Creo que se llama Odio



El odio, 
creo que es el odio.
Me quema,
me muerde la piel.
Mi rabia
y parte de la tuya.
Me hiere,
y a ti también.

En llamas,
empiezo a arder.

Improperios, insultos,
lleno de llagas tu piel.
Y a mí me salpican
esquirlas frías
 que, candentes,
marchitan mi ser.

En esta batalla,
somos soldados caídos,
perdidos, 
sin porqué.

El odio,
creo que es el odio.
Amigo de la sangre
y la hiel.



El hada mendiga


            Iba caminando cuando la vi, cuando nuestros ojos se encontraron. Estaba en una acera, sentada en una esquina, resguardada por sus harapos como si creyera que tras ellos se haría invisible. La tela estaba gastada y era de colores chillones, rosa brillante y azul celeste, ennegrecidos por la suciedad de las calles. Cualquiera podría llegar a pensar que aquellos tonos eran del traje de una princesa que había terminado desterrada de su reino, pero aquella no fue mi suposición. Más bien pensé que los habría sacado de la basura de alguna tienda de disfraces de carnaval.

            Sus pies estaban al descubierto y, aun a pesar de la roña que los rodeaba, eran perfectos. Diminutos, de uñas cuidadas y apariencia suave. Aquello era contradictorio, no tenía sentido, pero a la vez no dejaba de ser verdad. Su cabello tenía un deje que oscilaba entre el negro y el azul neón, cosa también extraña. Me gustaría saber cómo se vería limpio, brillante y sedoso; alejado del amasijo de nudos y polvo que lo estropeaba. Extraño, el aspecto de aquella mendiga era más que extraño.

            Por alguna razón no pude dejar de mirarla; me tenía cautiva. No hacía otra cosa que no fuera examinarla y tratar de entenderla. ¿Cómo había llegado allí? ¿Pasaba hambre por las noches? ¿Frío? Me la imaginé sin el rastro del dolor en su esculpido y degradado rostro. Me la imaginé vestida elegante, y me abrumé. Ella había nacido para ser hermosa, alguien a quien admirar, alguien que permitiera creer en la existencia de la magia, los bailes a medianoche y los besos a princesas dormidas.

            Sus ojos, estaban ahí sus ojos. De un color que oscilaba entre el amarillo y naranja. Imposible. ¿Cómo alguien iba a tener un iris así? Sin embargo, ahí estaban. Serían lentillas. Llevaría lentillas en los ojos y tinte en el cabello. ¿Una actriz? Tal vez la mendiga era una actriz, ciertamente se la veía tan perfecta como para aparecer en una película de Hollywood. Sus ojos, de nuevo, me llamaron. Y nuestras miradas se cruzaron. Y me vi reflejada en aquel amarillo semejante al ámbar. Y me sumergí en ellos.

            Fue entonces cuando lo corroboré, aquello no era normal. Sus ojos eran de hada, toda ella era un hada. Un bello ser sobrenatural sometido al peso de lo mundano. El hada, que se había convertido en mendiga, extendió hacia mí su cesta pidiendo una limosna que no podía ser reemplazada por billetes. Ansiaba la magia; se humillaba pidiéndola y sintiéndose estúpida porque nadie era capaz de entregársela.

            —Lo siento… —le susurré tan bajo que no estuve segura de que pudiera escucharme. Sin embargo, sí lo hizo. Se encogió de hombros y me regaló una sonrisa suave y lenta, enmarcada por sus dientes, sucios y perfectos a la vez.

            Quise preguntarle quién era en realidad, si mis suposiciones acerca de su procedencia eran ciertas. Pero tuve miedo. Tal vez si forzaba demasiado los engranajes desaparecería llevándose consigo mis dudas, mis ansias de conocimiento. Apareció sobre su cabeza un halo de luz que venía de los cielos, de un lugar muy alto. Y me asusté. ¿La estaban llamando?, ¿la echaban de menos? Sus ojos se fijaron en el añil de las alturas y en aquel instante pude ver reflejado en su pupila de donde venía.

            Era un lugar etéreo: el Mundo Etéreo. Sí, me gustaba aquel nombre. Estaba repleto de color, fantasía y sonrisas. Había hadas, príncipes, princesas y castillos. Sin lugar a dudas aquel era el sitio del que venían los sueños. ¿Cómo habría ido a parar aquí abajo? ¿Por qué estaba condenada a vivir en una tierra sucia y ajena a la misericordia? Las dudas me quemaban y me sentía impotente, como si estuviera perdiendo las fuerzas. Inhalé profundo y lo vi nuevamente reflejado en sus pupilas: el Mundo Etéreo se estaba muriendo. Había sal, mucha sal, y les mataba. Les hacía olvidar, les robaba la magia. Y caían al suelo. Y sufrían esta jaula.

