Elegí ser princesa



De entre todos los trabajos, de entre todas las posiciones; elegí ser princesa. Elegí ser hermosa y etérea; deslizarme por las nubes cual crisálida mariposa, y volar. Y volar. Y volar.

Y olvidarme de las penas del mundo; viendo, únicamente, lo hermoso que es el cielo. Confundirme, en él, con las nubes de olor a algodón de azúcar. Vivir en las estrellas. Ahogarme en los océanos de Marte.

De todos los trabajos, de entre todas las posiciones; elegí ser sacerdotisa. Elegí ser la emperatriz de un templo olvidado, de paredes de roca, decorado con madreselvas.

Y olvidarme del tedio de la existencia; sumergiéndome, ansiosa, en la plenitud de un campo de lirios. De rosas. De girasoles. ¡De flores!

Quisiera ser tan alta como la luna...




¿Y tú?, ¿qué elegiste ser?


Caminando por la calle... [Parte II]




Antes que nada, ojela el anterior párrafo de la  primera parte, sino no sabrás a qué se refiere el inicio de la parte II.

Ambas estarían juntas muchos años, tantos que la mendiga habrá perdido ya la cuenta. Irían todos los días a clase y se sentarían juntas en la fila del centro; en una zona que no estuviera ni muy delante ni muy detrás, para no llamar la atención. Atenderían y serían buenas alumnas, puesto tendrían la motivación de, si sacaban lo bastante buenas notas, poder encontrar un buen trabajo y hacerse ricas; y vivir juntas en un caserón de techos altos: repleto de cortinas de seda china y óleos retratando puestas de sol.


También anhelarían con todas sus fuerzas viajar por el mundo y conocer las diferentes culturas de las rodean: comer platos extraños, portar ropas extravagantes y extasiarse por la inmensa variedad de idiomas y dialectos existentes, de los que tanto les habla su profesor de geografía. A Judith, sobre todo, le gustaría aprendérselos todos y errar por el mundo como lo haría un pirata; adentrarse en las profundidades de la humanidad y hacerse uno con ella. Beber de las diversidades existentes y basarse en ellas para volverse una persona mejor. Judith no quería ser únicamente española: quería convertirse en ciudadana del mundo; ser patriota de todos los lugares y de ninguno a la vez.

Pero para cumplir aquellos sueños de adolescentes jóvenes y dichosas les quedaba mucho trabajo, así que de momento solo podían aspirar a realizarlos dentro de su cabeza; donde nadie, jamás, podría interferir en ellos y decirles que lo único que hacían era construir castillos en el aire; tener aspiraciones que dos jóvenes, en aquella época, jamás podrían realizar.

Por aquel tiempo, se iniciaron los problemas en casa de la mendiga, a la cual, finalmente, se le abrieron los ojos ante su trágica realidad familiar. Dejó de vislumbrar a su padre como a una persona circunspecta y empezó a ver en él a un tirano digno de competir con el mismísimo Lucifer. En su niñez siempre pensó que su progenitor era callado porque no le gustaba demasiado hablar y relacionarse, y que no aparecía mucho por casa porque estaba plenamente entregado a su trabajo.

La madre de la mendiga, todas las noches, lloraba desconsoladamente. Y como consecuencia de ello, la joven sentía un dolor inmenso al verla así y no poder hacer nada por remediarlo. Quería ser capaz de quitar la pena de sus ojos y dibujar en ellos el brillo prometedor de la felicidad. La pupila de su madre, la cual heredó su hija, también tenía magia. No obstante, había algo mal en ella: estaba rota. Se había abierto una brecha enorme que dejaba que se filtraran todo tipo de sentimientos negativos. De modo que, si vislumbrabas sus ojos, eras engullido hacia un océano de ponzoña y hiel.

En diversas ocasiones, la mendiga buscó a su padre para pedirle, por favor, que no regresara tan tarde de trabajar porque mamá se pasaba la noche derramando lágrimas. Su padre, en respuesta, se ponía tieso como un palo y, seguidamente, se dilataban los músculos de sus brazos morenos. Acto seguido, sonreía a su hija, de una forma un tanto forzada, y le decía que le resultaba imposible volver más pronto del trabajo; que si lo hacía no ganaría el suficiente dinero como para llegar a fin de mes. La mendiga, entonces, le sonreía y le decía que lo entendía, y, seguidamente, le agradecía todo lo que hacía por mamá.

Aquellas noches, en las que la indigente hablaba con su padre, su mamá lloraba más fuerte. Eso la hacía sentir peor; le hacía pensar que papá tenía que echarle una charla a su madre, por su culpa, para convencerla de que no era necesario llorar.

Una noche, cuando le vino la primera regla, se levantó a las tantas de la madrugada, desvelada por el dolor que sentía en sus ovarios. No podía dormir y en su casa no había medicamentos para poder combatir su dismenorrea. Acudió a la cocina con la idea de tomarse un vaso de leche caliente, con la finalidad de que fuera una improvisada cura para su mal. Fue entonces cuando lo vio.

