Lo que me queda de ti

Lo que me queda de ti es un cuadro con colores desvaídos. Una cicatriz que, algunas madrugadas, supura su ponzoña. También me quedan cuatro o cinco cosas que me regalaste y antes fueron tuyas, pero ya no. A veces las miro tratando de averiguar qué fue lo que las convirtió en lo que son ahora (objetos desangelados) y las alejó de ser el alfiler que se clavaba en mi pecho, cuando no era capaz de sostenerlas entre mis manos.

Lo que me queda de ti ya ni siquiera eres tú. Te diluyes entre la muchedumbre que orbita en mis días y noches. Mi rutina ya no es pensarte y la histeria que sufría cesó; mis lágrimas marchitaron en un adiós que parece firme. Mientras tanto, los resquicios de mí se yerguen para dibujarme como alguien distinta: más auténtica y con menos miedo.

Lo que me queda de ti es una página repleta de tinta, que antes quería arrancar pero ahora mismo solo ignoro. En mi vida existen más folios en blanco en los que, como bien sabrás, tú no estás.

Tri(s)tón

Navegante en un mar
del que jamás podía escapar.
Si buscaba la superficie,
me engullía la corriente
hasta mis huesos desollar.
Si buscaba hundirme,
me arropaba la oscuridad,
 mientras se llenaban mis pulmones de sal.
Yo jamás moriría
porque la muerte era un capricho
para la gente con corazón. 

Navegante en un mar
sin velero ni capitán.
Me dijeron que, como última esperanza,
podía ir a rezar
a las (carac)olas.
Podía pedirles que fuera a buscarme
el kraken con el cofre de Davy Jones
y robarle así los latidos de su pecho,
para poder quedármelos yo.

Navegante en un mar,,
me encontré con el señor tritón.
Y me miró tristona, y me sonrió.
Fue lo bastante cálido entre el salitre
como para ensamblar todos los cachitos
en los que me había convertido.
Después tomó una parte de su corazón
para compartirla conmigo.
Al fin podía morir,
pero ya no me apetecía.




Gris

Estabas ahí, mirándome con tus ojos grises. Estabas ahí, traspasándome y haciéndome sentir idiota. Y lo sabías; por supuesto que lo sabías. De hecho, creo que aquella era una de las cosas que más te gustaban. Te gustaba mirarme con el acero de tus ojos grises; de aquel iris que tantas veces me traspasó. Qué me abandonó. Qué me dejó rota.

—Cinco años —articulaste despacio, como si trataras de saborear tus palabras—, y sigues siendo la misma.

Abrí la boca con la intención de responderte algo mordaz para hacerme la ofendida, pero no salió ni una palabra de mis labios. Solo tomé aire en un suspiro pesado. Estabas ahí, con tus ojos grises. Estabas ahí de nuevo contemplando mis pedazos. Y me dolía ¿Cómo no iba a dolerme? Cinco años seguían sin ser suficiente.

Mi cuerpo ardía. Quería tocarte, sentir que estabas ahí. Abrí la boca, y no hablé. Tú en cambio sonreíste con sorna, mientras tus manos se pasearon sobre el respaldo de la silla del comedor. Lentas, se movían lentas como una caricia. Y la idea de tocarte me dolía tanto que parecía una tortura. Me mirabas con tus ojos grises, con el acero, con la herida que siempre estuvo ahí. Entonces me regalaste tu sonrisa impertinente, que avivó las llamas de un incendio nunca se extinguió.

—¿Recuerdas? Aquella noche cenamos comida encargada del restaurante de la plaza: tenías una tarjeta que cogiste de allí la semana pasada porque tenías la intención de invitar a cenar a tu hermana Tania, para que te perdonara que te olvidaras de felicitarla por su cumpleaños —me susurraste lento, cerca de mi oído. Yo me mantuve estática, de nuevo con esas ganas de tocarte, de nuevo abrumada por las circunstancias y tú, de nuevo, sobreponiéndote a mí; a ese nosotros que me destrozaba—. Justo aquella noche te quedaste a dormir a mi casa a ver una película.

Aquella noche, tu aliento me sumergió en algún lugar emocional y estúpido en el que no tenía control sobre mis impulsos. Tocarte, necesitaba tocarte y hundirme en aquel acero que me consumía. Quería tu calor: qué me consumiera tu calor hasta convertirme en cenizas.

—Por favor —atiné a murmurar—, ya basta.

Y tú me ignoraste con aquella pose segura que tan insegura me hacía sentir a mí. Me miraste triste; la tristeza en el acero, y algo más. Una tristeza que sin lugar a dudas poco tenía que hacer con la magnitud de la mía. ¿Alguien como tú podía estar más triste que yo? Tris, teza. Así era la cosa. Tristes los dos, pero, como era costumbre, yo más triste. Porque independientemente de lo que ocurriera la herida siempre iba a ser yo, igual que la triste. Tris, teza. La tuya pesaba menos, dijeras lo que dijeras. ¿Cómo el acero iba a estar triste si nació para ser frío? Ojalá dejaras de mirarme, de traspasarme.

Me ignoraste, como tratando de poner a prueba lo poco que dejaste de mí. Luego me miraste y me regalaste una pizca de inseguridad, de vacilación. Estabas triste, menos triste que yo, pero me ponías a prueba. Perdí la fuerza que me hacía mantenerme derecha y caí de rodillas al suelo. Siempre fui una dramática; una estúpida emocional que no estaba preparada para afrontar aquel tipo de circunstancias. Estaba rabiosa, avergonzada y mi grado de estupidez se había doblado. Tú me mirabas como lo hacías siempre y yo te sentí dos octavos por encima de mí. Siempre estuviste sobre mí en cualquier sentido de la palabra.

—Cinco años; han pasado cinco años —musité como una autómata—. Vete, por favor. No quiero saber nada de ti.

Roto, parecías tan roto como yo. Quizá fui yo, con mis delirios incoherentes, pero te vi roto. Quise llorar cuando te pusiste de rodillas a mi lado y tu mano acarició mi mejilla como si la estuviera atesorando. Me miraste con el acero consumido; menos frío, más líquido. Fundiste tu acero y creí verte adorarme como si fuera alguien mejor que tú. Te acercaste hasta que nuestros alientos se mezclaron hasta ser una única cosa. Y quise que me tocaras y olvidar. Solo fuego. Solo nuestro fuego.

Qué arda, pensé, qué nos ahoguemos en las llamas. Nuestros cuerpos se reconocieron y el vestigio de lo que fuimos se convirtió en presente de indicativo con un beso. Nos besamos con fuerza y fuimos una única cosa. Tus labios, tan húmedos, tan suaves, me susurraron en el oído algo que, para mí, fue música «Te necesito». Entonces te sumergiste en mí y todo, de algún modo, volvió a recobrar un sentido que en realidad nunca tuvo.
 
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