Caelo




                Te juro que me deslizaba por las nubes. Que mi cuerpo se elevaba cual liviano folio y veía el mundo desde las alturas.  Sí, no me crees, pero yo volaba. Y lo hacía con tanta gracia que los pájaros me envidiaban. ¡Eran de algodón dulce!, ¡las nubes eran de algodón dulce! Las probé y en nada se parecían al vapor de agua que todo el mundo cree que las constituye. Son de azúcar ligero; de edulcorante suave. Iguales que las que probamos en la feria del pueblo, tan esponjosas...  

               Guárdame el secreto, cariño, no le digas a nadie que todas las noches vuelo. Shhh... Silencio, por favor. Si más gente lo descubre perderé mi magia, y ya no podré deslizarme por las alturas. Y adiós. Sí, adiós a toda la felicidad que me regala el cielo. 

             ¿Quieres volar conmigo? Vente, cariño, vente. Contigo iría a cualquier lado, al fin del mundo. Recorramos el horizonte, allí donde se oculta el sol. Quiero enseñarte lo bonitas que se ven las cosas desde arriba; una vez beses el cielo no querrás bajar. Los árboles te parecerán piruletas verdes, de lima limón, los coches gominolas y los edificios..., los edificios cajas de cereales. ¡Cajas de cereales! Y la gente que está dentro de ellos Choco Krispis.




Bichos



                      No entiendo por qué me miran así. Sus ojos se clavan en mí como si fuera un bicho raro: como si no formáramos parte de la misma especie, como si yo no fuera humana. Es tan raro... Quiero decir, estamos todos creados de la misma forma: todos necesitamos aire para respirar y tenemos sangre en nuestras venas. Y aún así, siguen mirándome raro. Intento explicarles que somos iguales y nada. No me hacen caso: nunca me hacen caso. ¿Se piensan que mi opinión vale menos que la suya? ¡Qué todos necesitamos aire! ¡Qué todos necesitamos oxígeno, y tenemos sangre!

                     Pero nada. Siguen ignorándome y yo sigo sin entenderles. Es algo que nunca ha cabido en mi cabeza. Somos iguales y me miran como un bicho raro, como si yo fuera diferente. ¿Por qué? Somos iguales, ¿no? Ya sé que me repito mucho, pero es que es una idea que tengo grabada desde siempre. Y no puedo asimilar lo contrario. Vamos a ver: tenemos una vida, ideas e ilusiones. Soñamos. Sí, todos soñamos: papá me dice que esa es una de las cosas que más nos une. Si todos tenemos lo mismo....

                   A lo mejor... A veces pienso que la rara no soy yo y lo son ellos. No tienen que ser muy normales si rechazan a alguien que es igual que ellos. Quizá están podridos: tienen a algo dentro que los pudre. Y los corroe. Y los hace ser malos. Como en las películas esas en las que se meten alienígenas dentro y hacen que los humanos se ataquen entre ellos. Me resulta difícil pensar que alguien rechace a alguien porque sí. Así que es eso, alienígenas. Monstruos. Seres descompuestos. 

                   No son humanos; tienen bichos dentro. Bichos muy malos. Necesitamos a Simba con Timón y Pumba para que se los coman. Son la única esperanza para salvar a la humanidad.




Y por esto y más quiero a Clara




             Me gustaba Clara; no podía definirlo de otra forma. El día en el que me dio aquel abrazo me di cuenta de que en aquel instituto no podría encontrar a alguien mejor. Y las cosas eran así. Aunque no me hablara si quiera era capaz de adivinar lo que quería decirme mirándola a sus ojos: a sus increíblemente expresivos ojos. Tan brillantes... Adoraba sobremanera cómo el tono marrón oscuro de su iris se confundía con su pupila; cómo se fundían y parecían una única cosa. Aquello no era normal y, por lo tanto, podía decir que era una de las tantas cosas que la hacían especial.

