fue consciente de sus acciones, y de que tal vez era demasiado tarde para hallar una solución a sus circunstancias. Cansada, cerró los ojos; dándose cuenta de que el crepúsculo había finalizado, y con él, concluido su monótono y solitario día. Ahora, el astro rey había dado paso a la diosa Selene.

Los destellos blanquecinos de la luna se reflejaron en el espejo que pendía desde hacía años en el cuello de la bruja, e impactaron de pleno en la rosa morada que sostenía en su mano izquierda. Quizá aquello era una señal; quizá solucionaría algo haciendo las paces con Soledad.

 
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