Mi mirada se centró de nuevo en la indigente y en su herida de la muñeca; esta vez ya entendía el porqué de ella. Se la hizo su padre; fue él. Suspiré, ahora frustrada por el hilo amargo de mis pensamientos; aquella mujer no se merecía sufrir esa pena, sino lo que de verdad necesitaba era ser feliz.

En aquel mismo instante, pude vislumbrar con toda la facilidad del mundo el sufrimiento de la mendiga adolescente; el dolor en sus mágicos ojos y la brecha que se abría en ellos, del mismo modo en el que le ocurrió a su madre. Aquel individuo, al que ya no se atrevería jamás a llamarle padre, estaba blandiendo entre sus manos una botella de cristal. Tenía la intención de lanzarla contra la cabeza de su madre, la cual pasó de ser la mujer amorosa con olor a bizcocho, a una niña desorientada, indefensa y perdida.

La mendiga gritó con todas sus fuerzas y se lanzó a parar el golpe sin pensarlo dos veces. De ese modo, su muñeca fue la mártir de su ataque.

Inmediatamente, dejé de pensar en aquella imagen; me hacía daño. No quería evocar más veces aquella turbulenta escena. Finalmente, descubrí cuál era el secreto de los ojos de la indigente y, a decir verdad, no me gustaba en absoluto lo que veía.



Y ahora debería de colocar una nota de autor pero, como no sé qué poner, he decidido que es mejor aporrear el teclado. Akjlkafjlksajflkjsldfjklsdjflkjdskfjskdf.

Caminando por la calle... [Parte I]

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Me deslicé por la calle tranquilamente; estaba rodeada de peatones y gente cualquiera que se dirigía hacia un destino irrelevante. Al finalizar la calzada fue cuando vislumbré algo que, extrañamente, llamó mi atención: era una indigente. Cuando me refería a indigente, estaba hablando de una mujer de esas del montón; que se sientan en la esquina de la calle y, con su cestita de mimbre, piden limosna apelando nuestra compasión.

Llevaba puesta ropa vieja; de esa que está ya pasada de moda o tan gastada que, en muchas ocasiones, resulta hasta complicado determinar qué tipo de prenda es. Pensándolo con objetividad, tampoco era que empleara mucho tiempo en fijarme en lo que llevaba puesto; en realidad dediqué menos de un segundo de mi atención en eso. Era compresible, supongo, que no le brindara mucho interés: una indigente llevando harapos gastados era lo más normal del mundo. Destacaría más si portara algo nuevo o engalanado, pero eso, obviamente, no ocurrió.

Cavilé que era extraño que, entonces, aquella mendiga me llamara tanto la atención. Aunque claro, podría afirmar con toda la seriedad del mundo que en sus ojos había magia. Su mirada no era la de una mendiga cualquiera; tras su iris se notaba que había algo escondido, y ese algo, me hacía sospechar que era el desencadenante de toda su decadencia. Su vida, sí, era eso: su vida estaba tatuada en la profundidad angosta de su pupila; la cual parecía dilatarse cada vez que caía una moneda en su diminuta y gastada cesta de pedigüeña.

Me aproximé a ella, estando yo repleta de curiosidad, y deposité una moneda de diez céntimos en su cestita. La mujer me sonrió dulcemente, dejando entrever sus amarillentos dientes, lo cuales, a pesar de todo, parecían estar demasiado cuidados para el tipo de vida que aparentaba llevar. La dentadura tenía una forma perfecta y, aunque el color fuera amarillento, daba más la sensación de que ese tono fuera resultado de años de consumición de tabaco que de portar millones de caries o sucedáneos.

Por otro lado, no pude apartar la vista de su muñeca; en ella había una cicatriz de lo que sería en su tiempo una herida muy profunda y, posiblemente, mal sanada. Daba la sensación de había sido hecha con algo bastante afilado; ¿tal vez intentó lesionarse? Arqueé mis cejas, con amplia intriga, desechando esa idea: aquella mendiga no parecía ser el tipo de persona que tuviera como afición autolesionarse. Más bien diría yo que eso se lo hizo alguien; que se metió en una pelea y salió mal parada. Aunque, de todos modos, yo tampoco la confería como un prototipo de mujer camorrista.

Según mi manera de verlo, esta mendiga habría llevado una buena vida hasta que ocurrió algo que la destrozó. Y además, me atrevía a aseverar que posiblemente, lo que minó su felicidad transcurrió en su adolescencia. ¿Por qué? Todos los cambios de nuestra existencia, o al menos los más importantes, suelen acaecer en la adolescencia. Supongo que eso pasa porque es la época en la que maduramos y empezamos a tener conciencia de lo que ocurre a nuestro alrededor. Viéndolo desde ese punto, tal vez, incluso su vida se empezó a torcer antes de que le viniera la primera regla, pero ella, por su inmadurez mental, no se habría dado cuenta.

El caso es que podía imaginarla con catorce años yendo a clase; con su largo cabello recogido en una cola de caballo alta, para que no le molestaran los pelos en la cara, y con su mochila de pana en la espalda, repleta de libros de diversas asignaturas; algunas para ellas insípidas y, otras, repletas de información dinámica e interesante.

