¿Qué escribes, Clara?



         Cuando la miro escribir no estoy viendo algo normal. Su cuerpo, que se inclina hacia adelante con ahínco como si quisiera darle un beso al folio en blanco, parece estar confesando amor eterno a las letras, a las palabras. Sus manos, manchadas por la tinta del bolígrafo mordisqueado y gastado, acarician las hojas de la libreta redescubriendo en ella una historia escondida. La imaginación desborda dentro de sí, burbujea en su pecho como espuma de mar. Inspira a sus latidos y siempre, o casi siempre, la ayuda a olvidar el peso de las noches y la aurora. La sal, la sal de Clara se convierte en menos sal y más azúcar. Y entonces regresa el color de los amaneceres brillantes y prometedores. 

         Por eso me gusta mirarla escribir. Toda ella es un espectáculo para mis pupilas. Mis sentidos cantan y se hincha mi pecho. Es tan mágica la forma en la que su trazo se despliega sobre las páginas del cuaderno, el modo en el que surgen las ideas como si fuera nueva vida. Demasiado, demasiado increíble para ser cierto, pero a la vez tan real que me siento mediocre cuando pienso en ello.

         —¿Qué escribes, Clara? —le pregunto, conmovida.

         Su respuesta es un sencillo encogimiento de hombros. Sus ojos, de un brillante marrón oscuro, se fijan en los míos y durante un insignificante instante me da la sensación de verme desde su óptica. Me gusta el modo en el que me ve, en el que creo que me mira.

         —¿Estás con la historia de la princesa Soledad? —la increpo.

         Quizá soy demasiado insistente, pero una parte de mí espera que alguna vez me responda; que sus labios abandonen su silencio. Clara asiente, antes de tenderme su trabajo. Le regalo una sonrisa lenta y empiezo a leer.





Café


       El café es como escribir: amargo y dulce, caliente y suave. Su olor pasa desde la nariz hasta el paladar y, de alguna forma, se siente perfecto. Oscuro, como las ideas cuando se revuelven inquietas, y tibio al tragar con la resolución de una nueva historia. Pasa por la garganta como una delicada caricia, a penas perceptible, y humedece los labios en un beso.

        El café son las ganas de contar muchas cosas y no saber cómo ordenarlas; las ansias de imaginar una idea demasiado compleja como para ser expresada solo con palabras, y querer más. El vicio de la creación es marrón oscuro, lleva azúcar y, en ocasiones, leche. El vicio de la creación arrastra oraciones con cada nuevo sorbo. Por eso a los escritores les gusta el café. Quieren beberlo para hacer las cosas más sencillas, menos lentas.

       Para los novatos es demasiado amargo y fuerte y no saben muy bien cómo encararlo. Es entonces cuando sopesan si darle más intentos o rendirse. Dependiendo del sendero escogido se convertirán en una persona u otra; decidirán si quieren salir de Matrix o tomar la pastilla azul.







Sincronía



Cuando te miro a los ojos
veo un «Te amo»;
cuando tus ojos me miran
ven un «Para siempre».

Y por ello,
te confieso
que te adoro
que te anhelo.

Eres mi tesoro sumergido 
entre las sábanas,
entre las corrientes,
de nuestra cama.

Hundámonos en sus profundidades
y olvidémonos de
todo,
y nada.

Hasta darnos cuenta de 
que nuestros corazones
comparten los mismos latidos
de una misma alma.




De reflexiones e ideas vagas



           Hoy creo que es un día para reflexionar. O, mejor dicho, una noche. Hay muchas cosas de mí que no me gustan y, si soy sincera, creo que tengo más defectos que virtudes. Me gustaría ser más diplomática, menos rencorosa, y dejar de hacer daño a las personas que me importan. Sé que te hago daño, cielo, pero no soy capaz de actuar de otro modo. Soy tan temperamental, tan impulsiva, que todo me sale al revés. Y luego me siento mal por ti, quien más me importa. Por favor, solo no lo olvides. Te quiero, mucho, y nada lo hago para perjudicarte. Las emociones vienen y me queman. Y no sé hacer nada al respecto. Solo las siento, y estallo. Ser comprensiva, eso necesito, y aprender a encararlas de otra forma. 

