¿A qué estás esperando?



         La muchacha se quedó sentada a la sombra de un árbol de aquellos que utilizaban para decorar los parques y paliar el efecto de tanto cemento y hormigón armado. Sintió cómo el sol calentaba sus piernas, que sobresalían hacia fuera, y cómo en su espalda incidía la rugosidad de la corteza de la planta. Sonrió sintiéndose diminuta comparada con aquello que la rodeaba; insignificante. Apareció entre aquella neblina  de sofocante calor una imagen, una persona, un rostro. 

         —¿A qué estás esperando? —le preguntó aquel espectro, como haciendo alusión a que estaba embobada mirando a la nada. Como haciendo alusión que aquella era su rutina diaria. Como haciendo alusión a que era una ignava que dejaba transcurrir los días sin penas ni gloria. Como si, tal vez, careciera de algún tipo de ambición.

         Por su parte la muchacha sonrió y pensó que aquella brisa que empezaba a arrebolarle el cabello era más que agradable y que estaba acorde, además, con la humedad del ambiente. Se sentía bien en aquel lugar. Acto seguido se encogió de hombros mirando los ojos de su interlocutor, o lo que fuera aquello, y sonrió de nuevo.

         —Estoy esperando al tiempo, tratando de disfrutarlo en cada momento. Estoy esperando a los días, a las horas, al día y a la noche. A que este mundo sea un poco más justo y menos restrictivo. Estoy esperando ser libre y, por encima de todo, feliz. Y hasta que todo lo que aguardo no ocurra puedes darte con un canto en los dientes porque yo, por mi parte, seguiré disfrutando de esas pequeñas cosas que hacen que esta vida merezca la pena y tratando de quitarle hierro al asunto al resto. Puede que el mundo me diga lo que tengo que hacer pero, de momento, tengo la potestad de decidir si me apetece obedecer o si tengo ganas de invertir mi tiempo en otras cosas menos productivas pero que se acercan más a mis gustos.

         Tras aquella respuesta la joven trató de mirarlo a los ojos y de mesurar cuál sería su reacción. No obstante se topó con un montón de hojas secas que giraban y bailaban la misma melodía que la brisa que jugaba con los mechones de su pelo.





La joven de cristal


            Había una vez una joven de cristal; su estructura estaba constituida por un gélido y afilado vidrio en el que cuando se reflejaba la luz podía percibirse el arcoiris. No había persona que pudiera evitar quedarse anonadada por el resplandor cromático de su cuerpo. Por ello aquella dama había sido envidiada y presa del rechazo. Nadie, absolutamente nadie, quería estar al lado de una muchacha que tuviera el poder de eclipsar. Cuando la luz solar se reflejaba en ella las miradas únicamente se centraban en su hermosura y en el armónico modo en el que los rayos de sol se paseaban sobre sí. 

            Un día la joven conoció a un tipo mortal de piel clara y translúcida. A través de ella se podía adivinar un entramado de venas y arterias, lo cual daba pie a una desconcertante mezcla en tonos rojizos, morados y azules. La muchacha de cristal pensó que había encontrado finalmente a alguien que superaba con creces sus exóticos tonos y aquello le gustó. Fue entonces cuando se acercó a él y, hechizada, intentó tocarlo. Desafortunadamente sus manos estaban demasiado afiladas; cuando las posó sobre la piel del chico se formó un corte y la singular ramificación de venas y arterias lloró. Empezó a formarse un reguero de sangre lentamente mientras la joven pensaba que sus dedos, a pesar de ser finos y estilizados, estaban más afilados que las cuchillas. Ciertamente, toda ella cortaba. Era como un diamante; afilada, hermosa y delicada.

