Psico



        Te rompo, te parto, te desgarro, y me sumerjo. Gira, se descompone, se quiebra, y me sumerjo. ¿Dónde estoy? Me miras con tus ojos. Te devuelvo la mirada mientras te siento temblar. Ausente. Te disolviste como la pintura de un lienzo al que le echaron aguarrás. Te descompuse, ¿cierto? Me encanta, me pierdo. Siento tu calor escaparse, llenarme. Exacto. Me llena; me siento lleno. Y vivo. Me sumerjo de nuevo.

      Estás ahí, en el suelo. Tan bella, tan rota. Me enamoran tanto tus pedazos que sonrío con todas mis fuerzas. Tomo aire. Exhalo. Inhalo. Exhalo. Tan caliente. Tan mojada. Tan muerta. ¿Es eso sangre? Cómo brilla, cariño. Refleja los focos del techo, y es negra. Oscura. Me absorbe y me encanta. Me sumerjo en ti, me pierdo entre tus restos. 

       Arte, hice de ti una hermosa obra de arte. Soy tu demiurgo pero no lo sabes. Ojalá pudieras verte; tan bella. Estás más fría: ahora me gustas menos. Quité el calor y la humedad de tus restos. Te volviste algo horrible. Mis obras se marchitan al poco, y las aborrezco. Por eso siempre necesito más.





La melodía de Cristal



      «Muerto, Cristal, está muerto». Las palabras de Paula resonaron en mi cabeza como si de un mantra se trataran y me dolían tanto como si me estuvieran golpeando. Los ojos miel de mi amiga se fijaron en mí; en cómo descansaba sobre el taburete del piano de Diego, como si estuviera a la espera de que algún día volviera a parecer. Vendría a por mí y tocaría una de sus tantas canciones y, entonces, todo volvería a estar bien.

      —Ya sé que no está —musité en tono seco. Mis dedos acariciaron las teclas del piano con delicadeza, con miedo a romperlo. Estaría bien que aprendiera a tocar. Probablemente me ayudaría a rememorar alguna de las tantas melodías que compartimos en su día Diego y yo.

      —Van dos años, Cristal. —Hizo una pausa. —Sé que lo quisiste mucho pero creo que ya ha llegado el momento de pasar página.

      —Lo sé. Mi cabeza lo sabe, Paula, pero no es sencillo, ¿vale? ¿Cómo voy a sacar de mi cabeza a la primera persona que se preocupó alguna vez por mí? Y encima, mira, aquí tengo su piano, como si se tomara el trabajo de recordarme todos los días que Diego alguna vez estuvo a mi lado.

      —¿Quieres que hable con tu madre para que se lo lleve?

      —No. —Suspiré. —O sí. Tal vez. —Paula me regaló una mirada escéptica y tomó aire muy despacio. Sus ojos, de un tono que oscilaba entre el marrón y el amarillo, en aquellas circunstancias me recordaron al caramelo fundido. De algún modo me reconfortaron. Paula siempre me miró con cariño.

      Se hizo un hueco y se sentó en el otro extremo del taburete del piano, a mi lado. Sus manos oscilaron sobre las teclas con una pizca de indecisión y, después, empezó a tocar. Era una canción simple y tal vez un poco ñoña. Me hizo pensar en una nana para un bebé o algo por aquel estilo. Las notas salieron tambaleantes y perezosas, con miedo. Aquello hizo que el efecto que producía de estar tocada para un niño se hiciera más intenso.

      —Las teclas están sin afinar —repuso despacio, y luego empezó a hacer la escala como si tratara de calibrar la gravedad del asunto.

    —Ojalá supiera tocar —susurré bajito, más para mí misma que para ella. Paula se encogió de hombros con indiferencia.

      —Tampoco es gran cosa. —Sonrió con timidez y se recolocó un mechón de su cabello café detrás de la oreja. —Yo aprendí a los seis años y mira, sigue dándoseme bastante mal. Creo que la música no es para cualquier persona; o tienes talento o no lo tienes.

      —Me gustaría que me enseñaras a tocar.

      —No sé si estoy capacitada para hacerlo. Ya sabes, soy medio inútil en estas cosas.


