Lápices de cera



            Delia había escuchado de los labios de mamá cómo la vida se tenía que reflejar en los ojos. Mamá le decía «Hazlos grandes y expresivos, porque así parecerán personas de verdad». Entonces Delia cogía su lápiz de cera favorito y trazaba unas cuencas enormes, con dos pupilas diminutas y una zona blanca sin pintar para representar el brillo. Solía pintarlos verdes, porque como para mamá era un color maldito no podía evitar dejar de pensar en él.

            Los ojos de Delia eran verdes, también, como los de su hermano Narciso. No obstante, ella tenía las pestañas más largas y atigradas. Le gustaría colocarse rímel, como hacía mamá antes de ir a trabajar, pero nunca la había dejado. Una vez lo intentó sola pero se metió el pincel en el ojo: estuvo un buen rato escociéndole. Así que pensó que maquillarse era muy molesto: no merecía la pena sufrir tanto.

            Últimamente tenía en la cabeza la misma imagen con el mismo rostro. Veía el rostro de una niña, que estaba triste. Le intrigaba el cambio de expresión cuando se rompía el alma de una persona. Porque, como le dijo Narciso, las personas tenían alma y podías hacerles daño. Cuando les hacías daño, se rompía el alma. Delia solo quería poderlo retratar en sus dibujos; necesitaba mostrar al mundo cómo se sentía sin mostrarlo en realidad. Quería dejar pruebas del instante exacto en el que tuvo una sonrisa que se hizo añicos. Su sonrisa tenía pedacitos muy pequeños, que luego ni su hermano Narciso sabía cómo recomponer. Narciso tenía la magia de hacerla feliz, pero no era tan poderoso como para sanar almas.

            La primera vez que el alma de Delia se rompió fue una noche en la que mamá bebía. No quería hablar sobre ella o, mejor dicho, no podía. Le temblaba la voz cuando intentaba entrar en detalles: se quedaba tartamuda, porque eran palabras demasiado dolorosas para salir de su boca. Pero aún así quería retratar su expresión exacta. Delia necesitaba sacar fuera sus demonios, pero unos tristes lápices de cera no eran ayuda suficiente.






Gaslighting

             El mundo parece estar en una sintonía diferente a la tuya. No tienes ningún interés en alcanzarla, pero todo tu alrededor te fuerza a seguir su emisión. La melodía del mundo está desfasada y te hace daño. La melodía del mundo está desafinada y tú solo pretendes darle color. En silencio, siempre en silencio; te cosieron los labios para dejarte sin voz. Callada, asientes a un devenir que se atora en tu garganta.

             Rodeada de gris solo buscas a un cómplice, pero tu alrededor te trata con condescendencia. Te niegan aquello que te reconcome por dentro, porque les enseñaron que la mejor defensa era la luz de gas. Ahogada en el gas aprendiste a nadar con los brazos atados a la espalda y una roca anclada en tu tobillo derecho. Para los demás el problema es que no sabes bucear porque te maniataron tus lágrimas. A contracorriente. No importa lo que te digan, ve siempre a contracorriente. 





Injusticias




Niara caminó por la que fue su aldea. Estaba rodeada de cadáveres; de gente maltrecha y moribunda. El ambiente olía a sal y a metal, como queriéndole enseñar lo asfixiante que era el aroma de la pérdida. Algunas cabañas, que estaban todavía en llamas, desprendían un humo espeso y negro. Niara solo continuó andando, con sus ojos fijos en los cuerpos: algunos se movían, como buscando aire; otros eran cascarones vacíos. Llegó a lo que fue su hogar, donde su madre estaba en tierra con los ojos abiertos. Se convulsionaba muy despacio con sus manos apretando la zona de su entrepierna. Niara la incorporó y, con la ayuda de unos pocos, unieron sus pedazos. 

Reconstruyeron los vestigios de los heridos y dejaron descansar a quienes habían perdido el alma en la batalla. Aquel desastroso atardecer Niara miró por la ventana de su cabaña cómo se escondía el sol, mientras se preguntaba por qué en la tragedia la tierra seguía pareciéndole tan hermosa. Sin embargo, con el tiempo aprendió que aquello era un mensaje: no importaba cómo de horrible fueran las cosas, tarde o temprano aparecería la esperanza. El hombre blanco, con su orgullo, caería tarde o temprano.





