Beatriz



             Entro en la consulta, como todos los días. Llevo mi pelo, castaño oscuro, recogido en una coleta que me acentúa el cuello largo y delgado.  Sobre mis hombros huesudos, un vestido de tirantes amarillo. Las ojeras realzan incluso más mi cansancio. Los labios gruesos, pero secos y pálidos. La nariz larga y fina. De tan delicada, toda blanca, me siento como una hoja quebrada por el viento. Pequeña y delgaducha hoja. Hojita enferma, tal cual se me ve.

             Me siento. El tirante de mi vestido cae porque, como dije, soy toda huesos y nada me está bien. Me observas con tus ojos miel. Me recoloco el tirante sin devolverte la mirada; clavo mi iris frío en el parqué. «Buenos días, Beatriz», y asiento. No solo mis pupilas son hielo, sino también yo estoy siempre helada. «¿Podrías bajar el aire acondicionado? Tengo los pelos de punta». Sonríes con cierta incomodidad: el tirón de labios llega hasta la montura de tus gafas, que es azul. Las arrugas de felicidad acarician la comisura de tus ojos y te queda bien. Me molesta. Me gusta. No sé.

             —Siempre se me olvida apagarlo cuando vienes tú. —Eso es un alfiler, aunque no debería de serlo. Probablemente ocurra porque piensas poco en mí; tendrás muchos pacientes. ¿Quién soy yo entre tantos enfermos? Tan solo una más. Ahí plantada, fina, como el papel. Ojalá ser tan fina como para que me engullan los agujeros del maldito parqué. Donde se une cada tablón, caería yo. Y vería la humedad bajo la estructura. Me encontraría entonces con alguna cucaracha bien grande que me quisiera morder. Me miraría con sus ojos de insecto y abriría su boca de insecto. A lo mejor me partiría en dos. O a lo mejor llegaría un ratoncito, de los pequeños y blancos con ojos rojos. Me miraría con sus ojos rojos y yo querría ser su amiga. Siempre me gustaron los hámsters.

             —No importa —miento—. En un rato se me irá el frío.

             —Y, bueno, yendo a lo importante... ¿Cómo estás, Beatriz? Llevaba ya una semana sin verte y me gustaría que me dijeras si has progresado. —Sonrío porque es lo que toca. Sonreír con mis labios secos, rotos. Siempre rasgados porque hablar nunca había sido lo mío. Boca rasgada, de dientes enormes. Así era yo.

             —Hice la lista que me dijiste. De cosas que me gustaban y que debería de empezar a fomentar.

             —¿Qué cosas has descubierto que te gustan?

             —Me gusta bailar cuando llevo falda, porque vuela. Me gustan las faldas y los vestidos por eso. —Hago una pausa para recolocarme el tirante que, por desgracia, se me ha vuelto a caer. —Me gusta mi nombre; suena bien. Me gusta cuando nieva aquí en Madrid: me identifico con la nieve. Es fría y blanca como yo. También me gusta escuchar música triste y llorar mientras me pregunto qué significará su maldita letra en inglés. Y... —Paro en seco para leer el folio donde lo tengo todo apuntado. Me he puesto nerviosa y se me han ido de la cabeza todas las ideas. Sacudo la falda para disimular la incomodidad aunque creo que me hace ver más ortopédica todavía. —Quiero aprender a coser, parece divertido. También me gustaría maquillarme como las chicas que veo en instagram, y tener un pelo bonito. Y..., creo que ya. No he escrito más cosas.

             Me da la sensación de que en tu escrutinio encuentro ternura, junto a cierto paternalismo. Me molesta el paternalismo porque es el pan mío de cada día, así que decido enfocarme en la ternura. Lo que proyecto en los demás no suele ir abanderado de aquel sentimiento, sino de cierta incomodidad y pena. En ocasiones también me miran como si fuera un sujeto de experimentos. De hecho, recuerdo que también lo hiciste tú el primer día que entré por la puerta. Te lo perdoné porque me pareciste guapo y con los guapos es más sencillo hacer la vista gorda; tenéis esa fortuna, los entes superiores. A las enfermas como yo nunca les hacen la vista gorda. La gente es muy intransigente contigo cuando sabe que toda tú estás mal.

