El reino de hielo

Capítulo II: De la magia a través de las ventanas


Denisse miró cómo Ian descansaba. Estaba tumbado con sus manos aferradas a las mantas y con su pecho moviéndose al ritmo de pausadas respiraciones. Derrochaba paz; un tipo de tranquilidad que se le antojó como algo extraño y ajeno. Se preguntó si su modo de dormir, cuando entraba en suspensión o se quedaba sin batería, era el mismo que el del pequeño. Probablemente no, dictaminó. Ella lo veía todo negro, no había ideas o conceptos que confluyeran dentro de sí como ocurría con los humanos. Su manera de dormir era más cercana a la muerte que al descanso.

Quisiera haberse sentido triste o haber experimentado aquella emoción de anhelo que era amarga, pero en ocasiones se producía por recordar un pasado bonito. Sí, Denisse supo que le gustaría experimentar más cosas además del zumbido del ventilador de su pecho o el flujo de corriente del líquido de refrigeración. Quizá era por su sistema de aprendizaje; el más innovador, el más moderno.

Estaba un tanto cansada; el pequeño no se había dado cuenta de que en la primera carga debía de estar veinticuatro horas conectada. Se alejó de la cama y le regaló una última mirada a Ian. Fue hacia el comedor y se enchufó a la luz. El ventilador de su pecho vibró y se sintió bien. Alimentarse era algo parecido a experimentar un torrente cálido a través de sí hasta emborrachar sus circuitos y sentirse saciada, renovada y satisfecha.

Se sentó en el sofá cercano al enchufe. Dejó que su mirada vagara por la ventana, que estaba justamente a espaldas del sofá: se movió a través del paisaje nocturno y, con él, descubrió la nueva afición que tendría todas las noches. La calle estaba vacía, iluminada por una serie de farolas que emitían un halo amarillento. Sobre la acera había un montón de suciedad: papeles de plástico, trozos de cartón y otros desperdicios que la androide no supo identificar. El servicio de limpieza aún no había llegado. Habían desaparecido las papeleras, dado que la gente se olvidaba de usarlas. ¿Para qué esforzarse en tirar las cosas ahí cuando existían robots que las recogían si estaban en el suelo?

Los edificios eran de tonos grisáceos y la mayoría de fachadas estaban ennegrecidas. Quizá aquella fue la razón por la que se pintaban de gris; para que se notara menos la polución. Esconder lo evidente era más fructífero que reconocerlo. Hubo un edificio que llamó la atención de Denisse; era amarillo pálido y destacaba sobremanera en aquella manada de casas monocromáticas. Bajo su ventana se resguardaba entre trozos de cartón un vagabundo. Era un tipo con la barba descuidada, a juego con su cabello donde, en algunas zonas, despuntaban motas blancas como si fuera la nieve en la corona de una montaña. Sus ojos estaban fijos en el horizonte y en sus extremos podían intuirse unas arrugas, al igual que en los bordes de sus labios. Denisse supo nada más las vio que eran propias de las personas que sonreían mucho.

El ambiente de la calle parecía frío. Se atinaba a ver cómo el rocío de madrugada se había vuelto hielo en los coches aparcados, en las zonas inferiores de los postes, en los pomos de las puertas… La escarcha relucía en ellos reflejando el brillo de las farolas y aquello se le antojó hipnótico.

Había algo bajo los cartones del vagabundo que llamó la atención de la androide. Era un perro de metal, un tanto oxidado, con los ojos brillantes por sus LED naranja. Parecía algo viejo, pero, por la forma en la que oscilaba reclamando la atención del vagabundo, Denisse tuvo la sensación de que el trato que compartían era cercano al cariño. Debajo de la panza del animal había un radiador, que probablemente emitiría calor al hombre, y en su cabeza encontró algo súbitamente más llamativo. Aquella extraña mascota robótica tenía un tocadiscos que el vagabundo activó de un tirón seco en sus orejas.

