Aeterno

 
El chico contempló aquel rostro al que debía tanto cariño; tanto apoyo; tanto amor. Dicho rostro, yacía con los ojos cerrados; muerto, gélido e inerte. Y por ello, lo único que se le podía pasar por la cabeza era la búsqueda de una explicación que justificara cómo era posible amar tanto a un montón de cables y microchips.

La androide reposaba en el frío suelo, ingrávida; eternamente bella, vacía y rota. Como consecuencia de un cortocircuito, su placa base había colapsado y no existía ninguna posibilidad de reparación. Aquella noticia fue sentencia de la tristeza y el desconsuelo del chico.

Siempre quise tener un amigo, y jamás habría pensado que éste se presentaría en el interior de una inmensa y pesada caja de cartón. Ésta aguardaba a una chica, desnuda, en posición fetal; su nombre era Lyam y estaba anunciado en letras plateadas en su nuca. Tenía el cabello color rubio platino, la tez pálida y los ojos marrón miel. Era muy guapa, aunque a veces me ponía nervioso cuando su pupila brillaba intermitentemente con un led blanco y diminuto. Eso lo hacía cada vez que tenía que memorizar o procesar excesiva información, y, por fortuna, no pasaba mucho.

Mis padres me dijeron que qué ropa me gustaría que llevara mi nueva amiga y les contesté que estaría bien que portara un vestido azul marino; me gustaba mucho ese color y seguro que le favorecería a su piel blanca. La misma tarde en la que la desembalaron le colocaron un delicado vestido con volantes, azul, por supuesto. Acto seguido,
le conectaron un USB a un puerto oculto debajo del rótulo de su nombre. Lyam cargó su batería durante veinticuatro largas horas, y, finalmente, abrió sus cibernéticos ojos. Éstos, empezaron a emitir el molesto brillo blanquecino que mencioné antes.

La androide me miró de arriba a abajo de una manera un tanto sistemática; como si estuviera procesando un complejo logaritmo de matemáticas. Me sentí incómodo y tragué saliva. Su rostro, aparentemente humano, esbozó una sonrisa y, aunque ésta tuviera una innegable naturalidad, se la veía un tanto vacía; como si detrás de su mueca no se ocultara un sentimiento que la propiciara.

—Hola —me atreví a decir finalmente—, mis padres me han dicho que eres mi nueva amiga.

Estaba seguro de que mis progenitores me compraron a Lyam para así no tener que lidiar conmigo, pues les resultaba complicado prestar atención a un niño superdotado e hiperactivo. Mamá, por un lado, prefería pasar la tarde navegando en foros de cuidados femeninos y jardinería, y papá, por otro, tenía como preferencia el cuidado de su cuatro por cuatro.

—Hola, ¿cómo te llamas? ¿Quieres jugar conmigo? —aquella fue la respuesta de la androide, la cual estudiaba minuciosamente cada uno de mis gestos; como si tratara de formular mi patrón de conducta.

—Mi nombre es Neo —dije—. ¿Quieres jugar a Peter Pan?

No me gustaba demasiado que Lyam fuera de esa manera; tan… ¿Fría? Posiblemente, una parte de mí no quería aceptar que me hallaba junto a un montón de chips porque mis padres me ignoraban, y la solución ante esto era hacer de aquella androide alguien humano, o al menos, convencerme lo suficiente de que lo era.

Durante muchos años estuve lidiando con la androide y estudiando cada uno de sus pasos, del mismo modo que ella hacía conmigo. Así fue, como con el transcurso del tiempo fuimos uniéndonos más, o mejor dicho: fui uniéndome más a Lyam. Los robots no pueden amar, pero los humanos sí, y éso era algo que en aquella época ignoraba.

Ante todos mis problemas, ante toda mi soledad, ante toda mi tristeza estaba mi amiga Lyam; estaba aquel conjunto de cables, metal y silicona. Y, desgraciadamente, me atrevía a decir que debía demasiadas cosas a su mente artificial. Tal vez, el hecho de que ser incapaz de lidiar con personas de mi edad fue decisivo en que me volviera tan dependiente a Lyam. Cada pensamiento, idea o intención no cobraba forma hasta pasar por la jurisdicción de mi androide, la cual se volvió mi confidente, mi compañera y amiga. En mi mente se formuló la quimera de que ella era tan humana como yo; de que cada uno de sus gestos sobreactuados y mecanizados era tan sincero como el de cualquier otro humano.


Descorazonado ante el dolor de haberla perdido, Neo se abrazó al androide y deseó con todas sus fuerzas que aquel conjunto de chatarra, que había sido compañera durante todo el transcurso de su infancia y adolescencia, estuviera viva. 

Lentas lágrimas cayeron sobre su rostro, y tras éstas una epifanía se formuló «Adahesit pavimento anima mea»*. Así pues, Neo jamás conocería el calor de un ser querido, ya que ni siquiera fue merecedor del cariño de un robot que jugaba a ser humano.


*«Mi alma está pegada al suelo», frase célebre de Dante en La Divina Comedia.

 Me ha quedado un poco emo-shit; no me acaba.
 