           Pienso que uno de los motivos por los que empecé a escribir fue por esto; por las emociones. Me ayuda a ponerlas en su sitio cuando me desbordan y, de algún modo, encuentro la paz. Cuando tecleo todas las cosas salen hacia fuera y el mundo me parece un lugar más sencillo, menos cruel, más brillante. Y encuentro luz, y me gusta. Las palabras me sanan; me hacen ser alguien mejor y me incitan a progresar. Si no fuera escritora no sería nadie.

           Prometo madurar y asimilar que las cosas no siempre pueden ser como a mí me gustaría. Prometo crecer, evolucionar, y seguir amándote con todas mis fuerzas. Dejaré atrás el rencor por ti.





Crónica de Estocolmo



Nota: historia corta/idea vaga. No prometo que sea capaz de
 terminarla con los proyectos que llevo acuestas.

Sábado, 4 de julio del 2015

         Ariadna sacudió su cuerpo, tratando de liberarse del agarre de los secuestradores. Mamá la miró asustada, con el cañón del arma apuntando a su sien. Aterrorizada, hizo el mayor de sus esfuerzos para tomar aire. Se ahogaba, se le olvidaba respirar, y aquello no la ayudaba de ninguna forma a continuar con vida. ¿Por qué? Era una pregunta que no paraba de danzar en su cabeza. ¿Por qué ella?, ¿por qué mamá?

         Vio el llanto salir de los ojos de su madre y cómo se arremolinaba el cabello al ritmo de los tirones que hacía tratando de liberarse. El rubio claro se bamboleaba con ímpetu pero sin obtener resultados.

         —Estate quieta —ordenó uno de los captores. El arma continuaba sobre la sien de mamá, que no hacía caso a ninguna advertencia.

         Escuchó el chasquido de la pistola, pero fue demasiado tarde. Ariadna emitió un chillido que rasgó su garganta hasta tal punto que creyó que se había quedado muda. Uno de los secuestradores había disparado. Intentó ponerse en la trayectoria de la bala, pero no lo logró en absoluto. El empujón que efectuó fue vano, dado que ni siquiera llegó a moverse del sitio y proteger a su madre del tiro.

         El cuerpo de mamá cayó al suelo; pesado, roto. Un reguero oscuro de sangre se formó en el asfalto. Estaba muerta. Tenía los ojos abiertos, idos, y la boca en una mueca entre la desesperación y el disgusto. Sus rasgos se habían quedado esculpidos en el horror, como si aquella expresión hubiera sido la más indicada para despedirse del mundo. Ariadna se dejó caer de rodillas y sintió que se había quedado sin fuerzas. Un profundo sollozo se construyó en su pecho, pero nunca llegó a salir. 

         —La has matado… —. A penas pudo reconocer el timbre de su voz.



Miércoles, 8 de julio del 2015

    Descansaba en una habitación sin puertas ni ventanas. Dos tipos se encargaban de, esporádicamente, traerle comida y bebida. Ambos fueron los responsables de la muerte de mamá y ninguno de ellos tenía algún tipo de remordimiento. Ariadna estuvo llorando la mayor parte del tiempo, con la vana ilusión de que alguno de ellos se apiadaría y le proporcionaría algún tipo de respaldo. Absurdo, aquello era absurdo. La idea de pensar que los responsables de la muerte de mamá se sentirían mal por ella era una tontería. No obstante, una parte de sí misma se aferraba a ella como si fuera un clavo ardiendo.

         Mamá había sido una luchadora. Siempre había estado ahí, dispuesta a hacer todo por su futuro. Deseaba que llevara una buena vida; que estudiara en la universidad, tuviera un trabajo decente y, en un futuro, fuera la feliz madre de una familia numerosa. Quería unos nietos a los que consentir con dulces y gastarse gran parte de la pensión en regalos de aniversario y navidad. Había peleado con uñas y dientes por esa vida, por ese futuro, y no había servido de absolutamente nada.

