Aguamarina



           Había una vez una ciudad enferma. La ciudad enferma tenía las calles de color gris; el césped de los parques seco y los columpios y toboganes, hechos de metal, oxidados. Las calles tenían mucha suciedad porque a nadie le importaba que hubiera bolsas de papel u hojas de periódico sobre las aceras. Los urbanitas también eran de color gris y se les había quedado la voz atorada en la garganta. No podían expresar cómo se sentían con palabras y, al no decirlo, era como si aquellas ideas no fueran reales. Entonces todo se disolvía en un pozo muy profundo que dejaba a la desidia campar a sus anchas.

           Aquella ciudad enferma tenía a una muchacha que era la corazón de la ciudad. «La», porque era mujer y le gustaban más los artículos en femenino. Su cabello aguamarina estaba lleno de tirabuzones; su piel, también aguamarina, tenía escamas; sus ojos eran enormes y brillantes como dos luceros y su boquita de piñón era de color violeta. Tenía, además, unas pestañas de plumas de pavo real. Era muy especial la corazón de la ciudad, pero también estaba enferma. 

         Un brujo la había hechizado y la había vuelto de color naranja. Entonces, la corazón de la ciudad tuvo fiebre junto a una imposible jaqueca. Porque si no era aguamarina perdía la magia. Por eso la ciudad se había puesto tan enferma: no podía estar viva si no tenía a la corazón latiendo con fuerzas. Los urbanitas, antes de que se les atorara la voz en la garganta, se habían rebelado al embrujo sin conseguirlo. Luego llegó su desgracia en forma de un gato gigante, que se comió sus lenguas y les obligó a olvidar las palabras. 

          Un día, la corazón de la ciudad subió al rascacielos más grande de su urbe. Se puso de puntillas y contempló al sol que, por desgracia, también era gris. Tan triste estaba por no poder ver el resplandor de sus rayos que pensó en hacer un sacrificio. Extendió su cabello y, con pesadumbre, tomó unas tijeras para cortar sus lustrosas hebras. Después las lanzó al astro rey, a la espera de que el color coronara su estructura. El sol, conmovido por recobrar su amanecer naranja, empezó a llorar. Llenó el cielo de nubes en tonos rojizos y amarillentos, que lanzaron lágrimas.

        Así pues, la ciudad se llenó de agua, y más agua. A la corazón de la ciudad le nació cola de pez y, junto a ella, empezó a recordar el júbilo que había desaprendido por el hechizo del brujo. Sonrió entre las olas que emergían de los edificios. Sonrió tanto que el hechizo dejó de ser pesado y el aguamarina regresó sobre sus escamas. Junto al aguamarina regresaron el resto de colores y el latido de su corazón se hizo más pesado. 

          Se dejó llevar por la corriente de agua hacia la costa y se puso a jugar con delfines y caballitos de mar. La corazón de la ciudad se había convertido en una maravillosa sirena que se alejó de la superficie porque se sentía prisionera en tierra firme. Los urbanitas, tristes por la pérdida, empezaron a coleccionar conchas y caracolas porque era lo único capaz de sintonizar los latidos de la corazón de la ciudad, que ahora yacía en medio del océano.





Otoño




        Estaba sentado en un banco del parque. Era de piedra, incómodo. La zona donde no descansaba el chico tenía hojas secas de tonos que oscilaban entre el amarillo y el naranja. Cerré los ojos y me pareció escucharlas crujir como cuando alguien las pisaba. Despejé el sonido del tráfico, de las risas de los niños, del viento aullando por las calles..., y solo quedó aquella melodía de hojas secas. Se levantó de aquel banco y nuestras miradas se entrelazaron. Sus ojos eran del mismo color que las hojas; de un amarillo marrón, pero naranja. Su cabello, marrón claro, estaba revuelto porque pasaba repetidamente los dedos entre sus hebras.

        Tenía la piel tostada y pecas en su nariz. Los labios gruesos, de un rosa oscuro, y los pómulos marcados. Su nariz era fina y alargada; con el tabique muy largo. Y su sonrisa era lo mejor del mundo. Me quedé durante unos instantes parada y desintonicé todo mi alrededor, como hice para capturar el crujir de las hojas. Él me reconoció y se acercó hacia mí como quien acude a un reencuentro. Sus pupilas se dilataron, junto a las aletas de la nariz. Tenía la expresión en el rostro de quien rebosa en alegría. Tuve el impulso de capturar aquel momento con mi cámara, pero no lo hice por miedo a romper el embrujo.

        —¿Cómo termina, María? —inquirió el chico con impaciencia. Me acerqué y tomé las hojas de papel que sostenía entre sus manos. Reconocí en ellas mi caligrafía enorme, apresurada y llena de palabras tachadas. Sostuve el último folio y mis ojos se fijaron en la frase incompleta: «La soledad de Leandro era tan densa como su indecisión, pero entonces...», «... pero entonces decidió ir a recuperar a su amada». 

       Leandro me envolvió entre sus brazos, a modo de agradecimiento. Le devolví el estrecho abrazo un poco triste, porque había terminado su historia. Después se alejó de mí, a paso ligero, mientras sus pisadas se confundían con los folios de la novela que sostenía aún entre las manos. Su camino se fue desdibujando, hasta que de él solo quedó el crujir de las hojas.






Folio en blanco



           Miro mi rostro en el espejo, que se desdibuja, y me consumo. Toco con la mano derecha mi reflejo. ¿Quién soy? Me pregunto. Entre la multitud solo me siento gris. Entre la nada me veo blanca; como un folio vacío. Mi imagen se desvanece, como lo estoy yo desde hace tanto tiempo. He olvidado algunas cosas, ¿sabes? Olvidé cómo se sentía la energía de una mañana con café recién hecho y tostadas. He olvidado la ilusión y la promesa de ideas nuevas o nuevos propósitos. Me he olvidado de mí, y me consumo. Me duele decirlo, pero soy ceniza. Soy la escarcha de un frigorífico; esa que confundes con el hielo.

           Entonces está la dejadez y, cuando se va, solo quedan las lágrimas. Tengo una bola de cemento en la garganta y he perdido el sonido de mi sonrisa. No me acuerdo de cómo era, cariño. Y tampoco tengo ganas de esforzarme para que regrese. Bailo entre la desidia y las ilusiones marchitas. Porque marchita estoy yo y marchitas están estas palabras. No me entiendes; nadie me entiende. Ni siquiera me entiendo yo a mí misma.

           Quiero ser la aurora que resplandece en Finlandia. Quiero viajar a Finlandia y ponerme de puntillas para intentar alcanzarla. Quiero quejarme del frío y de lo que pesa mi abrigo. Quiero marcar la diferencia y vaciar el armario de cosas banales. Pero lo pienso y se me echa el mundo encima. Porque me pesa mi abrigo, la aurora boreal y todas las ideas que giran y giran dentro de mi cabeza. Qué no se callan y, ahora que lo pienso, tampoco quiero que lo hagan. Me gustan los colores y las alas de las mariposas. Siempre quise volar, pero nací sin turbopropulsores. Pisar tierra firme es tan triste... Ahora que he descubierto que soy un folio en blanco me gustaría reinventarme como alguien distinta. Con más ilusión y magia. 




 
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