._.

 

—No dejes que el dolor me destruya. No permitas que me hunda en el océano oscuro del miedo, de la impotencia, de la incertidumbre. No me dejes, por favor... 

La chica contempló los ojos de su enemigo; eran fríos, distantes. Como si le importara bien poco lo que le ocurriera.

—Sálvame, te lo suplico.

Y entonces fue cuando entre la penumbra salió corriendo un lobo. Aquel agresivo animal, se lanzó violentamente sobre ella y empezó a desgarrarle la carne con fiereza. La chica gritó, impotente; dándose cuenta de que no podía hacer nada contra aquella bestia. Su mirada se clavó en la de su enemigo y se cuestionó por qué le había pedido ayuda.

¿En qué momento había ocurrido todo aquello?

Su enemigo seguía con los mismos fríos ojos con los que la había contemplado, cuando ella le imploró ayuda; con los mismos fríos ojos, indiferentes, a los que les daba igual lo que a aquella joven le ocurriera.

—El calor desaparece de mi cuerpo —musitó la chica, moribunda; tirada sobre la gélida estepa en la que yacería hasta el final de sus días. El lobo se alimentaba de la sangre que emanaba del pecho de la joven.

Ahora, la chica era consciente de lo sola que estaba. 
Ahora, la chica era consciente de que necesitabaa su enemigo,
pues era lo más parecido a un amigo que tuvo
en su corta vida.


 

 No entiendo por qué he escrito ésto. No tiene sentido ._.
 

El Hada y el Elfo

 

Cuenta la historia, que hace mucho tiempo, existió un hada de largas alas violetas, ojos color miel, y cabello brillante de hebras azuladas; semejantes al tono del mar de la costa brava. Dicha hada, vivía obsesionada con su belleza, y con que, con el paso de los años, ésta marchitaría. Por ello, todas las noches, trataba de capturar en un tarro de cristal el brillo de la luna. De este modo, cuando los años le empezaran a pasar factura, abriría los tarros para que su piel absorbiera el resplandor que contienen, consiguiendo que su tez memorizara la belleza de la blanca luna.

Una madrugada, mientras el hada almacenaba su destello diario de luna, apareció un elfo de piel verde, cual hierba fresca; y ojos amarillos y resplandecientes. Aquel elfo se acercó respetuosamente al hada y se puso de rodillas tomando su azulada mano derecha, besando, acto seguido, sus nudillos con adoración. El hada, sorprendida ante tal reacción, miró inquisitivamente a su compañero, el cual contempló la miel de los ojos almendrados de la dama, y le confesó que llevaba tiempo vigilándola oculto entre la estepa; planteándose cuál sería la mejor manera de confesarle su amor. La aludida se sonrojó vergonzosamente, y decidió aceptar a aquel extraño ser como amante.

Al llegar el alba del día siguiente, todos los tarros con destellos de luna habían desaparecido. Y es que el elfo fue muy astuto, y se aprovechó de la vanidad del hada declarándole su amor, para poco después tener acceso libre a los tarros que ella almacenaba con tanto cuidado. De este modo, el hada perdió todo lo conseguido con años de trabajo.

La podre hada estuvo llorando, apesadumbrada, durante siete días y diez noches, hasta que, finalmente, decidió volver a empezar a recolectar los rayos lunares. Aunque claro, tal vez no consiguiera suficientes destellos para que su piel pudiera memorizarlos antes de empezar con el inexorable proceso de envejecimiento.

El elfo, divertido, acudía muchas noches, oculto en la estepa, a vigilar al hada y reírse de su vano intento de alcanzar la belleza eterna.


Fragmento de una historia que ando escribiendo. Pronto (dentro de un mes) os avisaré dónde la pienso publicar. Hasta entonces toca esperar.

Ah, y deseadme suerte, personajillos, que mañana empiezan las clases y se me terminaron las vacaciones de pascua ;_____;
  

Carta


Querido Christian:

Hace mucho tiempo que no sé de ti, y la verdad, me costó bastante averiguar dónde resides actualmente. ¿Cuánto hace que no nos vemos? ¿Cien años?, ¿o tal vez doscientos? Ah, la eternidad es larga y para una persona tan caduca como a mí resulta imposible llevar la cuenta de los segundos, de los minutos, de las horas. Cuando alguien es mortal vive al límite; cada segundo en su existencia cuenta. En cambio nosotros, eternos caminantes, estamos condenados a formar parte del mundo hasta la destrucción de éste. Y éso, es mucho tiempo. 

