Un, deux, trois



         Un, deux, trois. Se mira en el espejo. Cabello largo, rizado y oscuro. Ojos chocolate y diminutos. Mejillas gruesas, boquita de piñón. Nariz delgada, como lo es ella entera. Dientes torcidos. Un, deux, trois. Su imagen le dice muchas cosas que no sabe cómo expresar. Se inclina sobre la pila y abre el grifo. El agua fría, las ideas de sal. Alza el rostro húmedo y sonríe sin sonreír. Los ojos enrojecidos por unas lágrimas que no caen. Un, deux, trois. Toma el maquillaje de su neceser. La base primero, para cubrir imperfecciones. Después el colorete, la sombra y el eyeliner. Y, más tarde, el gloss

         Un, deux, trois. Su reflejo se desdibuja, hasta que termina olvidando de quién es. Alza el rostro hacia los focos de baño y se imagina sobre la escena de un ballet. Ella, hermosa y distintaSus labios tararean una melodía tan desfasada como lo está ella misma. Un, deux, trois. Retoma el baile y sonríe. A su lado una imagen que no es su imagen; los delirios de inmortalidad. Un, deux, trois. Una bailarina, una princesa. Lo eres todo, muñeca. Un, deux, trois. A carcajadas. Sonríe a carcajadas. Pierde el equilibrio, y cae. A su lado, un bote de pastillas de Diazepan.







La melodía de Cristal (Remake)


       Ondeaba en el aire mi recuerdo de Diego. «Muerto, Cristal, está muerto» me parecía escuchar mientras era incapaz de despegar la mirada de su piano.

       —¿Quieres que hable con tu madre para que se lo lleve?

       —No. —Suspiré. —O sí. Tal vez. —Paula me regaló una mirada escéptica y tomó aire muy despacio. Sus ojos, de un tono que oscilaba entre el marrón y el amarillo, en aquellas circunstancias me recordaron al caramelo fundido. Aquello me reconfortó.

       Se hizo un hueco y se sentó en el otro extremo del taburete del piano, a mi lado. Sus manos oscilaron sobre las teclas con una pizca de indecisión y, después, empezó a tocar. Era una canción simple y tal vez un poco ñoña. Me hizo pensar en una nana para un bebé o algo por aquel estilo.

       —Las teclas están sin afinar —repuso despacio, y luego empezó a hacer la escala como si tratara de calibrar la gravedad del asunto.

       —Me gustaría que me enseñaras a tocar.

       Me quedé mirando el piano. Era enorme y pesado; de cola, como se dice. Las teclas claras tenían una tonalidad más cercana al marfil o amarillo que al blanco. Y las oscuras, de un negro intenso y vibrante, me recordaban a los zapatos de charol que llevaba los domingos cuando era niña. La madera lacada era negra, también, y brillaba. En algunas zonas, sobre todo en las esquinas, se podía ver el desgaste de los años sobre la superficie, y aquello estaba bien. Me gustaba ver cómo el tiempo consumía las cosas; era una prueba de que llevaban mucho a mi lado.

       El tiempo también había consumido a Diego, pero aquello nunca me agradó pensarlo. Él sabía que se moría, que perdía fuerzas, pero no actuaba en consonancia. Era como si su espíritu estuviera por encima de su cuerpo y le diera igual los estragos que sufriera. Por eso solía sonreírme y decir «Todo está bien, Cristal. La vida sigue». Alguna que otra vez le quise contestar que aquello era muy grosero. Yo no quería que la vida continuara de aquel modo; sin pedirme permiso. Yo quería un pause; un punto y seguido. Y no estaba.

       Por eso después de su muerte me aislé durante un tiempo. Quizá no ver la vida de los demás me daba la falsa sensación de estatismo que tanto anhelaba. Pero todo era una sensación y, como sensación, nada real. La vida seguía adelante; el tren se largaba de la estación sin mirar atrás.

       —Cristal... ¿Estás bien? —inquirió Paula. Me quedé mirándola en silencio. Su cabello brillante y negro, sus ojos entreabiertos y expresivos, su impoluto maquillaje. Me sentí abrumada y solo guardé silencio. Tan femenina, tan dulce, y me miraba. Caí al suelo y solo lloré. Paula se puso de rodillas, a mi lado. Su olor a colonia y el brillante gloss reluciendo en sus labios. Sus ojos miel, la arruga de preocupación en el espacio entre ambas cejas. Cejas depiladas. Pestañas con rímel. Raya de ojos.