Sería una muchacha tímida e introvertida y, como consecuencia de ello, no tendría muchos amigos. La visualizaba como una joven cualquiera, de esas que no destacan entre la multitud; como una adolescente del montón. Aunque, en realidad, la cosa no debería ser así; de hecho, si la gente se molestara en vislumbrar sus ojos, nadie la catalogaría como a una joven mediocre. En esos ojos suyos había una magia que era capaz de movilizar cielo y tierra. Estaba segura de que serían capaces de, con una simple mirada, hacer sentir a alguien la persona más afortunada del mundo o la más desdichada.

Cabía añadir que, por otro lado, dudaba de que en aquel tiempo la gente se dedicara a mirar las pupilas de sus semejantes. Posiblemente, en la época de la adolescencia de la mendiga, no estuviera de moda intercambiar miradas. Sería uno de esos tiempos en los que todos miran al suelo, o al techo, o al mueble que está escondido detrás de la persona con la que hablan… Pero, ¿a los ojos? Nunca.

Para mí, eso de no mirar a los ojos debería de ser un pecado, puesto, si no los contemplamos, somos incapaces de conocer verdaderamente a la persona con la que nos relacionamos. Son la clave para descubrir secretos, virtudes y sueños.

Me gustaría creer que la mendiga sí tendría a una compañera descubridora de su pupila; una joven especial, dulce y guapa con la cual compartir inquietudes, esperanzas y deseos. Sería una chica de familia extranjera cuyo nombre fuera enigmático y refinado: Judith.

Judith tendría el cabello muy largo, hasta más de media espalda, y un color de ojos capaz de competir con el azul más profundo del océano pacífico. Su tez sería blanca como la nieve y suave como la textura de un melocotón. Aunque sin duda, lo mejor de Judith sería su olor: tendría ese aroma tan característico de la fresa; dulce, fresco y cítrico. A la mendiga, por ello, le encantaría darle abrazos y, disimuladamente, hundir la nariz su cuello e inspirar. E inspirar. E inspirar. Hasta quedarse sin aire y sin palabras, y, entonces, retroceder atontada y lanzarle una sonrisa entre avergonzada y nostálgica.




Historia que me están mandando escribir en clase. He estado un tanto limitada, dado que me han dado hasta el tema en el que la debo de escribir; el de una persona que pasa por la calle y se encuentra a una indigente y reflexiona sobre la vida que llevó.

No es que me convenza demasiado cómo me ha quedado, pero bueh... Tampoco me puedo quejar; me podría haber salido peor, ya que es la primeza vez que escribo algo parecido a esto. 

En cuanto pueda, subo la siguiente parte de la historia.

Horizonte




La Bruja del Miedo contempló el horizonte desde el acantilado. El cielo se fundía con la tierra de un modo extasiante y, a la vez, simple. Resultaba hermoso vislumbrar cómo el azul celeste, al llegar a la línea que determinaba el inicio de la tierra, variaba y se tornaba marrón; y aparecían los árboles, el mar, y la estepa. Debajo del acantilado en el que se hallaba estaban ocultas unas puntiagudas rocas; esas que tanto aparecen en las historias de amor en las que los amantes se lanzan al mar y perecen bajo las olas. Miedo pensó que le gustaría vivir una historia así: un amor tan intenso que hiciera que mereciera la pena perder la vida. Un amor que doliera tanto como hiciera feliz. Un amor tan necesario como el mismo respirar.

Entonces, sin saber por qué, pensó en Soledad; en la hermosa princesa de cabello azabache. Ella seguro que se enamoraría de algún príncipe de cuento; un joven dulce, dispuesto a dar su vida por ella. Un príncipe de cabellos dorados y ojos aguamarina; de yelmo de plata y espada forjada en adamantita. La bruja tuvo envidia —mucha envidia—; ya tenía otra cosa que añadir a su larga lista de cosas en las que la joven princesa la superaba. Su odio infundado hacia Soledad, con el paso del tiempo, fue creciendo y se hizo grande. Enorme.

Posiblemente, lo que Miedo más detestaba de sí misma eran sus ojos. En ellos se podía ver lo vieja que era y la persona tan horrible en la que se había convertido. Por culpa de sus orbes castañas, todo el mundo podía averiguar lo que ocultaba su aspecto infantil de niña de ocho años. Y es que, a pesar de que exteriormente fuera una chiquilla, en realidad tenía medio milenio de vida. Los ojos de Soledad, en contraposición, no eran así. Eran jóvenes, dulces y melancólicos. Miedo quiso arrancárselos y sustituirlos por los propios; así Soledad portaría ojos enfermos, secos y de anciana. Y Miedo, con sus nuevas pupilas rejuvenecidas, podría enamorar a su anhelado príncipe y entregarse enteramente a él.

No obstante, lo que la bruja no sabía era que no merecía la pena dar su vida por un príncipe, del mismo modo que tampoco era válido quitarle los ojos a Soledad. Y es que los príncipes de cuento en realidad eran basiliscos, y las pupilas de la princesa, a la que tanto detestaba, estaban consumidas por la amargura y la tortura diaria de vivir en su opulento castillo.





 
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