No me niegues, Christian, que nuestra existencia, de igual forma que la humana, termina desvaneciéndose como lo hacen los colores de un lienzo malogrado por el aguarás. Puede que nuestra consciencia continúe fresca, pero aunque sea redundante no somos conscientes, pasados los siglos, de su presencia. Y por ello es que transcurren los años y nos parecen horas. A veces me paro a pensar: ¿Ya estamos en el siglo de la electrónica?; ¿de los móviles, ordenadores, Ipods, tabletas y consolas? Christian, dime: ¿acaso estoy soñando? Todo aquello que antaño concebíamos como imposible resulta no serlo. Aunque bueno, con el paso del tiempo uno aprende a aceptar cualquier hecho como plausible.

Christian, por los dioses, se me va la cabeza. El objetivo de mi carta era alabarte por la sabiduría que me transmitiste tras mi conversión, no cavilar sobre minucias que posiblemente para ti carezcan de importancia. Bueno, mejor voy al grano que los años me han vuelto más charlatán y cabezota de lo que posiblemente recuerdes de mí.

¿Te acuerdas de mi afán por la filantropía?; ¿del amor incondicional que tuve a los humanos? Ha muerto, y junto a él mi amor hacia el té. La última pelea que tuve contigo, que fue también la que bifurcó nuestros destinos, ocurrió en Roma y era justamente sobre la absurda manera con la que justificaba todos los errores de la humanidad. Debo admitir que siempre he sido una persona terca, y que ello no ha sido favorecedor en cuanto al descubrimiento de mi error. Tenías razón, Christian: el ser humano es la especie más cruel, egoísta, primitiva y denigrante que conozco. Es una raza egocéntrica que únicamente se preocupa por su propio beneficio; que no tiene principios a la hora de dañar, incluso, a sus semejantes. Y, posiblemente, lo que tal vez más me irrite de ellos es que nos cataloguen como monstruos.

Quisiera pedirte perdón. Implorarte, de rodillas si me lo exiges, volver a tener una relación como la de antaño; quiero que seas mi maestro. Me gustaría poder aprender de ti todo lo que estos siglos de ignorancia rechacé. Así pues, esperaré pacientemente tu respuesta. Mándamela al bar «Lamia», de Londres; recuerdas cuál es, ¿verdad?

Y ya, sin más, me despido, con un abrazo si es de tu agrado.

Atentamente:
    Antonio



Vs

 

Los contrincantes se miraron desafiantes a los ojos, como si de este modo se asegurara su victoria. Alma sacó el arma de sus tobillos, pues estaba oculta en su holgado pantalón vaquero. Marco, por otro lado, jugó con su maza divertido; él tuvo a la vista en todo momento su artilugio de ataque.

Indecisa, Alma se acercó hacia Marco con sus dagas en posición defensiva; anhelando poder clavarlas en el pecho del joven. Marco sonrió con vehemencia e impulsó su mazo repleto de pinchos hacia ella; la chica retrocedió asustada al ver cómo el arma de su enemigo se hundía en el terroso asfalto y lo hacía añicos. Las cadenas de la maza, en aquel ambiente tenso, crepitaban estridentemente.

Alma reculó, impotente, no podría atacarle de frente; estaba claro que el artilugio de Marco, aunque fuera lento, actuaba de manera letal. Al menos, Alma contaba con la ventaja de su agilidad y velocidad.

Marco se mantuvo en guardia, lanzando la maza contra su contrincante y recogiéndola tan rápido como podía. La chica sacudió su cabello castaño, alejándolo de su rostro, a la par que dio un salto hacia la izquiera. Echó a correr aprovechando una distracción de su enemigo que le supuso a éste una desventajosa pérdida: Alma se colocó a la espalda de Marco y posicionó el filo de su daga sobre la garganta de éste; el frío y gélido metal del arma hizo que el corazón de Marco diera un brinco.

—¿Cuáles son tus últimas palabras? —inquirió altivamente la contrincante.

Marco dejó caer las cadenas de su mazo y desenfundó una navaja, oculta en su pecho, tan rápidaente que Alma no tuvo tiempo de reaccionar; la hoja se hundió entre el hueco de las costillas superiores de la joven. Alma gritó, sorprendida por aquel ataque que le mordía la piel y le desgarraba las entrañas.

La sangre abandonó lentamente el cuerpo de la chica, la cual cayó al suelo agotada; abrumada por aquella certera puñalada, que probablemente le arrebataría la vida. Marco sonrió y se colocó de rodillas frente al cuerpo desmadejado y sanguinolento de Alma.

—¿Cuáles son tus últimas palabras? —dijo él, repitiendo burlescamente la misma pregunta que su enemiga le formuló.

Alma, furiosa, recogió toda la saliva que pudo con la intención de escupirle en la cara.


 

Nunca había escrito una escena de lucha; creo que se nota por lo forzada que me ha quedado =w='' 
 
 
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