       —Voy a vender el piano.

       —¿Por qué? Dijiste que querías que te enseñara a tocar.

      —Tenerlo en casa no me hace bien. Me siento mal y... No sé. —Paula me miró primero incrédula, después rabiosa.

   —Estoy segura que Diego no querría verte así. Él quería que fueras feliz y tú no haces absolutamente nada al respecto.

      Tomé aire con dificultad; herida por sus palabras. Me ahogaba. Paula me envolvió entre sus brazos y tarareó despacio aquella nana que había estado interpretando antes. Entonces la evoqué dejándose llevar por la melodía. Sus manos acariciaban las teclas en una reverencia. Tenía los dedos largos, delgados y las uñas pintadas. Era muy coqueta, y me daba algo de envidia. Intercambiamos miradas y se inclinó hacia mí. La sentí tan cerca que me puse nerviosa. Olía muy bien y yo desde fuera me vi torpe. Sus labios eran gruesos y su gloss olía a coco. Me gustaba el coco. Miré hacia el suelo. Paula suspiró y sentí su aliento caliente; después la sentí a ella entera. Inclinó su cuerpo hacia mí e, inesperadamente, me besó.

       —Hagas lo que hagas está bien, Cristal; puedes vender el piano. Quizá te ayude a olvidar. —Como respuesta acerqué mis manos a su rostro y toqué con uno de mis dedos sus labios brillantes. Tan hermosa y triste. Tan perdida como yo.

       —Está bien. —Susurré, sintiendo un peso en mi garganta. Luego, sonreí sin que me llegara a los ojos. —Enséñame a tocar.





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No ser lo suficiente buena
 y que la expectativa quiebre.
Tener un sueño, 
y no alcanzarlo.

Querer escribir
mejor que cualquiera.
Competir con poetas,
menospreciar mis letras.

Talento, ¿estás ahí?
¡Te llamo! 
¡Te reclamo!
Griiiiiiiiiiiiiito.
Y no te alcanzo.

Soy mediocre,
y no es reproche.
Mi talento se diluye
en un océano enorme.

Un doña nadie, 
del montón insignificante. 
Tengo los pies muy pequeños
para zapatos semejantes.






Rota



         Toda mi rabia e impotencia quedó grabada en aquel golpe a la mesa. Pegué una patada contra su estructura y un jarrón de cerámica cayó al suelo. Estaba pintado a mano; tenía dibujos de ramas y flores de cerezo. Era hermoso. Y ahora estaba en el suelo, hecho pedazos. Mientras las lágrimas caían de mis ojos me quedé como una estúpida mirando aquellos trozos sobre los azulejos. Pensé en que hacía tan solo unos segundos era un jarrón perfecto y envidiable, y ahora no. En tan solo una bocanada de aire el jarrón se había convertido en algo diferente. 

         Mi rabia se disipó y fue sustituida por la angustia. Cogí todos sus fragmentos y los coloqué sobre la mesa. «¿Y ahora qué? —pensé —Nunca volverá a ser lo mismo». Las lágrimas continuaron cayendo, como si su sal tratara de supurar la herida que tenía dentro. Envidié un tanto al jarrón. Él estaba roto, y era obvio. Yo me sentía rota, pero los pedazos de mí no se percibían. Entonces, mis pensamientos llegaron más lejos. Tal vez, cuando nos rompíamos, la cosa no se dejara ver a simple vista, pero sí en lo que nos rodeaba. 

         Destrocé al jarrón con un golpe en la mesa, y también había destrozado a personas de otra forma. Las hice añicos, aunque no se apreciara. A lo mejor era menos prejudicial convertirse en un jarrón y solo ostentar sus pedazos. A lo mejor la solución estaba en hacer evidente mi llanto y no lastimar mi alrededor de otra forma. 

         Cogí un bote de pegamento y me dispuse a unir las piezas de lo que quedó del jarrón. Mi móvil sonó y, mientras continuaba con aquello, puse el manos libres. «¿Clara, estás bien? Hace unos días que no sé nada de ti», me dijo Violeta. Sonreí. «He roto un jarrón y estoy pegando sus trozos». «Está bien. Seguro que si lo conservas así te recordará que tienes que ir con cuidado para que no te vuelva a pasar». 




Lluvia


              —Pero eso no me importa, Odette, porque yo estoy por encima de todo esto. No tengo nada ni nadie a lo que temer.