            Me di cuenta, entonces, de que el vestido que llevaba encima no era un disfraz hecho harapos; eran sus malogradas e inútiles alas, que usaba para resguardarse del frío. Rompí a llorar, sintiendo que su pena era la mía; como si las dos fuéramos la misma persona. Su ámbar, me vi reflejada nuevamente en su ámbar. Y en aquella ocasión fui yo la que estaba tirada en el suelo pidiendo limosna, y fue ella la que me contemplaba con tristeza y duda en un iris marrón chocolate.

            No entendía aquello, ¿qué me estaba pasando? Extendí la cesta, pidiéndole una redención que no se conseguía con dinero. Ella me sonrió y me dio un saco diminuto. Cuando atiné a abrirlo me encontré con arena de playa de colores. Olía a mar y a narcisos. El viento se la llevó volando en un despliegue cromático y sensitivo enternecedor. Y mis alas se extendieron. Y empecé a elevarme muy alto en compañía de la arena de playa, que parecía traer la solución a la sal y a la destrucción del, para mí desconocido, Mundo Etéreo.




Pequeña reflexión


             Soy consciente de que la constancia nunca ha sido una de mis virtudes; suelo empezar las cosas y cansarme. Y termino con un montón de proyectos inacabados acuestas y sintiéndome culpable porque soy incapaz de cumplir con mis propósitos. Creo que el único proyecto que aún sigue con vida es este blog. Aunque a veces mis publicaciones sean irregulares, vagas o insulsas siempre han estado ahí. ¿Por qué? No estoy muy segura, la verdad. 

             Por una parte pienso que es porque necesito desahogarme, sacar las ideas fuera para que les dé un poco el aire. Por otra parte pienso que también es porque amo escribir y es la única cosa en este mundo con la que soy... ¿Pasable? No soy una profesional, okay, pero tampoco soy un desastre. He llegado a un nivel aceptable en la escritura. Si después de llevar más de siete años escribiendo me viera haciéndolo peor la cosa sería como para hacerme el Harakiri. ¿Os imagináis?

             Este verano me he propuesto nuevos proyectos y la meta de publicar. ¿Este verano? Sí, este verano. Y de ahí no pasa. Siempre he sido muy terca con mis objetivos y espero que eso sirva para al menos poder cumplir este. Me da igual el dinero, la verdad, no quiero ser milloraria ni cosa así; solo quiero reconocimiento y poder vivir de ello. No quiero ser rica, repito, sólo aspiro a ser feliz haciendo lo que me gusta, como todo el mundo.

             Por si no lo sabéis ya tengo veintiún añazos y estoy en tercero de carrera de Filología Hispánica; al filo de graduarme. Y me da miedo. Hey, el mundo me pide que sea adulta y esas cosas, y yo no podría estar menos preparada. Sigo siendo una niña que no comprende el mundo de los mayores. Sigo siendo una pequeña inconformista que solo quiere llegar a la luna con los pies descalzos.

             A lo largo de este último año he viajado y he conocido a personas maravillosas. Pude conocer a mi amiga de Madrid y a su chico; dos de las mejores personas que he conocido en este tiempo. Estar con ellos ha sido muy divertido y me ha llenado. De alguna forma he sentido que me han aportado cosas nuevas para nutrirme y llegar a sentirme alguien más completo.




             He hecho turismo yo solita. He ido en coche yo solita, sin depender de adultos. Yo solita, sí. Acompañada de mi chico y unos amigos he descubierto la libertad de sentirse responsable de uno mismo. Ha sido divertido. Sobre todo si contamos con la parte de que vi la maravillosa ciudad de Madrid que, aunque no tenga playa, sigue siendo chachi. 


             Estoy segura de que estas nuevas experiencias me van a ayudar a enriquecerme y crecer Y, aunque siga siendo una niña, trataré de amoldarme a las leyes de este mundo cruel que nos limita. Siempre seré un poco irracional e inconformista pero trataré de no quedarme solo en eso. Trataré de pelear por la vida que siempre he querido tener, trataré de viajar y adquirir nuevas experiencias y trataré de soñar, como siempre hago, con los ojos abiertos. 

             Este verano escribiré como loca y me prepararé para un porvenir próspero porque es lo que necesito, porque he nacido para él. Y no hay más. Mi nombre es María Ahufinger y soy una princesa guerrera que desenvaina su teclado todas las tardes.

Gracias a todos por estar ahí.



De lo tangible a lo etéreo


         Cuentan que, hace mucho tiempo, existió una bella dama enamorada de un muchacho etéreo. Aquel chico era un príncipe de un reino lejano, situado en algún lugar absuelto de cualquier tipo de localización geográfica. Su amor duró varios milenios, puesto que ambos habían hecho un pacto con el Tiempo. Mientras su pasión se mantuviera viva, el reloj del envejecimiento no tocaría las doce.