         Su cuerpo ahora mismo descansaba en algún lugar cualquiera, con aquella mueca de horror en los labios y los ojos abiertos. Aquella imagen era un recuerdo imborrable para Ariadna; iba a perseguirla hasta el fin de los días. La culpa, también estaba la culpa. El reproche por no haber sido ella quien recibió el disparo; por no haber tenido fuerzas para impedirlo. Quería morir y que aquellas imágenes desaparecieran de su cabeza.


Jueves, 9 de julio del 2015

         Estaba mirándola con aquellos ojos azules, que parecían atravesar al mismo acero. La miraba acurrucada en una esquina, temblando e indefensa ante aquel iris. No parecía ni divertido ni enfadado; no se podía deducir nada de su postura. Fue quien la sostuvo mientras disparaba su compañero, quien impidió que se interpusiera frente a la bala. Y la miraba, como tratando de averiguar cuánto era su odio hacia él. Nada, en su aspecto no relucían sus intenciones, pero Ariadna estuvo segura de que aquello era lo que estaba pensando.

         Al principio no. Al principio creyó que en realidad sentía pena por ella, por su tesitura. Pero no. ¿Cómo aquellos ojos iban a sentir pena?, ¿cómo aquella pose iba a ser compasiva? La hacía sentir incómoda, sobre todo cuando fijaba la vista en sus manos. Aquellas manos, reforzadas por sus gruesos brazos, fueron las que impidieron su sacrificio. De no ser por ellas mamá seguiría viva. Él había sido el responsable indirecto de la muerte de mamá.

         Su cabello era algo largo, de un tono marrón casi negro. Llegaba a cubrirle las orejas y le rozaba los hombros. Ariadna dedujo que se lo debía de cortar; aquel flequillo tan largo le tapaba la visión y muchas veces tenía que apartarlo de la cara con una mueca molesta. Su rostro, se fijó en su rostro con la idea de memorizarlo por si por fortuna lograba escaparse. Iría a la policía y les diría quiénes son. Y entonces los buscarían y pagarían por lo que le hicieron.

         Tenía la mandíbula cuadrada, los pómulos prominentes y la nariz recta como una flecha. Rasgos marcados, crudos. Destacaba, también, su barba de tres días y sus gruesos labios, que descansaban en una mueca de indiferencia. Aquel rostro era difícil de olvidar. Imponía respeto y daba mucho miedo. Si se hubiera cruzado con un tipo así en la calle habría cruzado la acera.

         Su espalda era ancha, imponente, y tenía una pose erguida, como si siempre estuviera en tensión. Sus brazos estaban tatuados con tinta oscura; a su distancia no podía discernir el dibujo. Con lo llamativo que era supo que a la policía no le costaría reconocerlo entre la multitud. Pensó vagamente que era probable que le hubieran parado por la calle sólo por su estética; para comprobar si era un criminal o narcotraficante.


Viernes, 10 de julio del 2015

         —No me gustan las croquetas —musitó Ariadna en voz baja. No esperaba que la escuchara, por eso lo dijo. El secuestrador se fijó en ella con aquellos ojos endemoniadamente azules. Arqueó una de sus cejas, como si estuviera retándola a continuar hablando. 

        Ariadna se encogió sobre sí misma, asustada, y le dio un pequeño mordisco a la maldita croqueta como si tratara de informarle de que iba a portarse bien. No, no pensaba desafiarlo. No con aquella arma amarrada a la hebilla de su cinturón. Se atrevería a decirle algo si fuera ella quien tuviera cerca una pistola; era más sencillo enfrentar a alguien con la garantía de seguir con vida.

         Pensó de nuevo en mamá, en lo ocurrido. «Estaba muerta». Cuando aquella frase se articulaba en su cerebro, se le humedecían los ojos hasta que parecía que se iba a quedar seca; nunca antes había llorado tanto. Ojalá la hubieran enterrado al menos. No le gustaba la idea de que la hubieran dejado en un descampado como si fuera un derecho. Mamá se merecía la luna y las estrellas, y lo único que había obtenido fue un disparo.