      Mi mente estaba rota, me lo decían mucho. Y si la gente lo decía por algo debía de ser. Una vez Amparo, la chica más popular del instituto, me dijo que usaba un dial de radio roto. Ni AM ni FM, se burló, y yo no terminé de entender aquello. Cuando Amparo iba al cole la llevaban en coche, así que escucharía mucho la radio y sabría lo que estaba diciendo. Por mi parte yo solo me quedé mirándola sin terminar de comprendela. A los pocos días le expliqué a Paula las palabras de Amparo y su respuesta fue arquear la ceja derecha con escepticismo. Después me dijo «Tal vez se refiera a las ondas, pero sigue siendo una burla tonta y rebuscada. Qué tus ondas viajen en un canal distinto no significa que no estén. Hay cosas que no podemos ver pero que sabemos que están». Yo miré hacia el suelo, evitando la miel de sus ojos. «¿Entonces Amparo tiene razón y mi cabeza funciona raro?» Paula se encogió de hombros y me regaló una sonrisa tímida. «Quizá».

      Aquel día debería de estar contenta porque era mi cumpleaños, pero más bien me sentía indiferente. Paula se había puesto muy guapa para la ocasión: llevaba un vestido azul zafiro de volantes, que contrastaba mucho con el negro de su pelo. Lo tenía largo y liso; le llegaba hasta la cintura y era muy suave. Envidiaba lo bien que se veía y la forma en la que hacía que se encogiera mi pecho cuando sonreía. Se arrugaban las esquinas de su boca y la zona del arco de su nariz que estaba entre ceja y ceja. Se acercó a mí y se sentó a mi lado, en el sofá del comedor.

      —¿Has preparado ya la fiesta? —inquirió animada, y me regaló un abrazo.

      —Qué bien hueles —afirmé, un poco sorprendida. Era champú y algo más. Inhalé de nuevo y la sentí temblar.

      —Es solo colonia.

      En aquel momento me habría gustado ser capaz de continuar con el ritmo de nuestra conversación, pero no dije nada. Dejé caer mi cabeza en el hueco de su pecho y cerré los ojos. No tenía ganas de preparar la fiesta, socializar, o hacer cosas. Mi amiga pareció entenderme y suspiró. Sus manos se movieron hacia mis hombros y los masajeó despacio, antes de decir bajito «Relájate, Cristal. Cada vez te dolerá menos pensar en Diego, lo sé. Tres años ya es mucho tiempo».


      —Creo que voy a vender el piano, o a donarlo, o algo —musité pensativa, mientras Paula terminaba de enseñarme los acordes. Estábamos sentadas sobre el taburete y me dolían las partes traseras de estar tanto ahí.

      —¿Te rindes? Pues sí que soy mala profesora —espetó mi amiga, más enfadada consigo misma que conmigo.

      —No es tu culpa, ¿sabes? Solo creo que la música no es lo mío. Una vez dijiste que había que tener talento y creo que es lo que me falta.

      Paula empezó a tocar una canción que no reconocí, un tanto ajena a mis palabras. La melodía era dulce, lenta y se sentía cercana. Me mantuve en silencio, contemplando cómo sus manos acariciaban las teclas en una reverencia. Tenía los dedos largos, delgados y las uñas pintadas. Siempre llevaba las uñas pintadas, el pelo desenredado y suave y algo de maquillaje en los ojos, colorete y brillo de labios. Era muy coqueta, y me daba algo de envidia. A veces venía a mi casa y me ayudaba a ponerme guapa: pasaba horas y horas haciéndome el pelo y escogiendo el mejor color de sombra de ojos para el conjunto que me había elegido.

      —Has mejorado mucho. —Aprecié con una pizca de envidia; quisiera ser como ella.

      —Solo es práctica, Cristal. Si estuvieras más atenta a mis clases podrías hacerlo mejor que yo. —Le regalé una mirada escéptica mientras ella me sonreía de aquel modo tan especial. Se inclinó hacia mí y la sentí tan cerca que me puse nerviosa. De nuevo olía bien y yo desde fuera me vi torpe. Sus labios eran gruesos y llevaban gloss con olor a coco. Me gustaba el coco. Miré hacia el suelo. Paula suspiró y sentí su aliento caliente; después la sentí a ella entera. Inclinó su cuerpo hacia mí e, inesperadamente, me besó.

      Aquello se sintió extraño. No era como si me hubiera besado demasiadas veces con demasiadas personas como para comparar, pero lo sentí raro. Estábamos rígidas las dos, sin saber demasiado bien cómo continuar. Nuestras bocas seguían unidas, en un roce, y podía sentir el calor de su aliento colarse a través de mi garganta. Inhalé despacio, tratando de calibrar si aquello era de mi agrado o no. Las manos de Paula se pasearon, temblando, sobre mi nuca y después bajaron hacia mi espalda, y subieron, y volvieron a bajar. 