         La bella dama y el príncipe se reunían todos los días, tras la salida del sol, en una colina repleta de pasto fresco perteneciente a la localidad de Nox. Allí, nunca, jamás, había paseado ráfaga de viento alguna. Fue el chico etéreo el que escogió aquel sitio, ya que ocultaba un secreto que él esperaba no tener que desvelar jamás.

         Al alba de un veintitrés de julio, las Gotas de Lluvia, amigas de la Diosa de la Tormenta, se pusieron muy enfermas; se tornaron gélidas y blanquecinas cual bocanada de hiel. La Diosa, entonces, se vio obligada a vomitar por todo el planeta duro y estremecedor granizo con la esperanza de poder purgar el malestar de sus compañeras. El reino de Nox no fue excepción: aquel día se convirtió en el primero en el que corrió algún fenómeno atmosférico sobre su superficie. La colina en la que la dama y el príncipe se reunían se inundó de hielo y centellas, y tras aquello, el temido secreto del chico etéreo se desveló. Aquel joven estaba constituido por vapor y, como consecuencia del viento, se elevó hacia las alturas. Su cuerpo se deslizó por los aires ágilmente; bailando grácil sobre la cabeza de la dama que trataba de aferrarse a él, de mantenerlo cerca, aterrada ante la idea de poder perderle.

         El chico se fue. Su ausencia quedó marcada por la pesadumbre de la joven, que se despreciaba a sí misma por ser tan mediocre; por no formar parte de las nubes; por ser tan real y auténtica como para no lograr que sus pies se alzaran de tierra. Así pues, el Tiempo al ver que los corazones de la pareja estaban resquebrajados, dejó de lado la inmunidad de éstos al envejecimiento. Y empezaron a pasar los años. Y empezaron a sentir el achaque de los días y las horas en sus propias carnes.

         Llegada ya la vejez de la dama, ella se torturaba aún con la imagen del cabello del chico, arrebolado por el vuelo, y con la visión de sus ojos brillantes y ambarinos, fijos en ella y a la vez ausentes. Llegada ya la vejez del etéreo, él se torturaba, aún sobre las alturas, con el recuerdo de la suavidad de las hebras doradas del cabello de su amada, y lo hermosa y lo tangible que se sentía cada vez que la tocaba.

         Lo maravilloso fue cuando, al alba de un veintitrés de julio, las Gotas de Lluvia, amigas de la Diosa de la Tormenta se volvieron a poner muy enfermas; esta vez se llenaron de electricidad y truenos. La dama estaba tumbada en su cama, esperando a la Muerte que anunció su cercana llegada. Casualmente, el chico etéreo fue llevado por la fuerza de la ventisca cerca del hogar de su antigua amada y, viéndola expirar, quiso abrazarla. Quiso ser lo suficientemente real para que su roce se tornara cálido; para que ella le sintiera completamente, plenamente. La antigua dama, por otro lado, estaba tan cansada de ser tangible; su cuerpo pesaba tanto...

         Entonces, sucedió: el cuerpo del chico empezó a ganar consistencia y el de la chica a tornarse liviano. Ambos, anhelaron tanto ser lo que era el otro que en su lucha obtuvieron la victoria. El príncipe corrió a por la ahora joven intangible, antes de que el viento se hiciera con ella. Cerró la ventana y le dio un reconciliador abrazo. El Tiempo, al ver a ambos juntos de nuevo, volvió a convertirlos en eternos y la Muerte, frustrada, decidió que se iría al bar de la esquina a tomarse una taza de té de aguja dorada.




Trébol I



          Y miraba al horizonte sintiéndome pequeña, insignificante, sola. Frente a mí se extendía una vasta ciudad destruida. Los edificios, de metal, estaban oxidados. Las aceras, de hormigón, desquebrajadas. Las estaciones de autobús, los vehículos, las bocas del metro..., eran un incierto amasijo de escombros. La única luz que podía localizar entre todo aquello fue el enraizado de árboles y hierbajos, que trataba de resurgir entre las construcciones como si la naturaleza se antepusiera a la urbe. El cielo era una atmósfera gris y cancerígena, repleta de una neblina anaranjada que me quemaba la garganta cuando trataba de inhalar. 

          ¿Qué hacer cuando no quedan esperanzas? ¿Qué hacer cuando la salvación se ha escapado por la puerta de atrás? Resignarse, y nada. Quedarse a mirar el fin de los días; paladear la agonía como quien saborea un manjar. No. Aquella mórbida imagen hería mis retinas; no quería ver el fin. Me gustaría irme antes, desaparecer antes. Pensé en la soga, en matarme: en adelantar las cosas. No. Carecía del valor suficiente. No.

          Mientras la radiación consumía mis células, me pregunté cuántas personas continuaban con vida. Con determinación, me incorporé y empecé a andar en busca de supervivientes; si aquellos iban a ser mis últimos días no tenía la intención de pasarlos sola. Recorrí las callejuelas rastreando compañía, pero lo único que encontré digno de mi interés fue un trébol de cuatro hojas.








 
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