         No habría universidad para ella, ni familia numerosa, ni regalos de navidad. Nada. Solo aquella habitación sin ventanas y un tipo vigilándola con unos ojos azules y una mueca de indiferencia que indicaba que si lo contradecía no dudaría en tomar medidas. Quizá aquella fuera la solución; contradecirlo, morir. Y entonces sería libre y saldría de aquel infierno.



Lunes, 13 de julio del 2015

       —¿Qué hicisteis con mi madre? —se atrevió a preguntar Ariadna, tras varias horas de indecisión. Habló bajo, un tanto temerosa de enfadar al secuestrador.

         —No lo sé, no es mi responsabilidad —repuso seco. Era la primera vez que lo escuchaba hablar y de alguna forma se sintió abrumada. Su voz era decadente, con un punto ronco, y daba miedo. Iba a juego con el resto del conjunto.

      —¿Por qué estoy aquí? —quiso saber ella. Era una duda lógica a la que no le había dado la debida importancia, quizá porque toda su atención estuvo enfocada en la muerte de su madre.

         —Eres hija de Márquez, ¿cierto? Es por eso que estás aquí.

         Ariadna se encogió sobre sí misma e intentó parecer indiferente; que no le doliera que hubiera nombrado a su padre. Sabía poco de él. La única prueba que tenía de su existencia era el dinero que ingresaba a mamá todos los meses y un regalo de cumpleaños y navidad que recibía por correo todos los años. Nunca le había visto la cara, ni siquiera sabía quién era. 

         Durante un tiempo estuvo interrogando a mamá sobre su procedencia; ella solo quería saber cómo había nacido, el porqué de todo aquello. Pero mamá siempre se quedaba callada, le daba evasivas y se ponía muy triste. Entonces fue cuando aprendió a mirar a otro lado y a fingir que las cosas iban bien. De todas formas no importaba; no necesitaba a un padre para ser feliz. Y, en cambio, estaba encerrada por su culpa. La responsabilidad de aquello recaía en una persona que siempre la ignoró y la mantuvo en segundo plano. Tuvo el impulso de llorar; se sentía sola. Mamá se había ido y papá nunca había estado. 

         Recompuso su mueca, que empezaba a asemejarse a la de alguien desesperado, y la convirtió en una máscara de indiferencia. Iba a morir en cuanto descubrieran que papá no quiso saber nada de ella; tenía los días contados y no encontraba posibilidad alguna de librarse de aquello. Pensar, necesitaba pensar, y ordenar las ideas.

     —¿Mi padre vendrá a por mí? —inquirió, tanteando el terreno. No estaba segura de querer conocer la respuesta de aquello.

         —Tu padre vendrá a por ti cuando nos devuelva lo que nos ha quitado.







Cuenta atrás



         Mi cuerpo temblaba, se convulsionaba. Acurrucada en una esquina contemplé el arma del enemigo, que me miraba con sus pupilas dilatadas, brillantes. Aquellos ojos cargaban una rabia que me asustaba y ocultaban la promesa del derramamiento de sangre, de mi sangre. Iba a morir y estaba sorprendida al no ver la luz al final del túnel o una sucesiva retahíla de recuerdos del pasado. No, no había nada de aquello. Quizá era porque simplemente mi existencia fue tan insignificante como para  no poder rescatar algo excitante de ella.

         Para mi sorpresa no estaba asustada. Tenía un peso en la garganta y las cuencas de los ojos encharcadas, pero fuera de aquello no había nada más. Mi respiración era lenta, muy pausada. Tal vez los pulmones, para lo que les quedaba de funcionamiento, decidieron no esforzarse. El traqueteo de mi corazón también iba despacio, como si estuviera cansado. La idea de morir contaminaba mi cabeza; se repetía como un mantra. Lejos de no querer enfrentarla, del terror a lo desconocido, me vi con ganas de terminar con aquello. No quería seguir acurrucada en aquella esquina, presa de la incertidumbre y la espera. La espera siempre fue peor que el dolor.

