La princesa Soledad miró hacia todos lados, perdida entre la
multitud. Su alrededor estaba repleto de hombres grises; monocromáticos,
uniformes. Todos vestían la misma ropa, todos llevaban el cabello de la misma
manera.
Quiso acercarse a ellos y preguntarles por qué eran así; que
le explicaran la razón por la cual habían perdido el color. Cuando fue a tocar
el hombro de uno de ellos, éste la ignoró y siguió hablando con su compañero en un
idioma lineal y pesado. La princesa Soledad tampoco entendía qué era lo que se
decían entre ellos. Le daba la sensación
de que hablaban en otro dialecto, pues aún a pesar de que entendía las palabras
por separado, cuando trataba de unirlas, no le veía sentido a la frase que su
cabeza hilvanaba.
Lo peor de todo aquello era, para Soledad, que esas personas
eran con las que compartía el mundo, e, hiciera lo que hiciera, su vestido azul
celeste siempre destacaría entre la multitud acromática. Y sus palabras
elocuentes serían inentendibles, y, por ello, acabarían ahogadas en los pozos del
silencio.