Estación



       Era consciente de tu presencia. Aun a pesar de la multitud de pasajeros del tren mi mirada se fijó en ti, porque de alguna forma me estabas llamando. Era como si las ondas cremosas de tu cabello castaño, tus ojos marrones con destellos claros y la calidez tierna de tu piel supieran que estaba ahí. Se estaban confabulando en mi contra; me gritaban de forma silenciosa para que acudiera a tu lado. Tenía que hacerme la ciega y un poco la tonta. Debía de conseguir engañar a mis sentidos, embotarlos de algún modo, pero me veía incapaz. 

       Y mientras tanto ahí estabas tú, sentado en un asiento del metro, completamente ajeno a mi batalla interna. Una parte de mí sentía que te estabas burlando, que en realidad tenías consciencia de lo que me pasaba y te divertía pensar en los estragos que me producías. Entonces fue cuando te levantaste para bajar de parada y me rozaste el hombro. Creí que iba a desfallecer. Me puse tiesa como un palo y clavé la vista en el suelo sintiendo un cóctel de nerviosismo y vergüenza. A la altura en la que estábamos atinaba a apreciar cómo el aire salía de tus labios en un jadeo lento. Iba a perder el sentido; me quedaban pocos instantes de lucidez. 

       Las puertas del tren se abrieron y millares de pasajeros salieron hacia fuera empujándonos, alejándonos bruscamente. Aquella sería nuestra despedida, o algo parecido, dado que ni siquiera nos conocíamos. Eso fue lo que pensé hasta que sentí cómo tu mano se cernía sobre mi muñeca y vi la imagen de mi rostro confuso y sonrojado en el reflejo de tus pupilas. Abriste la boca y me dijiste algo tan bajito que tuve que leerte los labios. Entonces desapareciste en aquella estación, en aquella parada, y yo tuve la sensación de que me acabas de hacer una promesa silenciosa.





Mi Quijote



             ¿Qué hacer cuando me eclipsaste tratando de eliminar a aquellos molinos que pensabas que eran gigantes, temibles y poderosos? ¿Qué hacer cuando me gusta ser tu dama en apuros? Y tratar de recomponerte cuando veo tu cuerpo maltrecho por tu nueva aventura; más dañado por dentro que por fuera. ¿Cómo fue aquella vez, mi Quijote, cómo fue? Te enfrentaste al Caballero de la Blanca Luna. Y perdiste, y moriste. 

             Fue entonces cuando viste una realidad lejana a las historias de caballeros andantes. Y eso fue lo que te mató, mi Quijote, no la batalla. Sabes que la guerra más importante es la que tenemos con nosotros mismos y que si la perdemos nos convertimos en un barco sin timón. Y eso te mató. A mí también. 

             Quiero ser tu Dulcinea, siempre. Quiero que sigan existiendo los malhechores, los monstruos, los brujos; todo. No permitas que se rompa el hechizo; no dejes que la magia desaparezca. No, te lo ruego, no. Sé mi caballero andante para siempre: rescátame de las garras de lo mundano. No dejes que el tedio se apodere de mí.





Carta



          No tengo muy claro cómo empezar esta carta, Mary. Me siento estúpido haciendo esto, pero tampoco veo otra forma mejor de conseguir mi propósito. Te escribo estas letras porque te quiero, mucho; tanto que a veces incluso me da miedo, ¿sabes? Cuando te vi solo pude pensar en esa estúpida falda rosa, excesivamente larga, que llevabas puesta. Tenía unos lunares blancos ridículamente grandes y una mancha de tinta azul en una esquina. 

          Recuerdo que a mi cabeza vinieron dos preguntas: la primera fue cómo habías tenido el valor para ponerte esa prenda y la segunda fue cómo narices te quedaba tan bien si era tan fea. Ah, y también me pregunté por la mancha, aunque esa fue una duda más vaga y menos importante. El caso es que pensé que tenías algo que te hacía verte perfecta siempre. Te lo juro, Mary, te juro que lo pensé. Sigo pensándolo ahora. Hagas lo que hagas y lleves la ropa que lleves seguirás pareciendo una princesa.

          Intenté acercarme a hablarte, llamar tu atención. Y me sentía torpe. Era como si todas mis extremidades fueran pesadas, como si en lugar de brazos y piernas tuviera unos incómodos colgajos que no obedecían bien a mis acciones. Intenté mantenerme firme, con un porte elegante. Y fallé estrepitosamente, o eso me pareció. 

          Fue entonces cuando te acercaste a mí y me miraste con esos ojos de gato que tanto me gustan. Amo la forma que tienen. Cuando te los maquillas y sonríes se alargan en los extremos y parecen de otro mundo. Son tan perfectos que duelen, Mary, créeme. Me miraste y yo me sentí la persona más afortunada de este planeta, de todo el Sistema Solar, la Vía Láctea y mucho más lejos. Y ya la cosa se puso mejor cuando me hablaste. Sonabas insegura y quizá te sentías tan estúpida como yo, y querías quedar bien. O qué sé yo; me gusta pensar que te pasó como a mí, me reconforta.

          Mary con esa falda horrible de lunares me enamoraste; durante un tiempo se volvió mi favorita. Y me dio pena cuando la tiraste diciendo que ya no te gustaba. Entiéndeme, aquella prenda era un recuerdo de la primera vez que nuestras vidas se cruzaron. Creo que durante un tiempo eché de menos su color rosa chillón y los lunares; los lunares excesivamente grandes.

          Y bueno... ¿Te he dicho ya que te quiero? Mucho, Mary, mucho. Mi pecho canta cada vez que te ve. Y quiero pedirte disculpas por el beso que te di ayer; creo que fui demasiado impulsivo y repentino. Pero tus ojos estaban ahí, de gato, hermosos. Y brillaban tanto... Ese marrón se volvió mi obsesión. No podía quitarme de la cabeza el tono avellana, y su trazado negro de maquillaje, y la forma en la que su pupila se dilataba y contraía. Mary, fueron tus ojos. Y tu boca. Y tu sonrisa. Y tu olor.

          Yo solo me volví loco y perdí el control. Te besé, luego me arrepentí. Tampoco era como si me quisiera aprovechar de tu confianza. Yo solo... Mary, no sé explicarme, de verdad. Me quedo sin palabras y me siento idiota. Tan idiota como ese día de la falda de lunares en el que nos conocimos, el que te he mencionado antes. Ese día en el que me di cuenta de que eras demasiada mujer para mí. 

          Pero aún te codicio, ¿sabes? Me gustas demasiado, y soy egoísta. Y quiero que me quieras, Mary. Por favor, déjame ser el amor de tu vida. Te amo, tanto que duele. Quiero ser tu hombre. Déjame amarte con todo mi corazón, te lo suplico. Prometo tratarte como la princesa que eres, Mary. 






 
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