Sin Miedo

 

Hoy es el día idóneo para luchar; para seguir adelante y no mirar atrás. Debemos enfrentarnos a nuestros temores con la cabeza bien alta, y sobre todo jamás dar la batalla como perdida. ¡¡El mundo es nuestro!! Oh, sí, baby

Puede que que transcurran un montón de hechos que sean injustos; que existan personas que se aprovechen de nosotros, y que en ocasiones aquello que nos hayamos ganado con tanto esfuerzo se haya ido a por tabaco y no haya regresado. La vida es así, ¿no? Así que toca mover el culo e ir en busca de aquello que consideramos razonable, o por lo menos, intentarlo. La perfección es imposible, pero éso no quita que no podamos intentar acercarnos a ella.

Me he propuesto luchar por mis ideales. Me he propuesto echarle ganas a la cosa y jamás rendirme; ¡quiero que me llamen cabezota! ¡¡Quiero que me concedan lo que me merezco de una puñetera vez!! Y lo voy a conseguir, ¿os ha quedado claro? 

Mi nombre es María Ahufinger; espero que no se os olvide, porque lo vais a estar escuchando durante mucho tiempo.





Volví de los exámenes con los ovarios bien puestos; antes estuve de bajón, pero ahora he recobrado el ánimo y las ganas de seguir adelante. Gracias a todos los que me leéis por estar ahí ;3

 

Inspiration

 

La señorita Ahufinger contempló extasiada el hermoso paisaje; ante ella se extendía un cielo celeste de esponjosas nubes blancas. Los pájaros trinaban melódicamente, y el verde de las hojas de los árboles y arbustos otorgaba un deje armónico a la totalidad de la composición; parecía que aquel lugar se había escapado del más idealizado jardín de cuento de hadas.

Con parsimonia, desenfundó su pluma, y se dispuso a impregnar el blanco papel de su inmaculada libreta con un relato de fantasía, amor, y aventuras. No le salió nada. Frustrada, inspiró el aire puro de donde se hallaba, en busca de una inspiración que no llegaba.

—¿Qué haces? —interpeló Soledad—. No te entretengas mirando las musarañas; necesito que termines mi historia. Quiero tener final, para así no ser un simple bosquejo más en tu cabeza.

La señorita Ahufinger, pesarosa, suspiró.

—No puedo; no se me ocurre nada potable que escribir. El ambiente no me da ninguna idea con la que continuar garabateando. Lo siento.

Dolida, Soledad clavó su vista en la verde hierba.

—Te estás excusando —la acusó—. ¿Cómo, sino, te resulta imposible escribir con este ambiente tan idílico? Lo tienes todo; ahora mismo te hallas en la más plena de todas las bellezas. Debería de resultarte inspiradora.

Aquellas palabras no eran ciertas, pero claro, éso era algo que muy poca gente sabía. La señorita Ahufinger suspiró y explicó:

—Lo bello es éso; simplemente bello. Nos gusta todo lo considerado precioso porque está relacionado con la felicidad, y obviamente, nadie quiere estar triste. Pero es la tristeza aquella que nos inspira; aquella que hace al ser humano vislumbrar el mundo de manera distinta, y de este modo, poder crear algo profundo e increíble. Son las personas luchadoras, las que sobreviven a la pesadumbre, aquellas que crean las mejores obras. ¿No me crees? Si quieres empiezo a nombrar a artistas, tales como Van Gogh que no vendió nada en vida; Baudelaire que fue censurado y llevó una existencia autodestructiva; o Cervantes que en la batalla de Lepanto terminó sin un brazo.

»Piénsalo, el precio para ser un artista es vivir condenado; es no observar la hermosura del mundo y vivir en un eterno crepúsculo lluvioso. Es el dolor lo que nos evade; lo que hace a nuestra alma etérea, y de esta manera, nos permite construir castillos en las nubes y habitar en ellos, dichosos de nuestra quimera. Cuando un final es triste mueve más recovecos de nuestro ente que cuando todo termina bien; y es que, querida Soledad, la felicidad es demasiado idílica para ser creadora de algo grande. Sin dolor es imposible generar hermosura; la belleza en sí está vacía.

Soledad, reflexionó sobre las palabras de la escritora; ahora podía entenderla.

—¿Entonces, tengo que esperar a un día de lluvia para que escribas? No me apetece entristecerte para que continúes con mi relato, pero según lo que dijiste es necesario.

—A nadie le gusta una existencia torturada, pero es necesaria si se quiere llegar lejos en cualquier creación. Desgraciadamente, los autores no eligen tener una vida en la penumbra, de igual forma que tampoco son conscientes de su habilidad creativa. Querida Soledad, no estoy segura de estar condenada a sobrellevar una vida dura, pero te puedo asegurar que, si pudiera elegir, tomaría dejar atrás la felicidad. La creación artística se merece todo tipo de sufrimiento.



 

Y ya estamos otra vez...



