La magia de los narcisos



          Me acerqué a la pequeña Clara con algo de tristeza y pesadumbre. La echaba mucho de menos y me gustaría poder verla todos los días. Pude apreciar que toda ella estaba rodeada por un aura color añil que oscilaba a ratos entre el gris perla y el aguamarina. Aquellas eran sus emociones, que danzaban con brío sobre el espeso aire que envolvía su pupitre. Apoyó su cabeza sobre la cuenca de su mano, y su codo sobre la mesa. Sus ojos se fijaron donde estaba yo, contemplándola con melancolía y tristeza.

          Tenía muchas cosas que contarle; muchos deseos, ilusiones y sueños por desvelar. Quería hacerla feliz. Su aura cambió, y esta vez se convirtió en una espesa bruma de un rosa claro, con olor a caramelo y algodón de azúcar. Me aproximé e inhalé fuerte con la intención de no olvidarme nunca de aquel aroma. Mis diminutas manos se posaron sobre su cabello color tierra húmeda y lo peinaron con una ternura tímida y comprometida.

          —Me gustaría poder hacerte olvidar todo el dolor y la tristeza pero no soy la indicada —musité en su oído.

          Su pupila se dilató y brilló como la de un gato. Arqueó su espalda y estiró un dedo de su mano derecha para que me posara sobre él. «Eres el hada más hermosa del mundo —me confesó su iris—. Me haces tanta falta...». La culpa se convirtió en una pesada bola de metal que ejercía presión sobre mi garganta. Lloré, cayó un reguero de lágrimas sobre mis pálidas mejillas. Mi tiempo con ella había terminado y aquella debía de ser nuestra despedida. El no me dejes estaba implícito en su gesto y la promesa de que iba a desaparecer de su vida arranaba mi pecho como cuchillas. 

          Batí mis alas y me elevé por las alturas. Debía de ser fuerte, no podía permitirme vacilar. «Prométeme que volverás; Soledad me dijo que lo harías» profirió su boca muda mientras extendía sus brazos en señal de anhelo. Su aura en aquel instante había metamorfoseado a un verde hoja que amenazaba por cubrir completamente el aula. A mi nariz acudió un olor a madera quemada y pólvora. 

          —Tiene que llegar el momento en que no nos necesites, Clara —espeté tratando de sonar firme—. Debes de aprender a vivir por ti misma; no podemos ser el centro de tu existencia. 

          Cerró los ojos y asintió temblando. «Prometo valerme por mí misma pero no pienso renunciar a vosotros» afirmó con una firmeza demasiado conmovedora para salir de aquellos labios silenciosos. Frente a mis ojos, inesperadamente, surgió el castillo de la princesa, el reino olvidado, un lago oscuro y un espejo mágico. Todo ello acompañado por millares de mariposas con olor a pétalos de narciso.





Acuarelas




          Contempló el folio blanco, impoluto y completamente vacío. Aquéllo le estimulaba de un modo que resultaba difícil de describir. Cada vez que veía una hoja sentía la apremiante necesidad de coger su lápiz, sacarle punta y ponerse a crear. Le encantaba dejarse levar y permitir que sus manos se movieran solas, dando paso a un bosquejo que podría llegar a convertirse en algo encantador. Para él era como magia; aquello se alejaba de lo mundano, de lo real. Le resultaba imposible creer que de un trozo blanco pudieran dar paso tantas promesas de creaciones futuras.

          Aquella tarde acudió a la papelería y se dejó invadir por multitud de colores, cachibaches para hacer millares de virguerías, manualidades y accesorios con olor a plástico y típex. De entre todos ellos le llamó la atención particularmente un paquete de hojas preparadas para actuar de superficie en un dibujo de acuarelas. Sin pensárselo dos veces se acercó al estante y sopesó el paquete entre sus manos; inhaló el aroma tan característico de aquellos folios y se dejó arrastrar. Una lenta y prometedora sonrisa se formó en sus carnosos labios, antes de acudir a la caja a pagar.