Sonó una canción suave que Denisse no reconoció y, tras ella, se escuchó sobresalir el vibrar de un desafinado acordeón. La melodía, a pesar de sonar floja, tenía algo que hizo a la androide sentirse diferente. Era un vals; algo lento e interpretado con ternura. Aquella canción, llevada a manos del vagabundo y su mascota como una solución al frío, tenía la capacidad de transportar a Denisse a un lugar lejano de la necesidad o el dolor. El frío era algo innato en la ciudad. Las calles estaban frías, y los edificios, y probablemente las personas. Pero, aun así, cuando escuchaba aquellas notas las cosas se sentían menos heladas. Denisse sonrió al vagabundo a través de la ventana con un tirón de labios quizá algo forzado, pero no por ello menos sincero.

—Pensaba que te habías ido —escuchó una voz a sus espaldas. Era Ian que al despertarse y no encontrarse con nadie en su habitación había acudido en busca de la androide.

—Estoy cargando mi batería —musitó Denisse con los ojos cerrados, todavía en éxtasis por la canción que escuchaba de fondo.

—¿Qué haces? —quiso saber Ian, curioso. Denisse en respuesta hizo una seña al pequeño para que se sentara a su lado en el sofá. —Tengo frío.

—¿Lo escuchas? —inquirió Denisse—. Cierra los ojos, ¿oyes la canción?

Ian arrugó la nariz y obedeció. Se concentró en el sonido del aire, que zumbaba por las calles como si estuviera silbando, y en la forma en la que una farola se encendía y apagaba. Inhaló con lentitud, mientras sus oídos se acoplaban a algo nuevo. Oyó como una extraña canción acariciaba con timidez sus tímpanos. Bonita, pensó, era muy bonita. Tomó la mano de Denisse para tratar de transmitirle que estaban en la misma onda. Fue entonces cuando la androide lo miró a los ojos e Ian encontró un cariño que nunca había experimentado antes.

Las pupilas de Denisse eran moradas y, bajo ellas, había un LED azul que saludaba a Ian encendiéndose y apagándose como las farolas. Aquello era algo extraño que no había visto cuando la encendió. Ian sonrió y abrazó el cuerpo menos frío de Denisse, que empezó a tararear la misma melodía que seguía sonando solo para ellos.

—¿Me cuentas un cuento? —pidió el pequeño. Denisse se quedó pensativa; no se esperaba aquella petición por parte del chiquillo y tampoco estaba del todo segura de poder cumplirla. Fijó su vista, de nuevo, en el paisaje nocturno de la ciudad y con los ojos todavía clavados en él, contestó:

—Está bien. Voy a contarte el cuento de una mujer que era vagabundo.

Denisse empezó con un érase una vez, como sabía que era habitual, y, después, empezó a tejer una historia conforme iba hablando. Le habló de una mujer vagabundo que dormía en las calles y que llevaba puesto un disfraz hecho de harapos azules. «¿Cómo era de azul?», le preguntó Ian, que quería saber más información sobre los personajes. A Ian le gustaba imaginárselos como si fueran reales; como si tuviera en su cabeza una fotografía de ellos. Y Denisse le contestaba «Azul celeste, ¿sabes cómo es? Es el color del agua limpia en las piscinas. Es un azul claro pero intenso. Como el de nuestro cielo, pero más vivo. Como el de nuestra playa, pero más puro». Ian no terminaba de imaginarse aquel azul, quizá porque era un color que no se encontraba muy a menudo en la ciudad.

Después de detallar los harapos de la mendiga uno por uno, Denisse habló de cosas que la hacían mágica. Pensó que la mendiga inventada era parecida al mendigo que vio en la calle. Personas con magia como en los cuentos; personas que hacían que la vida real fuera un cuento. Y le dijo a Ian «La mendiga pedía algo que no era dinero, pero la gente que paseaba y le lanzaba limosna no lo sabía». Entonces fue cuando llegó una persona diferente que vio a la mendiga y se dio cuenta de su magia. «¿Y cómo alguien puede ver la magia de las cosas?» quiso saber Ian emocionado. Su mirada, ausente por evocar el mundo imaginario que hilaba Denisse para él, reflejaba los destellos amarillos por la luz de la calle. «Porque son personas especiales, distintas —improvisó Denisse—. No todo el mundo puede ver la magia». Y el pequeño le contestó, inspirado: «La magia es como el frío».