             ¿He mencionado cómo era su sonrisa? No solía sonreír mucho, pero cuando lo hacía me daba la sensación de que mi vida recobraba cien veces más sentido que de costumbre. Sus labios se arqueaban hacia arriba y sus hermosos ojos adquirían un brillo y un deje mágico, como de cuento. También estaba su pelo, su fino y sedoso pelo castaño oscuro. A veces me daba la sensación de que parecía negro, pero no. Cuando fijaba la vista en él encontraba destellos café escondidos tímidamente entre el resto de pigmentos, como si tuvieran vergüenza de mostrarse al exterior.

             Pero no era su físico lo importante de ella. Si bien era cierto su aspecto en sí estaba lleno de magia: la unión de su diminuto y flacucho cuerpo con su frágil esencia; el hecho de pensar que era demasiado etérea como para estar cautiva en un aula de instituto... Todo, absolutamente todo aquello era determinante a la hora de mesurar toda ella. Pero, sin duda, no era lo mejor que tenía. Para mí lo que más me hechizaba era su forma de hablarme con la boca cerrada; ese secreto que me confesaba con los labios sellados. Adoraba cómo me miraba y, entonces, parecía revelarme los secretos más importantes de esta vida y la próxima, si es que la había. Magia; Clara era magia.

             Me desesperaba, también, cuando su pupila se apartaba de mí y miraba al suelo. Se quedaba centrada en los azulejos o en el techo. Y terminaba dándome cuenta de que sus maravillas estaban selladas: habían desaparecido. Cuando no cruzábamos los ojos era como si no hubieran existido nunca. Su pena se volvía la mía, su felicidad se volvía la mía. Era como si ambas estuviéramos comunicadas y no lo supiera nadie, solo nosotras. Era nuestro secreto: uno de nuestros tantos secretos. Por estas cosas y más quería más que a nadie en el mundo a Clara y sentía que, desgraciadamente, yo no era nada comparado con ella.






Caramelo




          La joven se había perdido en el monte y la nieve le impedía poder vislumbrar algo que no fueran tonos grises y blancos. Dios mío ¡Blanco! Aquel color era el vestigio más claro de su desgracia. Blanco fue el color de las paredes de su cuarto, culpables de su cautiverio; blanco fue el traje que vestía su madre cuando su ataúd se hundía en el suelo y, finalmente, blanca era la bufanda que trataba de escapar de su garganta y dejarla esclava del frío.

          Sentía cada una de sus articulaciones doloridas y entumecidas: cada paso que daba le provocaba un agonizante pinchazo que le robaba el aliento. La baja temperatura a la que se estaba sometiendo ponía claramente a prueba su aguante. Anhelaba con todas sus fuerzas escapar de allí; liberarse de las gélidas motas que caían del cielo, escapar del viento que embotaba su visión y despeinaba su pelo. Lo necesitaba tanto que la misma frustración de no lograrlo le hacía más daño que el tormento físico al que estaba reducida.

      Lejos, a lo lejos, vio caramelo: garrotes de caramelo. Como postes se erigían invitándola a tocarlos: a comprobar si su existencia era cierta o si, simplemente, estaba bajo un delirio.

Dibujo realizado por David Ahufinger

       Ansiosa e impaciente hizo acopio de todas sus fuerzas para ir hacia allí. ¡Era un milagro! Se imaginó, mientras recorría el trecho que la separaba de aquel lugar de fantasía, que se encontraba resguardada en una acogedora casa de madera mientras, protegida por su estufa de leña, saboreaba con acopio el dulzor de aquellas chucherías.

         Cuando llegó a alcanzarlas se puso a llorar de rodillas ante ellas. ¡Eran enormes! Y parecían tan deliciosas... A su lado su diminuto cuerpo no era nada, absolutamente nada. Sus dientes se clavaron en una de ellas: la raspó, llevándose tras aquel arañazo su magnífico sabor. Era el dulce perfecto.

        Tan descuidada estaba la joven que no se dio cuenta de que había alguien que la vigilaba: la bruja de Häsel y Gretel estaba al acecho. El frío incapacitó en mayor medida sus músculos pero estaba tan extasiada que le importó bien poco. Aquellos bastones le traerían la felicidad o, al menos, eso le parecía. La bruja sonrió de forma siniestra esperando que pronto la escarcha acabara con la conciencia de la chiquilla; esperando que jamás despertara y que, con ello, nunca descubriera que estaba atrapada en un siniestro sueño.





 
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