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Me deslicé lentamente por aquel edificio en mal estado cuyo olor a pobredumbre, descomposición y fluidos hacía que me entraran ganas de vomitar. El pasillo que comunicaba la sala de citas con las habitaciones cochambrosas estaba mal iluminado con unas lucecitas rojas, semejantes a las que se colocaban en los árboles de navidad. Dichas luces, se hallaban grapadas en la conyuntura del techo con la pared a lo largo de todo el corredor. Algunas de ellas parpadeaban intermitentemente, y otras estaban fundidas.

Conforme me fui aproximando a la habitación, el ritmo de mis pulsaciones aumentó. ¿Qué estaba haciendo aquí? Si, en realidad, no deseaba para nada todo ésto. Mi padre me había forzado a visitar este burdel de mala muerte con la vaga excusa de conseguir recuperar mi virilidad perdida. Me parecía absurdo todo ese tema; el de la virilidad, quiero decir. Un hombre no tenía más o menos testosterona por ser homosexual; fisiológicamente éramos idénticos a los hetero. Y además, porque me obligara a yacer con una chica no iba a cambiar de parecer.

Una vez llegué a la alcoba me senté sobre el colchón, que estaba duro como una roca. Los muelles chirriaban estruendorosamente, del mismo modo que lo hacían los de las habitaciones contiguas. Me vino una arcada; todo lo que me envolvía me daba asco. Clavé mis ojos en la puerta del cuarto y esperé la llegada de la chica. Minutos después, hizo su aparición. Era una mujer madura, de unos cuarenta años, con unos ojos grises increíblemente atrayentes. Éstos contenían en su interior un deje cansado y marchito; repleto de un tipo de resignación ganada con muchos años de cosificación. Esta mujer estaba acostumbrada a que la vieran como un objeto,  y se comportaba como si estuviera silenciosamente conforme con su situación de pelele inerte.

Me aproximé a ella parsimoniosamente y tomé su mano, pintada con una laca de uñas rojo sangre cascada y agrietada. En su frente, vislumbré unas arrugas labradas tras un largo periodo de tensión y agonía, y en su boca, me encontré con unos dientes amarillentos y desmejorados por el tabaco. Tenía la piel grasa, y la ropa que portaba se adería a su escuálido cuerpo. Tomé un mechón de su cabello pajizo, teñido de un negro azulado.

 —¿Puedo hacerte una pregunta? —La chica me miró confundida y asintió.— ¿Cuántos años llevas metida en ésto?

Su mirada se clavó en el suelo y no me contestó. Por su actitud podría asumir que, posiblemente, en su juventud se involucró en este mundo turbio repleto de lujuria, sangre e insatisfacción. La mujer se recolocó su top rosa fucsia, incómoda.

—¿No estás cansada de todo ésto?

Se encogió de hombros, como dando a entender que no conocía otro tipo de vida. Probablemente hubiera consumido la flor de su juventud metida en este antro. Viviendo una existencia vacía, centrada en la satisfacción del caballero con la billetera más grande. ¿Acaso ésta era la mejor manera que tenía mi padre de convencerme? ¿Qué quería?, ¿pretendía que me volviera heterosexual para convertirme en ésto; en un hombre que no se preocupaba por nada más que por su satisfacción, que no era capaz de conocer ni tan siquiera el nombre de la persona con la que iba a hacer el amor? 

Abracé a la chica y le tendí mi billete de cincuenta euros, pagando su servicio. Salí del cuarto sin mirar atrás. Y ahora, sólo me quedaba pensar en qué medida podían considerar más hombres a esa gente que trataba a las mujeres como marionetas; como si fueran una simple carnaza cuya obligación era vender su cuerpo al mejor postor. Esos tipos no podían ser hombres; eran animales. Y yo no era que me enorgulleciera de ser homosexual, más bien lo aceptaba porque formaba parte de mí. No obstante, de lo que sí me enorgullecía era de, al menos, tratar a las personas como lo que verdaderamente son: seres humanos




 

Slow Death



 

Había una vez, una hermosa ángel de inmaculadas alas blancas. Su gesto era pacífico; como el de todos los seres portadores de conciliadora belleza, y tenía unos ojos, increíblemente claros, que contradecían al resto de sus facciones. En ellos se podía vislumbrar el tedio que conllevaba su existencia encerrada en su palacio.

Dicha ángel, como ser celestial, debía de permanecer cautiva en un palacio construido sobre las nubes del ecuador, cuyas paredes eran de etéreo viento, y cuyas ventanas estaban constituidas por gotas frescas de rocío. Así pues, con el transcurso del tiempo y como consecuencia de la reclusión, la belleza de la ángel se extinguió; su sonrisa se tornó de mármol y su semblante de piedra caliza. Había perdido su fuego interior, pues el motor que la impulsaba a seguir viviendo, a seguir sintiendo, expiró. El aislamiento la había matado, dejando tras de sí un cadáver podrido por dentro y cristalizado por fuera.

En aquel palacio del cielo no había ningún ser con vida. ¿Era, acaso, por la cárcel oculta tras sus cuatro paredes? Pretendió, el Dios creador, almacenar todo tipo de belleza en aquel recinto, actuando como si la hermosura no necesitara nutrirse de otra cosa que no fuera aire estéril y rayos ultravioletas. Siendo que, todo lo existente necesita beber de esperanzas e ilusiones. Siendo que, hasta la más bella mariposa disecada, termina convertida en ceniza; presa del polvo y de las polillas.

No apto para menores de 12 años


 
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