La androide, conmocionada por aquellas palabras, se quedó callada. ¿Como el frío? Era una ocurrencia extraña de un niño; no debería de tener demasiado sentido. Pero aun así, sí que lo tenía. La magia era como el frío que azotaba la ciudad, y poca gente se daba cuenta. Denisse vio el frío en el mendigo y tuvo consciencia de él en sus circuitos. E Ian también lo veía. La magia estaba en aquellos que peleaban contra el hielo.

—¿Y cómo continúa el cuento? —inquirió Ian. Denisse, en respuesta, tomó la mano del pequeño y la llevó a que se cubriera los ojos. —¿Por qué me tapas?

—Vamos a contar hasta tres y, entonces, te destapas. Ya verás.

«Uno, dos… ¡Tres!». Ian se destapó, ansioso, y clavó su vista en el techo. Denisse estaba a su lado, quieta, con su rostro inclinado hacia arriba. Su cabeza emitía una vibración suave y sus ojos habían cambiado. No existía ni la pupila ni el iris, solo una luz blanquecina que enfocaba al techo del cuarto y regalaba a Ian una imagen que iba a atesorar para siempre en su memoria. Estaba la mendiga, primero pidiendo aquella limosna que no era dinero. Ian vio su ropa de disfraz, donde distinguió el azul celeste. Entonces supo que se había convertido en su color favorito. Sin lugar a dudas era más brillante que el de las piscinas limpias.

Después apareció en escena la persona diferente que veía la magia y el frío. Ayudó a la mendiga a levantarse y le susurró un te quiero en el oído. Fue entonces cuando la mendiga cambió y sus harapos celestes se redescubrieron como alas. Magia, la mendiga había perdido la magia, y aquella persona especial se la había devuelto. Luego de aquello vino una sucesión de imágenes de la mendiga sobrevolando la ciudad y convirtiendo los tonos grisáceos y sucios en algo distinto.

—Ella tenía frío, ¿cierto? Fue una superviviente de tu Reino helado, Denisse: por eso me lo enseñas —espetó Ian, atolondrado. Hablaba ausente, incapaz de apartar la vista de aquella preciosa recreación—. Ya no tengo tanto frío, Denisse. Antes tenía frío; ahora tengo menos frío.

La casa de Caramelo

Tal vez me estuviera repitiendo demasiado, pero la vida me había hecho pedazos. Había fragmentos de mí que, en el suelo, definían un trazo que me recordaba de dónde venía el gris. El origen del monocromatismo se fraccionaba en varios senderos, aunque todos ellos iban a morir a la casa de la bruja. Yo era Gretel, la hermana un Hänsel que me había abandonado. Venía de la casa de la arpía, atiborrada de tanto caramelo que rayaba la indigestión. Concebía al caramelo como cosas tristes que, en un inicio, pensaba que me harían bien.

Las cosas tristes que pensaba que me harían bien mellaron mis dientes, me hicieron contraer diabetes y obesidad mórbida. Así que terminé siendo una Gretel que estaba malita y no sabía cómo escapar del cautiverio. Echaba de menos a mi hermano, porque su falta hizo tangible la sensación de estar sola en la vida. Aunque siempre supe que estaba sola, que así estábamos todos, sentirlo sin edulcorar hizo que mis cachitos se fraccionaran todavía más si cabía.

Solo podía mirar a las migas de pan, a los trozos de mí, con conciencia de su origen. A veces quería seguirlos, mirar atrás para regresar a la casita de caramelo. Y me decía que no, pero lo hacía. Había veces que no podía evitar recular: girar la cabeza como Edith, a la espera de convertirme en una estatua de sal. ¿La sal, que era desazón, podría sentir más cosas? ¿estaría entonces condenada a existir, inmóvil, solo experimentando desdicha? Tal vez el problema estuviera en que solo escogía metáforas nacidas en desasosiego. Tal vez si focalizara el asunto en las promesas de futuro, en lugar de rebobinar al pasado, me sentiría menos condenada. Soy una Gretel perdida, con deseos de prender fuego a sus migas de pan. Quiero quemár(me)las para resurgir como un ave fénix. Quiero ser feliz. Pero tanto la casa de caramelo, como la ausencia de Hänsel son dos lastres muy pesados que, espero, algún día dejen de impedirme volar.