Si apruebo este curso, haré selectivo y posiblemente mi verano se convierta en uno de los mejores. Disfrutando con la visita de mi amiga de Madrid, hospedándome siete días en casa de otra amiga y su chico, hartándome  de ir a la playa y la piscina para poco después quejarme de ponerme morena y que se me vaya el tinte, haciendo locuras; disfrutando de esa libertad tan plena que sólo tenemos los jóvenes. ¿Qué? ¿Acaso no es verdad? ¡¡El mundo es nuestro!! Y el que me lo niegue, se equivoca.

Aunque ahora mismo no podamos gozar de una clara bonanza económica me gustaría que éso no me limitara y poder hacer infinidad de cosas nuevas. La vida hay que vivirla.

Pero claro, antes de todo éso, me convendría...





Estudiar, estudiar, estudiar... ¡¡Hasta que me salgan letras de la cabeza!!

Supongo que todo requiere su sacrificio. He aquí el mío. Si os soy sincera, debería de habérmelo currado más; soy una vaga. Qué le vamos a hacer.


Estoy hasta los ovarios de bachillerato. Pero claro, servidora nunca fue una alumna ejemplar de instituto; más bien acarrea el rol de estudiante estrafalaria y desinteresada que hace todo a última hora. Esperemos que en la universidad todo cambie, sino la cosa acabará mal.

Deseadme suerte, ¿eh? Que la única razón por la que sigo formándome académicamente es para lograr convertirme en escritora, sino ya lo habría mandado todo a la shit. Nunca he sido el tipo de persona capaz de estudiar tantas materias tan poco interesantes.

Y por cierto, las fotos son cortesía de la casa; para que veáis lo horrenda que estoy sin maquillar y sin arreglar. Y claro, también influye bastante el cansancio del instituto.

Finalmente, sin más, me despido.

La Reina de las Nubes

 

Había una vez, una joven que vivía en las nubes. Era feliz: le encantaba estar sentada sobre aquella esponjosa estructura; se sentía cómoda y reconfortada por la incorporeidad del lugar. Todos los días, la joven se alimentaba de algodón dulce, procedente del cielo, y estaba tan delicioso que, al saborearlo, sus ojos brillaban y su lengua se teñía de un color rosa chicle nada semejante al trivial que tenemos todos los mortales.

Aquella joven fue dichosa durante muchos años, hasta que, por desgracia, sus amigas las nubes empezaron a engordar, y a engordar, y a engordar... Se llenaron de agua, y llovió. 

«Chica bajo la lluvia» realizado por David

Cayó un torrente de gélidas perlas hacia el suelo, y junto a ellas, la joven entristecida por no poder comer, nunca más, algodón de azúcar. Ahora, estaba en lugar frío y descorazonador: ahora se hallaba desorientada en la tierra; un universo, tal vez demasiado crudo para ella.

Así pues, decidió construir unas escaleras lo bastante altas para llevarle de nuevo a las alturas. Desgraciadamente, no lo logró y se quedó condenada a yacer en una realidad material. A no ser... La joven llegó a la conclusión de que la única solución a su problema era conseguir ser etérea; convertirse en liviana, ligera, sutil y vaporosa, para que el cielo se percatara de que se había olvidado de ella y, de este modo, fuera en su busca.

Acto seguido, y tomada ya su determinación, se tumbó en la hierba verde primavera y clavó su vista en su anterior casa: la nubes. Se puso a rememorar su algodón dulce y la suavidad esponjosa de aquellos días. La joven entristeció, pues terminó dándose cuenta de que ya no echaba de menos al cielo, o al menos no lo hacía tanto como pensaba. Y es que, se había enamorado de lo terrenal; de los jugosos frutos de la simiente, y del mar. 

El celaje se sintió desconsolado cuando vio que había abandonado a la joven, y que por culpa de ello, no quería volver. Emanaron lágrimas amargas de su anterior mundo volátil, y ella, suscitada por la humedad de la hierba, sonrió ante las perlas saladas que caían sobre su rostro.



 

This is how a DISAPPEAR

 

En aquel momento, miro la profundidad de tus ojos verdes, y en ellos, olvido mi identidad. Aquel verde hierba hace que me plantee que no es tan descabellada la idea de que en mi mundo existas sólo tú; y de que tu simple y llana presencia es la única relevante en la basta extensión del universo.

Tal vez, ni siquiera yo formo parte de la realidad. Tal vez... Sí; posiblemente mi ente es una invención de la tuya. Formo parte de tu imaginación; formo parte de ti. Los dos somos un único ser. Soy una extensión de tu mente y tú eres mi creador.

Me gusta. Adoro pensar que sólo existes tú; éso le da sentido a mi vida. La idea de estar aquí por ti es tan romántica. Ojalá sea cierta, ¿no crees?

En aquel momento, miro la profundidad de tus ojos verdes, y en ellos, me veo reflejado como me podría haber ocurrido en un espejo. ¿Por qué tu iris es tan opaco? En ocasiones me pregunto si tienes alma. A veces pienso que te pareces demasiado a Christian, el personaje de una de las historias que escribo. Y éso me aterra.

Tú..., tienes alma, ¿verdad? Espero que sí; porque los protagonistas de los relatos no la tienen. Ay, conforme más te contemplo me encuentro con una mirada más vacía. Tengo miedo, ¿sabes? Mucho miedo.




 
 
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