Fragmento del diario de Silas

Me gustaría contar cómo fue la primera vez que la vi, pero lo cierto es que no puedo. Ella era del tipo de personas invisibles; que estaban ahí, pero nunca eras consciente de su presencia. De hecho, estábamos en la misma clase y yo era incapaz de concebirla como algo más que un rostro debajo de García, su apellido. Toda ella parecía estar afanada en pasar desapercibida, hasta aquel día.

Yo había ido al baño a colocarme, como empezaba a ser habitual en mi rutina. Entonces, golpeó la puerta. Golpeó otra vez, y otra. Para querer pasar desapercibida, en aquella ocasión era bastante molesta. Aguardé silencio, para que pensara que el baño simplemente estaba ocupado y se fuera. Pero no; era el lavabo de mujeres y ella tenía que ir a mear. Así que insistió, picando como si su vida pendiera de ello. Tomé aire por la nariz, aun sintiendo la quemazón de mi última raya, y abrí. Tengo grabado a fuego la forma en la que se veía: ligeramente más alta que la media y, de igual forma, ligeramente más rechoncha de lo considerado atractivo. Sus ojos eran dos almendras del color de la miel y estaban enrojecidos por unas lágrimas que no llegó a derramar. Las mejillas arreboladas, el cabello moreno y repleto de rizos. Los labios finos, la nariz ancha y las cejas arqueadas como si aguardara respuestas a preguntas que nunca alcanzaba a formular.

En aquel momento no me pareció bonita, solo molesta. Clavó su mirada en los azulejos del suelo, en vista de mi expresión de enfado hacia su intrusión. «Estas en el baño de mujeres» espetó con su voz aguja y baja. La miré buscando desafiarla, aunque parecía que estaba cohibida ya de antemano. Entró abochornada, para después quedarse enfrente de mí de una forma bastante ortopédica.

—¿Te vas a ir ya? Este es el baño de mujeres —insistió con impertinencia. Me irritaba su manera de comportarse, así que solo quise llevarle la contraria.

—¿Y si me sintiera mujer? ¿Y si te dijera que soy una mujer? —espeté para contradecirla. Arrugó las cejas, luego me evaluó de arriba abajo. ¿Qué? ¿Te gusta lo que ves? Me habría gustado decirle, solo para hacerla sentir fuera de lugar.

—Banalizar la transexualidad es algo bastante feo. —Pero qué pedante era. Y qué bien le sentaba cuando apretaba los dientes, enfadada. Movía esos labios que se me antojaron jugosos, provocativos. Ojalá comprender lo que me estaba pasando.

—¿Quién te dijo que banalizo la transexualidad? Estás hablando de más. No eres quién para cuestionar mis sentimientos o experiencias.

Alguien llamó a la puerta. García, o sea, la chica se tensó. Mentalmente repasé el listado de clase, a ver si recordaba cuál era su nombre de pila. Alicia; se llamaba Alicia. Como la protagonista del cuento, que perseguía a un consejo blanco que sostenía un reloj. Le quedaba bien: tal vez porque parecía que se había escapado conmigo hacia una madriguera.

—Por favor, no abras —murmuró. Habló sobre mi oído. Su aliento me hizo cosquillas.

—¿Por qué? —Entonces me fijé en la razón por la que solo estaba mirándome de frente y no se giraba. Tenía la parte trasera de los pantalones manchada de sangre. Le había bajado la menstruación y huyó al baño para limpiarse antes de que la descubrieran. Hubo una parte de mí que quiso reírse de ella: solo para hacerla sentir mal y porque, siendo francos, siempre he sido un capullo. Pero cuando evalué el apuro en su rostro, decidí no hacerlo. Parecía un cervatillo asustado. Aquella fue la primera vez que me pareció bonita.

—Está bien, pero no te pongas a llorar. —Me quité el pantalón vaquero, luego clavé mis ojos en ella. —¿Quieres verme la polla?

Alicia se sobresaltó. Estaba sonrojada, con el pulso temblando. No sabía dónde meterse y, otra vez, me pareció bonita. «¿Qué estás haciendo?», inquirió con una incomodidad que era difícil de disimular.

—¿Ves mi mochila? Tengo dentro el pantalón de chándal de gimnasia. Por lo visto, a mí me gusta hacer deporte y a ti no. —Sonreí. —¿Qué haces que en tu bolsa no guardas los pantalones deportivos? Está feo escaquearse de la carrera de resistencia por no llevar ropa de deporte.

—Se me olvidó en casa. —No sabía mentir.

—Te voy a dar mi ropa interior y pantalones de deporte para que te cambies y nadie vea el estropicio que llevas —le dije—. Más te vale que no los ensucies también, porque de ser así me enfadaré. Yo me quedaré con mis vaqueros y los huevos colgando.

Alicia se giró a la espera de que terminara con el intercambio de ropa. Por mi parte, me cambié con parsimonia; bastante lento. Me gustaba demasiado hacerle sentir vergüenza; era maravilloso tener control sobre sus emociones. Después le llegó el turno a ella, que también tardó bastante en cambiarse. Oí el grifo que usaría para limpiarse y el rasgar de alguna compresa. Me habría gustado mirarla, aunque fuera de reojo, pero tuve miedo de arrojar a la basura la fina línea de complicidad que había trazado.

Cuando terminó me quedé evaluando lo anchos que le quedaban mis pantalones. Tuve el impulso de tocar su cintura para medir la diferencia de diámetro que tenía en su figura. No lo hice. Sin embargo, tomé los tirantes elásticos de los pantalones para atárselos.

—Puedo sola. —Se quejó, pero no trató de impedirme terminar el trabajo. Mis manos estuvieron sobre ella más tiempo del que debería.

La persona que había llamado a la puerta, no estaba ya. Desconocía el tiempo que había pasado, pero se había ido.
 
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