El reino de hielo


Capítulo I: De los inicios de El reino de hielo

Fue la noche del octavo aniversario de Ian cuando apareció Denisse. Lo hizo en una pesada caja de cartón, con un sello enorme en la parte trasera, a manos de un mensajero de cabello azabache y mirada cansada. «Firme aquí», le dijo a la mamá de Ian, y la mamá firmó e Ian sonrió. Dejaron la caja en el suelo del comedor. Ian, emocionado, empezó a tironear de las cintas que la precintaban y a rasgar el cartón como si su vida pendiera de ello.

—Va a ser mi primera amiga, ¿cierto? Me dijiste que me querrá mucho —exclamó a mamá, que en respuesta le regaló un asentimiento abatido.

El nombre de mamá era Claudia, pero Ian nunca lo utilizaba porque le parecía una falta de respeto. Su pelo era del color de la miel, muy rizado, y los ojos dos almendras con chocolate. El contorno de su cara era delicado, al igual que el arco de sus cejas y su nariz. Tenía los pómulos marcados, de un tono rosa claro. En ellos se proyectaba la sombra de unas gafas bermellón que siempre llevaba puestas.

Ian sabía que mamá llevaba gafas porque tenía un secreto que no se atrevía a decir en voz alta. Una vez le preguntó «Mamá, ¿por qué llevas siempre puestas las gafas?» y le contestó «Porque me ayudan a distinguir bien las cosas». Desde que le desveló aquello, supo que estaba ante algo importante que debía de tomarse muy en serio. El secreto de Claudia era que no entendía bien el mundo y, por tanto, necesitaba ayuda externa para interpretar las cosas. Por aquella razón Ian intentaba ser más permisivo con mamá cuando a veces se olvidaba de la hora de recogerlo del colegio o cuando no quería pasar tiempo con él.

Tampoco estaba bien molestarla cuando se encerraba en la habitación a llorar, o cuando se enfrascaba con el portátil a trabajar sobre finanzas, esquemas, o cosas parecidas. Ocupada, mamá siempre estaba ocupada y triste. Una vez Ian le dio unas gafas que había encontrado en el patio de su colegio. Mamá le dijo «Esas no me sirven, Ian. No tienen la misma graduación que yo», así que el pequeño pensó que el mundo se medía por la graduación.

—Vas a romperlo, Ian. Te ayudo a terminar de abrir el precinto —afirmó Claudia. Se arrodilló frente a la enorme caja de cartón que, con unas tijeras, terminó de abrir.

Los ojos de Ian se abrieron por la sorpresa. Dentro de ella había un montón de plástico de burbujas para proteger a su nueva amiga. Mamá lo cortó hasta dejar al descubierto a una androide apagada, sin batería. Ian, impaciente, escarbó dentro de la caja en busca del cargador.

Sentaron a la androide y apoyaron su espalda contra la pared, mientras buscaban el puerto micro USB para conectarla a la luz. Estaba al lado de su oreja izquierda. Al enchufarlo emitió un zumbido, que escucharon del ventilador a su espalda. Ian fijó la vista en su nueva amiga, que era muy guapa. Era bastante alta, de piel pálida y delgada. Tenía el cabello corto de un tono rosa pastel y los ojos cerrados y de pestañas largas. Sus labios eran carnosos de un rosa pastel, también, al igual que sus mejillas. Los rasgos eran un tanto angulosos y, de algún modo, la ayudaban a ser más especial.

—Es muy guapa, mamá. Me gusta mucho. Es muy guapa, ¿verdad?

Claudia asintió y se sentó en el sofá. Sacó su portátil del bolso para enfrascarse en su serio trabajo de finanzas.

—Ahora tendrás algo para entretenerte por las tardes. 

***

La androide sintió cómo algo vibraba en su pecho. Aquel era su corazón, pensó, solo que un poco más especial; estaba dentro de un disipador, reforzado por un ventilador, que refrigeraba un líquido que le llegaba a todo el cuerpo como la sangre en los humanos. Sí, pensó, ella era como los humanos solo que más fría. Toda ella era un bloque de hielo, así que si se calentaba era porque algo estaba mal y tenían que llevarla a reparar.