             A veces creo que te quiero, pero luego vuelvo a analizar el sentimiento y se convierte en odio. En envidia, rabia, y mucha impotencia. Es una emoción que tiene arraigadas muchas preguntas; la primera de ellas es la más típica de todas «¿Por qué yo?». Por qué tuve que tener yo la mala suerte de estar mal. De ser fea, blanca y triste. De no saber sonreír ni hablar con las personas. ¿Por qué no pude haber sido una chica normal con una vida normal? Y sonreír y enfocarme en tonterías. No tener problemas para ir con la gente. No agotarme cada vez que trato de hablar con alguien. 

             La siguiente pregunta iba más enfocada a ti, aunque yo siguiera siendo el centro. «¿Cómo serías conmigo si fuera alguien sin problemas?». ¿Querrías ser mi amigo si fuera una chica normal? ¿Te caería bien? ¿Te podría gustar? Luego me respondo sola con el rotundo no. No tenemos nada en común, en realidad. Qué esté enferma hace que tengamos algo para relacionarnos: te intereso, porque soy tu trabajo. Ergo, tu interés no soy yo, sino mi enfermedad. Ahí es cuando te empiezo a odiar un poco. Una parte de mí, la más sádica, quiere hacerte daño. Hay una parte en mi corazón que te quiere destrozar. Me gustaría verte siendo tan mierda como yo: seguro que tu sonrisa no sería tan radiante y te costaría bastante considerar esta vida como algo positivo. No serías optimista y te parecerías a mí mucho más. Mi parte sádica sabe que si estuvieras tan triste como yo, quizá me podrías querer. Que, siendo feliz como eres, para mí serás inalcanzable.

             Para terminar hay otro cachito de mí que se conforma con mirarte a lo lejos, con el platonismo, y quiere que sigas siendo así. Creo que es de las pocas cosas que me envuelven que podrían considerarse algo bueno. En la mayoría de ocasiones intento aferrarme a ella para no perder la poca cordura que me queda. Luego veo esos detalles en los que se nota que te importo bien poco; como con el aire acondicionado, y mi lado sádico quiere hacerte arder. Crear una guerra que te parta en mil pedazos.

             —Te gustan muchas cosas, Beatriz. Estoy seguro de que si te enfocas en ellas podrían hacer de salvavidas y te sentirás mejor. —Asiento. Te quitas las gafas para frotarte los ojos; hasta ahora no me había dado cuenta de que estás cansado.

             —Si no te encuentras bien me puedo marchar. Ya nos veremos la semana que viene, ¿está bien?—espeto de carrerilla. En realidad no me quiero ir; me gusta tu compañía. Sé que probablemente no sea recíproco dado tu trabajo, pero está bien para mí compartir un rato a tu lado. Me sabe mal que no estés bien, así que lo mejor sería irme. No obstante me quedo sentada, arañando segundos. Vuelves a colocarte las gafas y a rascarte la escasa barba que tienes en la zona de la perilla. Es un tic, lo haces pero no sé por qué. De tan guapo que eres duele mirarte. Me vuelvo a colocar el tirante. Tus ojos derrapan de mi hombro huesudo, al hielo azul que me regalaron de iris. 

             —Quédate, no es para tanto —musitas. Sonrío reticente, pero acepto. La ternura de tu voz está ahí, asesinando tanto a mi parte sádica, como a la que se pregunta por qué la vida ha sido tan mala conmigo. Solo queda el fragmento de mí que desea que seas feliz.  Quizá, solo quizá, algún día descubra que me quieres un poquito. Solo un poco. Soy pequeña, delgada y blanca: no hace falta demasiado calor para hacer derretir mi hielo.





Cuaderno de anotaciones de Ofelia



                    Recuerdo que el día que descubrí quién era mi padre, decidí que habría sido mejor no haber nacido. Era un soldado, cómo no. Un héroe que no era un héroe. Un monstruo disfrazado de galán. Se llamaba Saúl y vestía con el uniforme canela de su división. No era ni alto ni bajo; ni gordo ni delgado. Tenía la barba sin cuidar, algo de entrecejo y la nariz un poco doblada porque probablemente se la rompió alguna vez. Lo veía algunas veces en Karolina, mi ciudad. Todas las tropas estaban en el foco más alejado del conflicto armado, Salamina, mientras que el resto estábamos en la capital.