Me llamo Violeta


 
               Estabas en el lugar más apartado de clase, con tu cabello oscuro, largo y despeinado. De vez en cuando pasabas las manos sobre sus hebras, como si trataras de ponerlas en su lugar con una pizca de desgana. Siempre llevabas puestas camisetas negras con dibujos de calaveras y logos de grupos de música para mí desconocidos. «Metallica» ponía en alguna de ellas y en otra me pareció leer «Guns N' Roses», pero tampoco podía estar del todo segura de que se escribiera así. Tus ojos eran de un marrón claro que con la luz parecía caramelo tostado. Tenías pecas sobre el puente de la nariz y encima de los pómulos. Tu piel era pálida; te veías delgado y desgarbado.

           En ocasiones me preguntaba por qué siempre te ponías los mismos pantalones vaqueros anchos y llenos de cadenas. Mirabas desde el aula con un cansancio que era para mí indescifrable. Me intrigaba cómo te debías de sentir para hacer aquellas muecas. A veces también me daba la sensación de que tenías ganas de ponerte a llorar porque tenías los ojos enrojecidos, pero tampoco podía fiarme de mi criterio. No te conocía, aunque me tenías trastornada.

               La gente hablaba de ti. Tu nombre era Ulises, y me parecía muy bonito. Había gente que te decía «Hey, Ulises» de una forma despectiva; como si quisieran reírse de ti al pronunciarlo porque les parecía estúpido. A lo mejor en alguna ocasión has pensado que estaría mejor que te hubieran puesto «Emilio» o «Ricardo», para sentirte alguien normal. A mí me gustaba mucho Ulises porque no lo había escuchado nunca, solo en La Odisea y se veía épico. Como un héroe clásico, o algo así.

               Una vez escuché que te ibas al baño a hacerte rayas. Por aquella época no tenía muy claro lo que eran, así que tuve que preguntar a la gente, que se rio de mí. Esnifabas una cosa blanca por la nariz, ¿cierto? Llegué a verlo, en realidad, pero lo sabes porque también me viste a mí. Había unos baños, que eran para minusválidos, en el instituto. Eran mixtos, por eso la gente los usaba de picadero. Los profesores probablemente lo sabían, pero les resultaba más sencillo no pasearse por ahí. Una vez fui cuando terminó lengua porque como te vi en la anterior hora, sabía que habías acudido al instituto. 

               Tengo grabado en mi cabeza cuando abrí la puerta y te vi. Tú al principio no me miraste porque estabas colocado o porque tampoco hice nada para que te dieras cuenta de mi presencia. Estabas encorvado sobre la pila, donde descansaban las rayas de... ¿Coca? Se llamaba así, ¿cierto? Sujetabas un billete entre tus dedos, que estaba apoyado sobre uno de los orificios de tu nariz. Inhalaste. Inalaste por la nariz con tanta fuerza que sentí que cortaste el aire como cuando ocurre algo que impacta mucho. Luego te frotaste la nariz y lo volviste a hacer. Mientras tanto yo seguía callada mirándote, sin saber muy bien lo que hacía. Entonces te giraste hacia mí sobresaltado. Me pareció gracioso, así que sonreí nerviosa. 

               —¿Qué haces aquí? ¿No ves que está ocupado?

               —No deberías de hacer eso.

               —¿A ti qué te importa lo que haga? Lárgate.

               —Me llamo Violeta, encantada de conocerte. —Tú solo encaraste una ceja con desconcierto. Sonreí de nuevo, antes de salir de ahí.





Indefensa



             La princesa Soledad estaba en su torreón con la mirada fija en el infinito. Sus ojos clavados donde la aurora se fundía con la tierra. Imaginaba el cielo como el lugar en el que habitaba todo lo etéreo, mientras que la tierra englobaba un amasijo inconsistente y mundano. La tierra era tan aburrida, que le causaba rechazo pensar en ella. Por eso le gustaba estar en un lugar tan alto, donde podía ver nacer las gotas de agua.

             Aguardaba a su príncipe de yelmo de plata: tenía ganas de que fuera a por ella y la ayudara con sus dragones. Todas sus ilusiones las había enfocado en que en algún momento sería rescatada y, entonces, su vida cambiaría radicalmente. De hecho, aquello para Soledad era una exigencia: ella no solo anhelaba ser rescatada, sino que también lo exigía. Se merecía estar triste, ser débil y vulnerable. Cautiva en su torre, la princesa Soledad revindicaba su derecho de no ser valiente. Con orgullo, quería demostrar que lo erróneo no era buscar a un príncipe sino que su vida estuviera condicionada por aquello.

             Así pues, Soledad sonrió con lágrimas en los ojos. Se las imaginó hermosas, como las gotas de agua que bailaban hacia el asfalto. Sus ojos eran otro torreón que, hasta aquel instante, había almacenado cada una de sus emociones. Pero ahora no importaba, porque encerrada entre cuatro paredes se sentía más libre que nunca.





 
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