          Cuando llegó a casa quitó el plástico protector de las hojas y sacó una de ellas; era muy gruesa y su textura se sentía rugosa y suave a la vez. Deslizó sus dedos con parsimonia sobre ella para, seguidamente, depositarla encima de su escritorio. Llenó tres vasos de plástico con agua fresca del grifo y los dejó al lado. Tras aquello fue a por su paleta de acuarelas; el magenta y naranja estaban entre quebrados y gastados, mientras que el negro y el azul se podían ver relucir impolutos, reclamando ser usados. Tomó todos sus pinceles y los dejó cerca de su alcance, al lado de un gastado lápiz de grafito. Acto seguido hizo lo que mejor se le daba; visualizó la hoja en blanco y dibujó. Hizo un boceto de un castillo renacentista y quebrado, acompañado por la imagen de una niña desolada con un espejo de plata colgando de su cuello. Centró la mayor parte de su atención en los ojos de la chiquilla, en crear una mirada añeja y rancia como las almendras amargas. Después impuso su empeño en realizar correctamente el juego de claroscuros sobre el pliegue del vestido y el cabello, con la intención de darle veracidad a la imagen.

          Cuando concluyó su laborioso boceto se dispuso a hacer lo más divertido: pintar. Cogió un pincel muy fino, sumergió su punta con timidez sobre el vaso y sobre las acuarelas. Tras aquello se dejó arrastrar por el éxtasis de las pinturas y simplemente sintió su obra. La imagen fue tiñéndose por distintos matices y relieves. Repentinamente, el joven sacudió su cabeza exhaltado. Los colores se deslizaron solos sobre el lienzo. Cada pigmento había cobrado vida propia y recorría la imagen con ímpetu y fiereza. Fue en aquel preciso instante cuando los ojos de la niña se centraron en los del dibujante lanzándole una pregunta muda. «¿Por qué me creaste así?, ¿por qué me siento tan desdichada y vieja?», le inquirían con apremiante silencio. La culpa le supo a sal y a algo picante. No, él no sabía por qué la pequeña se encontraba así; simplemente la dibujó sin planteárselo porque había una parte dentro de sí mismo que le reclamaba hacerlo.

          —No lo sé —musitó como respuesta en un susurro.

          Miró a la niña esperando que le dedicara alguna palabra. Desconcertado, sus pupilas se clavaron en el espejo, que pendía del cuello de la chiquilla, para descubrirse a sí mismo reflejado. El joven tendió su brazo con la intención de saber lo que le deparaba el interior de la imagen.




Brown


         Aquellos eran sus ojos; su mágica mirada. El marrón se cubría de otro marrón, y ese marrón era consumido por otro. Y entonces existían tres marrones distintos que bailaban una danza entre divertida y desconcertante en la que uno trataba de estar encima de otro.

         Cada uno tenía un don. Estaba el más oscuro, que ganaba la batalla cuando aparecía la luna y el resplandor del sol no estaba ahí para contraer su iris y acariciar sus sienes. Cuando era de noche sobre sí mismo también se apreciaba; cuando llovía y derramaba lágrimas; cuando la tristeza consumía su calor.

         Estaba, también, el color madera húmeda que se dejaba ver cuando atardecía y el cielo se volvía añil, y la nostalgia llamaba a la puerta para pedir un sorbo de té. Se complementaba aquello con una línea fina en sus tiernos labios y con el anhelo de un recuerdo que jamás iba a regresar.

         Finalmente estaba mi favorito, el color miel. Era tan claro como una mañana de primavera, en la que el tierno rocío acariciaba tímidamente los pétalos de un narciso. Mostraba una felicidad que era difícil de expresar con palabras; enternecedora y llena de azúcar.

         Aquellos eran sus ojos; aquella era la mirada que pude paladear. Gracias a ella descubrí que, en mi mundo, el único amor posible era aquel increíble marrón.

Dibujo realizado por David Ahufinger



 
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