                    La cosa había desembocado en un cerco, que dividía el centro en el que estábamos nosotros de la periferia donde ellos se resguardaban. Si querías salir, no podías; tenías que llevar un permiso especial. Ya que por supuesto, ellos no tenían cómo saber si eras un rebelde y querías bombardear o asesinar civiles en sus dominios. Porque sus dominios valían más que los nuestros y sus civiles eran, también, más importantes que nosotros.

                    Sabía yo que Saúl acudía a la plaza de la iglesia de Karolina todos los sábados por la mañana. Era el día en el que la periferia hacía alarde de su caridad y nos traía comida. Normalmente eran legumbres, arroz y alguna que otra conserva. Aunque a veces teníamos suerte y había pan blanco; otras nos daban unas tortas oscuras y duras que distaban mucho de estar hechas con trigo. Ahí iba mamá junto con otras mujeres a hacer cola para conseguir abastecerse. Y ahí fue, obvio, donde conoció a aquel señor.

                    Me imaginaba a mamá más joven y menos cansada. Con su melena negra, larga y lacia, como una cortina a través de sus hombros descubiertos; solo provistos por una camiseta de tirantes algo gastada. Sus ojos avellana serían expresivos, acentuados por sus pestañas largas. No tendría tantas bolsas ni ojeras y su piel olivácea no se vería tan amarillenta como en sus últimos años. Había descubierto que las arrugas, en muchas ocasiones, además de delatar la edad iban a juego con el cansancio de la vida. Las arrugas eran testigos de cómo nos quisimos comer el mundo y, al final, él nos engulló a nosotros.

                    Saúl seguro que la vio con su pelo carbón y millares de ilusiones intactas. Fue él quien quiso alimentarse de la felicidad de mi madre, y desde luego que lo hizo. ¿Cómo no iba a conseguirlo en un mundo donde el hombre blanco ejercía su hegemonía? Héroes, los llaman, y yo solo rompo a reír con ironía, porque las lágrimas se me han gastado del todo. Mamá no me dijo que la violó y, probablemente, dentro de los estándares de muchos tampoco lo hiciera. Para la mayoría violar es que te aten a una cama y hagan lo que quieran contigo. Qué te metan una paliza mientras suplicas clemencia e imploras que no te introduzcan un pene dentro de tu vagina.

                    Pero siempre existieron otro tipo de violaciones; más silenciosas pero igual de horripilantes. Violaciones encubiertas; donde no puedes optar a otra cosa que no sea cerrar los ojos y asentir mientras hacen lo que quieran contigo. Violaciones donde te ves intimidada por un señor a rebosar de billetes con los que alardea de un prestigio inmerecido. Lo odias, pero te engañas; como pensando que te está ayudando dándote algo de dinero. Que eres su juguete más valioso. Que tuviste suerte de que estuviera contigo en lugar de con otra. «En realidad, Ofelia, fui afortunada por que apareciera en mi vida. A veces me traía pan blanco o telas para que me cosiera vestidos»; me confesó mamá. Y yo quise, solo quise... Quise muchas cosas pero no sabía designarlas. La rabia me comió la lengua.

                    Ella parecía muy convencida de engañarse con que quería compartir intimidad con ese señor. Y para mí explicarle la complejidad que veía en el consentimiento; decirle todo aquello de la luz de gas o de la coacción se me hacía un mundo. Creo que había roto tanto a mi madre que hacerle juzgar su pasado, terminaría de quebrarla. Prefería hacer como que no pasaba nada. Enfocaba su felicidad en sus aficiones; como sus brebajes de bruja.

