La vida de Deliah (I)




            Deliah apretó el acelerador de su nave, rezando para que Ellos no la alcanzaran. El indicador marcaba que le quedaba poco carburante; no aguantaría mucho más tiempo en su huida. Dentro de poco darían con ella y terminarían con la vida que albergaba en su pecho. Destruirían cualquier vestigio de una nueva y esperanzadora existencia que se iba a gestar para cambiar las cosas. Y el deterioro continuaría hasta que la poca tierra árida que existía desapareciera y fuera sustituida por placas de acero inoxidable y cobre. Dios mío; no, no deseaba aquello. Antes muerta que dejar que se salieran con la suya.

            Sin embargo, Ellos eran muy poderosos: tenían a todos los urbanitas comiendo de su metálica y cableada mano. Deliah no tenía demasiadas esperanzas: las pocas que le quedaban se iban esfumando junto a la escasez de combustible de su vehículo. ¿Qué podía hacer?, ¿qué le quedaba por intentar? Sus ojos se clavaron en el botón de eyección, que se encontraba al lado del volante. Si lo pulsara saldría volando arriba, muy arriba. Su cuerpo se deslizaría hacia donde estaban las nubes y sería capaz de alcanzarlas con las palmas de sus manos.

Dibujo realizado por Davido Ahufinger
         
            Podría tocarlas y sentir su incorpórea y hermosa estructura. Aquello sería tan hermoso... Y lo hizo; apretó el botón. Y salió despedida a la parte más alta del planeta. Y alcanzó sus anheladas nubes. Y, entonces, le dio la sensación de que le brindaban una calurosa bienvenida; que la querían mantener cerca de ellas y mostrarle, desde aquella altura, todo lo que se podía ver. 

            La mirada de Deliah se fijó en la cantidad de satélites de latón que orbitaban alrededor del planeta; en la cantidad de basura espacial que manchaba la hermosura de la atmósfera; en en lo feas que eran sus amigas las nubes con sus tonos rojizos y amarillentos. Y, tras aquello, imaginó cómo fueron las cosas antes; cómo sería la Tierra fértil, natural y sin adulterar. Se imaginó lo bello que sería el universo con menos basura espacial.

            Deliah sacó del compartimento de su pecho la vida que albergaba en él: era una diminuta semilla de cerezo. Aquel árbol, según vio en documentos antiguos, era mágico; tenía flores, ¡Flores!, de un rosa claro. Debía de conseguir plantarlo, darle vida. Convertirlo en el vestigio de una nueva era en la que los humanos no necesitaran chorradas tecnológicas tanto como ahora; en la que los humanos no llevaran trajes espaciales que los aislaran de sentir el viento impactando contra su cuerpo. 

            Tenía que vencerles; tenía que ganar a Ellos. Tenía que eliminar la frialdad tecnológica que había sumido los corazones de los urbanitas en un perpetuo sueño, en una perpetua pesadilla.





El cuento del señor Oso






La pequeña Annie, abrazada al señor Oso, miró las cortinas de la ventana de su habitación, que ondeaban como las sabanas de su cama; seguramente harían competiciones para ver cuál de las dos era capaz de imitar mejor las olas marinas. A través de su ventana se colaba la amarillenta luz de una farola de la calle: su halo tenía un tono enfermizo y estremecedor. 

Annie, como era ya costumbre, tuvo miedo de las sombras y del halo de la farola, que parecía transformar todo lo que alumbraba en algo grotesco y amedrentador. Apretó al señor Oso con fuerza contra su pecho y le susurró suavemente «Nada de esto es real: es la oscuridad, que intenta absorbernos con su mano negra». Acto seguido, sintió el leve asentimiento de su peluche y, ante ello, no pudo hacer otra cosa que no fuera sonreír incómodamente. 

—Voy a contarte un cuento —articuló Annie muy bajito al oído del señor Oso—. Me lo he aprendido hoy en clase, es muy bonito. 

Sus ojos se clavaron sobre la luz cancerígena que entraba de la farola; una luz que emitía parpadeos irregulares y desagradables. Ojalá se apagara y hubiera únicamente oscuridad. Sí, la oscuridad era mejor que aquello. Cerró los ojos y se sintió segura tras sus párpados. 