              —¿Por qué? —Enarcó una ceja, divertida, y después se empezó a mecer en aquel columpio. Sus ojos clavados en las nubes.

              —Porque soy lluvia; la solución a absolutamente cualquier problema. Soy las gotas que caen del cielo y mojan tus cabellos dorados; soy las lágrimas que danzan por tus mejillas y caen en sintonía a tu tristeza; soy el rocío, los charcos del suelo...

              —¿Y por qué? ¿Por qué la lluvia está por encima de todo esto?

              —Porque hace a las cosas más ligeras. Los problemas pesan, caen del cielo, y luego vuelven a las nubes; muy arriba. Los problemas vuelan como las mariposas, y son de gas. Son blancos y, a veces, reflejan el arcoíris. —Odette se balanceó con más ímpetu en aquel columpio. Sus pies no tocaban el suelo y el ángulo en el que danzaba se hizo casi de noventa grados.

              —Quiero volar —murmuró ausente. Sus ojos clavados en el cielo.

              —Entonces conviértete en lluvia. Quiero verte en la tormenta y en la escarcha. En todos lados, Odette. Hazte lluvia y visita todos los lugares del mundo. Volemos juntos. —El columpio se soltó y salió despedida hasta donde me llegaron los ojos. Estiró sus brazos y los meció como las alas de un pájaro.

              —¡Vuela, solo vuela! —grité—. ¡Sé lluvia! 

              Lejos, muy lejos, escuché su risa. Sonreí también yo, antes de elevarme a su lado.









Dafne 2.0


Las historias, en ocasiones, necesitan actualizarse

           Corro con todas mis ganas. Me persigues y trato con ahínco de no desestabilizarme en mi huida. Trastabillo con una raíz seca. Un, dos, tres. Cojeo y retomo el equilibrio. Siento tu aliento en mi nuca, a pesar de que no estás lo suficientemente cerca. Se me pone el vello de punta y continúo corriendo. El bosque espeso, lleno de ramas que me arañan los brazos. No las noto a penas, pero la sangre gotea despacio; como si tuviera miedo a salir. Trastabillo de nuevo, y caigo. Atino a percibir dos raspones en mis rodillas, antes de incorporarme torpe y rápido. Un, dos, tres. Vuelvo a correr, pero me detienes. Tu mano derecha, que me toma del brazo lleno de cortes. La sangre que baila, el tono rojizo de la piel herida y el escozor que está ahí pero ignoro.

           —Dafne —murmuras sin aliento, como si fuera una súplica. Me retuerzo lejos de tu agarre, pero tienes más fuerzas. Mi mirada al cielo, rogando un milagro.

       —Suéltame, por favor… —Pero no me escuchas, Apolo, porque mi opinión nunca tuvo importancia; porque soy insignificante dentro de la ecuación. Pienso durante unos breves instantes en otras a las que les ocurrió lo mismo, y las compadezco. No como ellas; nunca como ellas. Mi mirada al cielo, todavía rogando un milagro.

         —Dafne —repites, arrodillado ante mí como quien se postra ante un dios. ¿Me idolatras, Apolo? Me cuestiono con sorna. Lo suficiente como para hacerme esclava de algo que nunca quise. Deseo ser libre, pero ese es un deseo demasiado grande para alguien como yo. Un milagro, necesito un milagro.

           Tus pupilas se dilatan con horror y yo, aprovechando la distracción, trato de aventarme lejos de ti. Son tus pies los que están sellados, enraizados en tierra. Tu cuerpo se llenó de madera, caucho y se hizo marrón. Sonrío, mientras tu boca hace una mueca aterrorizada. La sangre de los cortes de mi brazo gotea sobre tu corteza. Despacio, acaricio con mis dedos las hojas de laurel que surgen en la palma de tu mano. Hermoso, Apolo, te volviste alguien hermoso y vulnerable.

           Me alejo de ti, ostentando por primera vez en mi vida poder. Me siento fuerte. De las lagunas de tus ojos cae una lágrima que capturo, antes de que termine tu conversión. El cielo llora, como quieres llorar tú también. Las nubes se apiadan de tu tristeza y caen truenos. La lluvia me purifica, me da fuerzas. Soy libre, Apolo. Las tornas han cambiado.

           —¿Cómo te sientes? ¿Insignificante? ¿Desvalido? —te pregunto con acidez, antes de alejarme a por una antorcha.






 
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