     No sé en qué momento el beso cambió ni tampoco quién fue la que llevó la iniciativa. De un instante a otro estaba sentada sobre el regazo de mi amiga y sus manos se movían con avaricia sobre mi cintura, mis brazos, la zona de mis caderas y exterior de mis pechos. Suspiré y la sentí removerse debajo de mí y tomar aire. Después, la magia se rompió. Nuestros ojos estaban fijos: yo solo miraba sus pupilas dilatadas color miel y el leve sonrojo de sus mejillas. La miré y no supe que decirle.

      —¿Por qué...? —logré articular tras mucho esfuerzo. Paula sonrió con pesar, y deslizó su mano con lentitud sobre mi mejilla para retirarme algunos mechones de la cara.

      —Te quiero, Cristal.

      —Pero, yo... 

     —Escúchame, Cristal. Entiendo que quieras a Diego y que haya sido una persona tan importante para ti pero creo que ya ha llegado el momento de que empieces a intentar recomponer tus pedazos. —Hizo una pausa. —Por favor, Cristal... Son tres años ya. Estoy segura de que Diego querría verte feliz. 

      Tenía el corazón desbocado; solo podía escuchar sus irregulares latidos. Bombeaba con tantas fuerzas que dolía que tenía la sensación de que en cualquier momento perdería el sentido. Me incorporé tambaleante y dirigí una mirada perdida a la que desde hacía años había sido mi mejor amiga.

      —¿Desde cuándo? —atiné a preguntar, sofocada.

      —¿Desde cuándo qué, Cristal?

      —¿Desde cuándo andas detrás de mí?

      —Desde el primer instante que te vi, lo supe. Supe que no podía estar sin ti. Pero tú estabas con Diego, y yo era el estorbo. La mejor amiga, ¿cierto? Siempre fui tu mejor amiga y yo solo quería que me vieras de forma distinta. Compréndeme, Cristal, por favor. 


      Cristal era mi nombre y hasta cierto punto se acercaba bastante a quien era yo. Estaba rota en muchos de los sentidos que implicaban aquella palabra. Tenía la mente rota, los recuerdos rotos y el corazón hecho trizas. ¿Podría alguien destrozado volver a querer? ¿Podría recomponer sus pedazos y convertirlos en algo distinto? La melodía que tocó Paula aquella última tarde resonó en mi cabeza, como si estuviera acompañando mi desgracia. Cansada, me levanté de mi habitación y fui hacia el piano.

      Sobre él, lo vi. Quizá fue un espejismo, pero ahí estaba. Podía ver a Diego sentado sobre aquel pequeño taburete jugando con las notas de una canción que en realidad no era suya. Seguía resonando aquella melodía, que desde la confesión de mi amiga me había dejado tan perdida y sola. Me acerqué titubeante hacia él y le tendí la mano.

    —No estás, ¿cierto? —espeté con la voz temblorosa. Mis palabras salieron como un jadeo ahogado; como una señal de auxilio. Diego clavó sus ojos en los míos y solo sonrió. —No estás, y sin embargo te veo. Tres años, no estás.

      Entonces vino a mi cabeza la imagen de su entierro. Paula y yo íbamos vestidas de negro y mirábamos con desdicha cómo se hundía su ataúd en el nicho. No estaba, se había ido. Y yo lloraba tanto... Paula estaba pálida, quieta, y no articuló ninguna palabra. Todo se había vuelto tan distinto que dolía pensar en ello. Dolían los días, dolían las horas, y dolía yo.


      Quizá la mejor decisión que podría tomar era vender el piano. De alguna forma había empezado a representar mis recuerdos por Diego y el afán por cambiar las cosas de Paula. Tal vez lo mejor sería simplemente olvidarlo todo, sacarlo de mi vida y hacer como si nada hubiera ocurrido. El olvido me llevaría al estoicismo y, entonces, todo estaría bien. Olvidar y punto. Dejar la tristeza y los recuerdos a un lado.

      Fui hacia el comedor y me quedé mirando el piano. Era enorme y pesado; de cola, como se dice. Las teclas claras tenían una tonalidad más cercana al marfil o amarillo que al blanco. Y las oscuras, de un negro intenso y brillante, me recordaban a los zapatos de charol que llevaba cuando era niña los domingos para las comidas familiares. La madera lacada era negra, también, y brillaba. En algunas zonas, sobre todo en las esquinas, se podía ver el desgaste de los años sobre la superficie., y eso estaba bien. Me gustaba ver cómo el tiempo consumía las cosas; era una prueba de que llevaban mucho tiempo a mi lado.