La cama era cómoda pero insegura: a Annie le daba la sensación de que si caía dormida sería engullida por su almohada y despertaría en algún extraño lugar en el que no existieran los helados y hubiera todos los días espinacas para comer y brécol para cenar. 

—Érase una vez una niña pequeña que tenía miedo de todo: de la luz, del frío, del calor… Incluso le aterrorizaba el envase en el que se guardaban los ositos de gominola. Esa niña terminó dejándose llevar por sus terrores y decidió no salir de casa. Se encerró en su cuarto, lugar en el que se sentía más segura, junto a su peluche. Pero lo que la pequeña no sabía era que debajo de su cama se escondía un monstruo horrible—Hizo una pausa y colocó la boca del señor Oso sobre su oído. —¿Por qué se escondía allí? Es evidente, porque todo lo que deseamos quitarnos de encima va a parar debajo de la cama. ¿Cuándo tú ordenas el cuarto y ves trastos no los metes ahí? Pues los monstruos se alimentan de eso; de lo que ignoramos y dejamos ahí abajo. 

»Una noche, el malvado monstruo salió de su escondrijo y capturó a la niña cobarde. Y, y, y ¡¡Se la llevó al mundo de los monstruos!! 

Annie sonrió al creer ver el terror en los ojos de botones del señor Oso. 

—Pero entonces, la niña recordó que traía consigo a su peluche y que con él podría lograr salir de allí. Así que se armó de todo el valor que nunca creyó tener y enfrentó al monstruo. ¡¡Y lo venció!! ¡Y aquel día tuvo natillas caseras de merienda! 

El señor Oso ahora estaba orgulloso; gracias a él Annie estaría siempre protegida. Sería su caballero andante, su salvavidas, su escudo y espada. Mientras estuviera junto a ella estaría a salvo. Mientras estuviera junto a ella ningún ser malvado podría hacerle daño.







Impasible




La princesa Soledad era impasible; parecía gélida como una roca. Daba la sensación de que nada era capaz de quebrantar su indiferencia ante el mundo. Su vestido blanco e incorpóreo ondeaba al son del viento y de la carencia de sentimientos que destilaba. No obstante, aquello no era más que una simple careta: su cuerpo era una carcasa perfecta; una carátula aparentemente inquebrantable por la que era imposible que se filtraran sus sentimientos de dolor, rabia e impotencia.

Quiso arrancarse su vestido, su cabello y su piel; que la gente viera lo que había dentro de ella. Anheló que todos sus tormentos se escaparan e hicieran mella en sus alrededores.  De este modo, la gente descubriría la verdad oculta bajo su rasgado traje de princesa etérea. De este modo, el veneno saldría fuera y se iría lejos, muy lejos. Y desaparecería por el horizonte a un lugar donde ella esperaba no verlo jamás.

La princesa Soledad sintió que en su pecho se abría una breca profunda, negra y supurante que lanzaba esputos espesos como el alquitrán. Aquellos esputos eran corrosivos; cuando tocaban algún objeto lo malograban transformándolo en cenizas. Y eso asustó a la princesa, que se arrepintió inmediatamente por haber deseado que su amargura saliera.

Intentó sellarla, juntar los extremos, pero aquello fue un intento vano. Su herida lanzaría ponzoña durante mucho tiempo y lo único que podía hacer al respecto era intentar evitar que no salpicara a los demás. Se había convertido en un monstruo. 



Descansa príncipe...




Convierte estos versos
en una nana
que te proteja de la tristeza,
que te dé esperanza:


Descansa príncipe
esta madrugada;
descansa príncipe
con estas palabras.

Quiero desearte
desde mi cama
que duermas tranquilo
entre tus sábanas.

Como ya sabes
eres mi vida
y por ello cuido
tu alma dormida.

Descansa príncipe
esta madrugada;
descansa príncipe
con estas palabras.

Quiero desearte
desde mi cama
que sueñes conmigo,
que no me eches en falta.








 
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