            Ante aquel fatídico descubrimiento el desconocido se encogió de hombros intentando quitarle hierro al asunto, antes de articular «Eso solo significa que soy demasiado mediocre para alguien tan perfecto». Ella solo pudo negarlo y revolverse, y negarlo con más ahínco. Y llorar. El joven mortal al ver que la bella dama de cristal estaba triste solo pudo suplicarle que sus lágrimas cesaran. Desgraciadamente, aquello no ocurrió. El llanto de la muchacha aumentó, evidenciando el dolor que sentía por su condena. Ella solo quería tocarlo, ella solo quería dejar de ser quien era. Odiaba que todos la miraran; detestaba los colores que desprendía su cuerpo. Quería, solo quería ser feliz, y cuando por una vez en su vida había aparecido la promesa de algo nuevo, lo perdía. Se convertía en sangre borgoña. En un reguero líquido que le indicaba un muro que nunca, jamás, podría franquear. 

            Sonó un chasquido; algo se rasgó. Y el chasquido se hizo más notorio, y aquello que se rasgó se hizo más grande. El aire, su llanto había roto el aire. Y se abrió una brecha oscura que parecía llevar a ningún lado. La joven continuó llorando y aumentando el tamaño del pozo de Nada. ¿Por qué tenía que ser ella?, ¿por qué tenía que hacerle daño? Millares de lágrimas cristalinas cayeron de forma armónica. Eran una bella cascada brillante, tan destructiva como hipnótica. 

            Fue entonces cuando un grito compitió con la pesadumbre de la muchacha. Aquel chiquillido fue agudo, estremecedor y estaba completamente plagado de desesperación. El agujero que se había formado tras la ruptura del aire estaba engullendo al humano, que se estremecía sobre la nada tratando de encontrar algún modo de huida. La dama de cristal se dispuso a tomarlo de la mano pero recordó que no podía.



Dibujo realizado por David

            Limitada por sus capacidades pensó que era horrible; un monstruo que solo servía para hacer daño. Sin siquiera detenerse para evaluar si estaba haciendo lo correcto, se lanzó de lleno en el agujero. Desconocía si aquel oscuro hoyo podría llevarle a algún lado, tal vez se iba hacia una muerte segura, no obstante aquello no le importaba lo más mínimo. Lo que verdaderamente anhelaba era estar con él; con aquel humano de hermosa piel y ramificaciones mágicas. Así pues, empezó a ahogarse junto al joven mientras sus ojos se fijaron en el cuerpo de aquel tipo; en su pecho brillaba un corazón. La dama de cristal pensó que aquello era algo de lo que probablemente carecía, dado que el el vidrio únicamente era vidrio: no necesitaba nada más para funcionar. Sin embargo él, que tenía piel, que tenía sangre, lucía algo incluso más hermoso que sus venas y arterias.

            Con aquella idea en su cabeza se sintió vacía e insignificante. Aquel tipo tenía todo aquello que ella pudiera desear. Repentinamente vio una grieta en su mano derecha, y otra en su izquierda, y otra en su vientre. Y se rompió. Su delicado cuerpo no pudo soportar aquella situación y se hizo añicos. La hermosa dama se había transformado en diminutos y hermosos trozos de cristal que brillaban mientras giraban en la nada. El joven al verla perecer derramó lágrimas con vehemencia, de similar manera a la de la chica minutos antes. Fue entonces cuando los trozos se aproximaron a su pecho como si fuera un imán. Durante unos instantes el chico esperó feliz su muerte: estaría contento de irse donde estaba ella. No obstante, aquello no ocurrió. En lugar de fallecer los pedacitos se adhirieron a la mitad izquierda de su pecho, para instantes después salir de allí sanguinolentos. De la nada empezaron a construir a una joven de piel semejante al cristal en su forma, pero suave y tersa al tacto. En su pecho residía la mitad de un corazón. El joven, por su parte, sintió cómo se volvía más dura su consistencia y cómo había perdido la mitad de un latido.

            Ambos, estupefactos, tendieron sus manos y se tocaron; aquello se sentía bien. Se elevaron, entonces, hacia las alturas: lejos de la brecha abierta en el aire, que se cerró nada más salieron de ella. Y volaron abrazados por la inmensidad del cielo. Y sonrieron abrazados porque su cuento había alcanzado un final feliz.



 
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