Todo para el Pueblo sin el Pueblo

 

Estaba sentada en mi sofá, cuando el televisor anunció la llegada de las noticias. Fruncí el ceño; no me gustaba en absoluto ver el telediario, puesto, cada vez que se emitía, sentía que me estaban engañando; dependiendo del canal en el que estuviera me relataban una cosa u otra, posiblemente, con el objetivo de transmitir una idea política.

Hacía poco fueron las elecciones y había ganado un nuevo partido que se autodenominaba «La solución para la crisis». Desde aquel momento todo empezó a cambiar: las medidas que tomaron con el objetivo de salvar al pueblo se tornaron cada vez más extremas y dudosamente beneficiosas para el ciudadano. Y lo peor de todo aquello era que los medios de comunicación, progresivamente, se adherían a los ideales de dicho partido. No hacía mucho, me percaté de que se iban difuminando las diferencias ideológicas de cada canal televisivo y de que la mayoría de ellos justificaban las decisiones del partido vencedor alegando que éste actuaba «En favor al pueblo». A mí me resultaba imposible creerme ésto, no obstante, no ocurría lo mismo con muchas de las personas de a pie.

Las noticias acababan de informar que había aumentado la venta de alimentos de segunda necesidad y que debería de ser notorio para muchas de las personas de clase media, pues, supuestamente, tenían algo más que llevarse a la boca que no fueran patatas o huevos. Escuché vitorear a mis vecinos y el sonido de bocinas a modo de celebración. Por mi parte, yo no me creí nada, ya que, si con mi sueldo de oficinista era incapaz de comprar algo que superara el precio de un quilo de arroz por qué debía de pensar que por arte de magia podría tomarme el capricho de comprarme una botella de aceite de oliva. Era absurdo. Si los precios no habían descendido y los sueldos no aumentaban, ¿podríamos obtener poder adquisitivo de la nada; únicamente porque lo haya dicho la caja tonta?

Me sentía extraña en mi ciudad; con la vaga sensación de que era la única persona capaz de pensar por mí misma. Me daba la sensación de que todos actuaban en masa; dejando que políticos y demás individuos con poder pensaran por ellos y les dijeran lo que tenían que hacer. Eran peor que borregos. Parecía imposible que en el 2100, un nuevo siglo, siguiera todo absolutamente igual. Pero claro, no podíamos esperar más de un sistema educativo ideado únicamente para aprobar exámenes y no secundar el autocriterio y la reflexión. De unos políticos demagogos y cínicos. Y de unos ciudadanos pobres e incultos que se dejaban llevar por señores con pasta.

Y lo peor de todo, según mi manera de verlo, era el hecho de no modificar nuestro sistema político, el cual, a medida que pasaba el tiempo, más se asemejaba al despotismo ilustrado que estuvo cerniéndose sobre Europa. Y, entonces, me pregunto, ¿para qué estudiamos en historia los errores del pasado? Si está claro que aquí no es que nos tropecemos siempre con la misma piedra, es que directamente chocamos con ella hasta pulirla y convertirla en polvo.


Se me ha ocurrido escribir esta pequeña historia un poco para desahogarme por el odio que le tengo ahora mismo a la política. Estoy hasta las narices de que todo siga igual; de que nos engañen, nos roben y nos mientan.

¡¡Los ciudadanos también tenemos voz!!


¿Pensáis que dentro de unos años acabaremos así?
  
 

Te quiero ♥



Fue sólo éso; el tiempo.
Segundo a segundo,
instante a instante
me consume por dentro.

Tu ausencia me quema;
hace que arda en llamas,
como una falla de madera,
papel y paja.

Te necesito,
aquí y ahora.


Fue sólo éso; el tiempo
amigo de la distancia
y enemigo del sentimiento.
¿A que sí, cielo?

Fue sólo el tiempo,
que hace que mis ojos
aullen a la luna
lo mucho que te echo de menos.


 

Níveo




Había una vez, una bailarina de ballet que portaba un tutú blanco inmaculado; semejante al color de las esponjosas nubes de un cielo veraniego azul celeste. Sus zapados de puntas, de un negro embetunado, deformaban sus grandes pies, convirtiéndolos en unos soportes feos e hinchados; sus dedos empezaron a crecer hacia dentro, sus tobillos a agrietarse y sus plantas a llenarse de durezas y ojos de pollo. Pero todo ésto, a la bailarina poco le importó, pues pensaba que valía la pena padecer para conseguir su arte.

A medida que fue pasando el tiempo, la chispa vital de la dama del tutú fue extinguiéndose; su cuerpo yacía cansado sin la vivaz gracia de antaño, y sus pies le dolían horrores cada vez que realizaba un plié. Aterrada, se percató de que los años no la perdonaron y de que todo lo que su organismo se había malogrado por su danza empezaba a pasarle factura. Nunca más volvería a bailar El Lago de los Cisnes o La Bella y la Bestia. Nunca más vería su nombre en los grandes cartelones que anunciaban al ballet ruso.

Y como consecuencia de todo ésto, únicamente quedó una treintañera desnutrida y con los pies deformes, a la que le gustaba pasar el rato rememorando, con sus antiguos vídeos, los momentos de efímera fama de su adolescencia. Mientras, su tutú blanco níveo descansaba en su desván presa de las polillas.






 
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