La construyeron en una enorme cadena de montaje con manos de metal que tomaban las piezas y las ensamblaban. Las unían como si fueran puzles con combinaciones extrañas. Recordaba cómo hicieron su esqueleto, de aluminio aeronáutico, como se vendía en las promociones de la empresa. El más ligero, decían, el más robusto. En su cabeza implementaron la RAM, el procesador, el disco duro, la tarjeta de vídeo…, y otras tantas cosas que, aunque eran importantes, no era necesario enumerarlas.

La cinta la llevaba de un sitio a otro, según iban avanzando en el proceso de construcción. En las últimas fases, cuando estaba ya más completa, le colocaron la piel, las pupilas, los dientes y el pelo. Todo de la mejor calidad para ser la mejor androide del mercado. O eso decían, y la androide no podía cuestionarlo.

El final de la fase de producción fue cuando la conectaron a un ordenador para pasarle información de muchas cosas: viajaba como un torrente por su memoria interna, hasta tal punto que pensó que se volvería loca con tantos datos. Su nombre era 261210 y su serie la D. La mejor serie, la más moderna, le repetían. Así que no podía olvidarlo. Tenía un innovador sistema de aprendizaje que le permitía formarse como ente independiente. Aquello, en consecuencia, la haría parecer más humana. O eso decían, y la androide no podía cuestionarlo.

Tras aquello la pusieron en una caja de cartón donde le entró sueño. Cerró los ojos, luego el zumbido de su pecho cesó. El camino a casa de Ian se hizo oscuro y la androide, sin batería, no pudo establecer algoritmos sobre cuál sería su futuro.

***

Cuando despertó se encontró con la mirada inquieta de un niño de unos ocho años. Tenía los ojos azul cielo, resplandecientes, y las mejillas sonrojadas. Bajo ellos había unas ojeras pronunciadas, lo que le hizo preguntarse la hora que era. Las doce, eran las doce de la noche, y el pequeño continuaba despierto. Su cabello era rubio claro, rizado, muy matoso. Tenía la cara redondeada, de nariz respingona, y labios prominentes. No era demasiado alto, de manos rechonchas.

Alzó su brazo derecho para acariciar las uñas del pequeño. Eran lisas y no brillaban. Arqueó sus cejas, confusa; las suyas sí brillaban, probablemente por el plástico que emplearon para ahorrar recursos. Ian la miró con impaciencia, luego se aferró a sus manos como quien se agarra a un clavo ardiente.

—Mamá te ha comprado para que seas mi amiga; llevo esperándote desde la tarde aquí sentado. Quiero que me des las buenas noches. Ven, vamos a mi cuarto —dijo el chiquillo atolondrado—. Eres mi amiga, ¿verdad? No me mientas, mamá dijo que serías mi amiga.

La androide se incorporó para dejarse llevar por los tirones del pequeño. Fueron a su habitación, mientras escuchaban de fondo el quejido de mamá. «Ian, baja la voz», espetó desde su cuarto, «Mañana madrugo». «Shhhh», le silbó tratando de ser lo más silencioso posible. La androide abrió las mantas e Ian se metió en la cama. Lo arropó intentando lucir cariñosa.

—¿Cómo te llamas? —inquirió Ian bajito. La androide le respondió su número de serie que, a opciones prácticas, era su nombre. —Ese no puede ser un nombre. Solo son números y una letra. La letra de, ¿cierto? Eso es porque tu nombre tiene que ver con la de, pero no lo sabes.

Ella no le contestó. Su respuesta fue imitar un encogimiento de hombros de la forma más natural que pudo.

—Te llamas Denisse, ¿vale? Tu nombre es Denisse como la protagonista del cuento. —Ian extendió las manos hacia ella como si intentara comprobar algo. Sonrió feliz, muy feliz. Las piezas encajaban como pensó. —¡Sí que eres Denisse! Saliste del cuento, ¿cierto? Porque dije que tenía ganas de verte, que estaba solo. Le dije a mamá que quería una amiga pensando en ti. Mamá es lista, por eso la quiero. Eres Denisse de El reino helado; por eso estás tan fría.

Denisse miró a Ian y le regaló una sonrisa forzada que para el pequeño fue la mejor del mundo. Aquel tirón de labios iba a ser, sin lugar a dudas, una de las pocas señales de cariño que tendría a lo largo de su inexperta vida.



 
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