Hija de la luz




             Había una vez una princesa a la que denominaban hija de la Luz. Decían que era la más hermosa de todo el reino de Lemuria y que nadie, absolutamente nadie, podía negar la fuerza vital que emanaba su diminuto cuerpo. Podríamos decir que además de princesa era hada: tenía una magia tan sobrenatural que había conseguido igualarse con el mundo de los elfos, de los seres pequeños y místicos que estaban escondidos en los lugares más recónditos de nuestras casas: en el dedal de un costurero, entre las juntas de las baldosas del techo... 

             La joven princesa solía pasearse cada amanecer por los alrededores del reino; batía sus alas y se elevaba por las alturas alto, muy alto, y contemplaba las nubes. Y se imaginaba lo hermosa que sería Lemuria si cayera una lluvia de estrellas, de aquellas que concedían deseos. Podría pedirles millares de cosas: que todos los días fueran sábado, por ejemplo, y que siempre hubieran empanadillas de pisto en la despensa. Sería tan feliz viendo aquella caída de estrellas que sentiría que todo gira y da vueltas; su felicidad le daría tal consciencia del universo que vería el modo en el que orbita la luna junto a la tierra; sería consciente de la hermosa e interminable danza de los planetas en su Sistema Solar.

             No obstante la vida de la princesa tenía un lado oscuro; había desaparecido la luz de Lemuria y ella debía de recobrarla para regresar la prosperidad al reino. Para ella no fue sencillo aquello; no sabía cómo afrontar semejante batalla. Así pues decidió hacer lo que siempre le había servido de ayuda: volar. Se elevó por las alturas y viajó lejos, muy lejos; tan lejos que sintió que algo se rompía y que aparecía en un monitor. En él se podía ver un folio en blanco repleto de letras, puntos, comas, espacios, silencios... Sus ojos se deslizaron sobre aquel archivo de texto para toparse ante la historia de otra princesa. Aquella aprendiz de monarca parecía tener más miedo que ella y menos fuerzas para seguir adelante.

             —Soledad, no estés triste —le consoló con vehemencia—. Todas las princesas tenemos problemas y debemos de aprender a afrontarlos con fiereza.

             Aquel archivo de texto empezó a emanar palabras. En ellas figuraba cómo las dos princesas se tomaban de la mano y se miraban a los ojos sintiéndose identificadas. Y ocurrió. Soledad cobró vida y le dio un abrazo. Fue entonces cuando, tras aquello, ambas alzaron la vista para toparse con el rostro de la responsable de que estuviera impresa su historia, de que en aquel instante ellas tuvieran vida.






 
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