      El tiempo también había consumido a Diego, pero aquello nunca me agradó pensarlo. Él sabía que se moría, que perdía fuerzas, pero no actuaba en consonancia a aquello. Era como si su espíritu estuviera por encima de su cuerpo y le diera igual los estragos que sufría. Por eso solía sonreírme y decir «Todo está bien, Cristal. La vida sigue». Alguna que otra vez le quise contestar que aquello era muy grosero. Yo no quería que la vida continuara de aquel modo; sin pedirme permiso. Yo quería un pause; un punto y seguido. Y no estaba. Nunca estuvo.

      Por eso después de su muerte me aislé durante un tiempo. Quizá no ver la vida de los demás me daba la falsa sensación de estatismo que tanto anhelaba. Pero todo era una sensación y, como sensación, nada era real. La vida seguía adelante; el tren se largaba de la estación sin esperar a que atravesara las puertas de entrada. Debía de asumirlo. Ir al psicólogo y hablar de mis problemas. Pero no. Me libraría del piano.

      —Cristal… ¿Estás bien? —inquirió Paula, que acababa de atravesar la puerta de entrada al comedor. Me quedé mirándola en silencio. Su cabello brillante y negro, sus ojos entreabiertos y expresivos, su impoluto maquillaje. Me sentí abrumada y solo guardé silencio. Tan femenina, tan dulce, y me miraba. Tan mi amiga, tan Paula. Tan… Me había besado. Me besó hacía unos días como si su vida pendiera de ello; primero insegura, luego ansiosa. Luego me dijo que me quería. 

      Cielo santo. Me iba a explotar la cabeza. Caí al suelo y solo lloré. Paula corrió hacia mí y se puso de rodillas, a mi lado. Su olor a colonia y el brillante gloss reluciendo en sus labios. Sus ojos miel, la arruga de preocupación en el espacio entre ambas cejas. Cejas depiladas. Pestañas con rímel. Raya de ojos.

     —¿Por qué vas tan arreglada? —le pregunté sorprendida entre lágrimas. Una pregunta incoherente, dadas las circunstancias. 

      —Siempre me arreglo, Cristal. Me gusta que me veas guapa —repuso con naturalidad, antes de apoyar su mano en mi espalda, dándome golpecitos tranquilizadores —. ¿Por qué estás así? ¿Ha pasado algo?

      —Voy a vender el piano.

      —¿Por qué? Dijiste que querías que te enseñara a tocar.

     —Tenerlo en casa no me hace bien. Me siento mal y… No sé. Si lo saco de mi vida creo que estaré mejor. —Paula me miró primero incrédula, después rabiosa. 

      —Eres una cobarde, Cristal, y una insensible. No paras de huir de tus recuerdos; de las cosas que te hacen sentir mal. Diego ha muerto, joder. Entiendo que duela, ¿vale? Pero es un hecho y no tienes por qué estar fingiendo que no ha ocurrido nada y mirar a otro lado. Estás estática, evoluciona. Cambia. Asimila las cosas y supéralas. —Me zarandeó como si de aquella forma consiguiera hacerme entrar en razón. —Estoy segura que Diego no querría verte así. Él quería que fueras feliz y tú no haces absolutamente nada al respecto. 

      Tomé aire con dificultad; me ahogaba. Paula me envolvió entre sus brazos y tarareó despacio aquella canción tan cursi que desde la última vez que hablamos me atormentaba.

      —¿De dónde es esa canción?

      —La compuse yo mientras pensaba la mejor forma para enseñarte música. Es para ti, tu canción. Creí que, quizá, el piano podría ser nuestro nexo de unión como lo fue contigo y Diego. Solo me equivoqué. Véndelo si quieres, qué importa.

      Con los ojos húmedos por las lágrimas y falta de oxígeno por el llanto, miré hacia Paula y reflexioné qué tanto daño le estaba haciendo. Me sentí desdichada, rota y perdida. Paula solo acarició mi mejilla mojada y retiró el pelo de mi cara.

      —Hagas lo que hagas está bien, Cristal. Siento haber sido tan brusca contigo antes. —Acerqué mis manos a su rostro y toqué con uno de mis dedos sus labios brillantes por el gloss. Tan hermosa y triste. Tan perdida como yo.

      —Enséñame a tocar —musité, antes de acercar titubeante nuestras bocas. 





 
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