Añicos



                La princesa se quedó pensativa. Sentada en el suelo, con los azulejos fríos y las ilusiones a fuego lento. Lentas como ella misma; cansadas como ella misma. Estaba quebrada, con sus añicos en tierra como pequeños cristales. Las ilusiones, que relucían sucias en el suelo. Los pedazos a su lado, sentados. Quiso tomarlos entre sus manos para poder recomponerlos, pero las fuerzas no le alcanzaban. Solo estuvo mirándolos con todo el anhelo que le quedaba: deseando que volvieran a juntarse para empezar otra vez. 

                Ella, que estaba rota, pensaba en todas sus malas decisiones y en otras tantas cosas que hizo mal. Ya no podía volver atrás, así que se quedó sola junto a sus pedazos. Algún día vendrían a barrerla para tirarla dentro del contenedor. Sería el juguete que ya no gustaba al pequeño de la casa. Porque la vida se regía por los caprichos de un chiquitín avaricioso y egoísta. 

                Pero ella; ella también había sido avariciosa y egoísta. Tonta, la princesa tonta: que llevaba el vestido raído y el maquillaje hecho un asco. Tenía las puntas del pelo abiertas, por cortar, y las ojeras de color añil. Estaba llena de miedos demasiado grandes para sus zapatos. Las circunstancias la superaron, y cayó. Por eso tenía que plantearse qué era lo que esperaba de la vida.




 
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