         Escuché un chasquido en el tambor del arma y el disparo. Contuve el aliento, a la espera de un mordisco de dolor que no llegó. Algo caliente me ensució las manos; sangre que no me pertenecía. Inhalé lento y levanté la vista hacia el cadáver. En el suelo, frente a mí, estaba quien debía de matarme. Su cuerpo me recordó a un juguete roto; a un pelele, a un cacho de carne. Me sentí mal por no estar impactada por aquella escena, por alegrarme de lo ocurrido.

         —Ariadna, ¿estás bien?, ¿te disparó? —Todavía acurrucada en aquella esquina no me atreví a moverme. Tenía miedo de que aquello no fuera real; de estar delirando y descubrir que era mi cuerpo el que descansaba inerte bajo un charco de sangre.

         Unas manos me sacudieron con suavidad e, instantes después, me colocaron sobre su pecho. Estaba húmedo y olía a una mezcla de desodorante, loción de afeitar y sudor. Mis manos se movieron, también, y se clavaron sobre sus hombros quizá con demasiada fuerza. No, no quería que se fuera; necesitaba que no se alejaba de mí. Noté cómo palpaba todas las zonas en las que pensó que podría haber estado herida para asegurarse de que me encontraba bien. Por mi parte, lloré. Mucho. Perdí la noción del tiempo que estuve encogida sobre él, a la espera de que todo terminara. Asustada e incrédula de continuar con vida.

         —¿Por qué? —atiné a preguntar cuando fui capaz de encontrar la voz.

        —No lo sé —dijo simplemente, antes de estrecharme más fuerte. Me había entregado, me iban a matar. Y de repente estaba ahí salvándome la vida. Cuando creí que lo había perdido todo, que ya no habría un mañana, vino a devolvérmelo. Todavía temblando me incorporé lo justo para dejar nuestros rostros a la misma altura. Sentí su aliento en mi lengua y al instante supe que él también. Me incliné despacio y descansé mis labios sobre los suyos. 

         —Gracias —susurré moviendo mi boca, que aún mantenía el contacto con la de él. Su respuesta fue apretarme contra sí, como si de aquella forma se asegurara de mantenerme entera; como si creyera que después de aquella escena me había hecho pedazos. Era inteligente. Arrastré mis labios a su frente, a sus mejillas y a su cuello; donde noté que pulsaba apresurado. Por su parte él se dejó hacer, como si aquello fuera un regalo de los cielos.
         
         —Lo siento —murmuró y supe que si no hubiera llegado a tiempo a por mí jamás se lo hubiera perdonado.




Hero



        Naciste para ser un héroe, para marcar un hito en la historia. Todo el mundo te observa con admiración, anhelo y envidia. Tu misión es esa. No temerle a nada ni a nadie; luchar y liderarlos hacia la victoria. Pero, en situaciones como esta, dudas. Contemplas a la luna de una noche particularmente clara. Su resplandor ilumina la estepa y puedes escuchar la tierna y dulce melodía de los grillos, que tanto te recuerda a una canción de cuna.

        En momentos como estos tienes miedo del futuro, de las cosas que vas a cambiar. No dudas de ti, dudas de las consecuencias. Dudas sobre si es lo correcto; sobre si el mundo se convertirá en un lugar mejor. Y piensas, te gusta mundo pensar. Piensas si es justa la causa, si llevarse vidas por delante merece la pena. Entonces es cuando vienen las imágenes de los cuerpos inhertes, de la sangre, de las familias rotas. Te sientes mal, pero es tu trabajo. Eres un héroe, un guerrero. Te admiran, sin ti se derrumban. Pero no. Te sientes como un monstruo.

         ¿Qué importa si los astros designaron tu destino como guerrero?, ¿acaso es esa una nueva forma de nombrar a los asesinos? La luna sigue brillando en las alturas, impávida y fría. Los grillos ahora cantan una melodía nueva; más triste, menos ligera. Quieres llorar.  El destino a tus espaldas se siente tan pesado... Ya no sabes lo que está bien o no; la única certeza que tienes es que tras tus batallas dejaste demasiados cuerpos idos, demasiadas almas rotas. 

        Naciste para ser un héroe, para marcar un hito en la historia. Pero estás lejos de sentirte así. 





 
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