                    Cambió de tema y empezó a explicarme por qué me puso Ofelia. Me confesó que antes de que apareciera Saúl en su vida ella iba a la escuela. La formación obligatoria era hasta los dieciséis años y ella, por supuesto, se consideraba una alumna aventajada. Mi madre era muy curiosa y le encantaba investigar las cosas que aprendía en clase por su cuenta. Acudía mucho a la biblioteca para alquilar libros que luego tener que leer en casa. Aquel era su mayor entretenimiento dado que su familia, de etnia gitana, le había declarado la guerra a cualquier ápice de tecnología. No era que la gente de a pie tuviera muchos avances: solo constábamos de un móvil que nos daba el Estado y una Tablet con teclado, que se podía poner o quitar, de muy baja potencia. Ambas eran de la misma marca, BQ, defendida como producto nacional.

                    Fuera de Karolina, donde estábamos nosotros, se podía adquirir más variedad de productos. En Salamina había bastantes tiendas donde grandes marcas ejercían su competencia. Y, además, estaba también la opción de adquirir productos a través de internet; en un mercado menos restrictivo y menos limitado de lo que estaba aquí. Mi madre, como sus padres, tenía sus dispositivos electrónicos pero no les hacía demasiado caso. Las horas de uso que tenía mamá estaban, por supuesto, restringidas por sus progenitores.

                    La abuela Zita a veces le leía la mano. Desde que le llegaba la memoria tenía en la cabeza el presagio de Zita «Naciste con las tristeza bajo el brazo, Ciara. Aléjate de la tecnología porque solo la naturaleza te podrá dar la luz». Entonces mamá Ciara se imaginó a toda ella como un remolino de oscuridad. Le afectó tanto que ni siquiera cuestionó las restricciones irracionales de Zita y yayo Lucas. Así que solo se pasaba las tardes leyendo para matar el tiempo.

                    Confesó, entonces, que el primer libro que le hizo un agujero en el corazón fue Hamlet. Lo cierto era que la mayoría de novelas que leía estaban limitadas; había algunas restricciones en cuanto a la ideología de lo que podríamos leer. La idea era no introducir pensamientos rebeldes dentro de Karolina. Porque, para la periferia, toda Karolina estaba llena de asesinos sin corazón. Hamlet se publicó como excepción: a los patriotas de Salamina les encantaba el ideal de justicia y venganza que imponía aquella obra de teatro. Vengarse del asesinato de tu padre. Qué heroico. Qué patriótico. Qué lícita era la crueldad del honor para defender tu familia y tus tierras. Hamlet, como protagonista, dudó. Dudó sobre si estaba haciendo bien, pero al final nada importaba. El ideal tóxico del héroe, que tanto le gustaba a mamá, seguía estando ahí. Ciara me repetía una y otra vez el monólogo.

Pero silencio. ¡La gentil Ofelia!

¡Ah, ninfa! En tus plegarias

que todos mis pecados se recuerden.

¿Qué es mejor para el alma,

sufrir insultos de Fortuna, golpes, dardos,

o levantarse en armas contra el océano del mal,

y oponerse a él y que así cesen? Morir, dormir...


                    Así que me dijo que yo iba a ser como Ofelia. Mi primera reacción fue el horror. No quería parecerme a una mujer que caía en la locura por los desaires de un hombre. Al principio la odié. Odié tanto a Ofelia, como a Eco, como a Dafne, como a Penélope y como a una larga lista más de damas cuya existencia solo había sido una premisa para destruirlas a ellas y enriquecer a algún hombre. Luego pensé. Pensaba mucho en si tenían algo que decir. Y quise darles voz. Ojalá ellas tuvieran el poder de hablar. Ojalá no las hubieran creado mudas.

                    Fue en aquel momento cuando redescubrí mi nombre. Le dije a mamá que iba a ser una Ofelia mejor. Que iba a hacer justicia por todas las que jamás tuvimos la oportunidad de hablar. Ciara me sonrió, creo que sin entender las convicciones desde las que hablaba o sin analizar lo horrible que era el ideal romántico de venganza. Mi deber era matar a Hamlet para que, por fin, dejaran de pintarme en cuadros barrocos ahogada en un lago. 
 

Alexandre Cabanel (1823-1889), Ofelia; 1883. Óleo sobre lienzo, 77 × 117,5 cm.


 
Mis Escritos Blog Design by Ipietoon