Bitácora 27/11/20

Naciste para ser muchas cosas. Naciste para ser princesa, pero te arrebataron la corona cuando la sostuviste entre tus manos. Naciste para ser pájaro, pero te mantuvieron cautiva en una jaula. Naciste del narciso, de la lluvia, de la azada..., y no. Te pusieron baches y trabas, que acompañaste con cien mil tequilas, mientras bailabas sobre ellos como si fueras indestructible. Quisieron llamarte igual que las plagas de Egipto, porque mala hierba nunca muere y a ti eso se te daba genial.

Sin embargo, el declive siempre llega y ahora te consumes. A fin de cuentas, todo fueron apariencias y a ti siempre se te dio bien fingir. Con la careta hecha añicos, se ve entre las grietas tu desdicha: la forma en la que la soledad y el miedo te arrastran hacia el abismo con su mano negra. Pero, aún así, permaneces tranquila mientras todo comienza a arder: recibiendo con los brazos abiertos el réquiem que terminará de destruirte. No existe muerte más digna que aquella aceptada con honor. Te lanzaron gusanos, y les sonreíste. Su castigo será tu indiferencia. Y que todo termine, para ti será el mejor de los regalos.

~

 Quiero confesar

que tengo a un basilisco

encerrado en mi pecho.

Que, cuando tú,

verdugo y carcelero,

apresaste a mis silencios

provocaste,

con tu egoísmo,

que eclosionara su huevo.

 

El basilisco en mi pecho,

me partió desde dentro y, 

con los pedazos de mí,

renací como un fénix.

Así pues,

pienso quebrar tus huesos.

Y me beberé tu sangre,

y te zurciré el pellejo.

 

Qué mis fuerzas son el fénix

y mi odio un basilisco.

¿Puedo seguir viviendo

con tantas contradicciones

en mis lamentos?

 Quisiste destruirme 

y lo conseguiste.

La herida que me infringiste

hizo que nunca

vuelva a ser la misma.

 

Tengo a un basilisco

encerrado en mi pecho,

y a un fénix que calcina

todos y cada uno de mis recuerdos,

para que nunca exista la prueba

de cuando fueron tuyos

todos mis «Te quiero».

La chica del sí y el no

Clara era una chica que necesitaba y no necesitaba ser salvada. Callada, como era, anhelaba que le arrancaran las palabras de los labios, pero nadie lo hacía. Así que permanecía en silencio, estoica y fingiendo ser alguien que en realidad no era. Aquella noche llevaba su cabello más liso que de costumbre porque, como todo el mundo sabía, la tristeza hacía lacio el pelo. Las hebras querían acercarse al suelo desde sus hombros, con una fina línea vertical. Eran lágrimas que no iban a caer: permanecerían como una prueba eterna de su desdicha.

Así pues, decidió asomarse a la ventana de su habitación. Estaba lloviendo, en una tormenta de otoño donde las hojas de los árboles arañaban los cielos como si quisieran desgarrarlos para, entonces, abrir una brecha hacia una nueva realidad en la que volver a empezar. Clara miró hacia las nubes añil, después inhaló el aroma del cemento húmedo de la urbe y, más tarde, sonrió. Fue un tirón de labios arrebatado de ponzoña, pero daba igual. Una única idea danzaba en su cabeza, que fue moldeada por las gotas de agua. Iba a saltar. Tomó la determinación de ser golondrina durante los segundos previos a la oscuridad. Pero no. No saltaría, le quedaban muchas cosas aún por terminar. O sí.

Su cabeza, igual que su mente, oscilaba entre el sí y el no. Y aquello le gustaba. ¿Podía ser la indecisión algo tan poderoso? En los instantes previos a saltar lo tenía todo: el sí y el no. La certeza de la pérdida y la promesa de una nueva oportunidad. Tal vez, en el universo nuevo que abrieron las hojas, la nueva Clara hubiera saltado ya al abismo. Mientras que, en el otro extremo como quien tira de un hijo, estaba ella preguntándose si estaba tomando la decisión correcta.

Enferma, como se sentía, quería arrancarse la piel a tirones para enseñarle a todo el mundo cómo de fea se veía la desdicha desde dentro. Se imaginaba a sí misma como un amasijo de alquitrán al que habían recubierto para parecer humano. Ella era la damisela en apuros que quería migrar a basilisco. Pero no. El sonido de la electricidad de las farolas llamó su atención el tiempo suficiente como para romper con sus fantasías, pero no. La chica ignava, era una ignava. La mente de Clara siempre estaría en la certeza de la incerteza, porque aquello era lo único que le daba control sobre sus desgracias. Y apareció.

Quizá fue por el brillo amarillo de la farola, que le había quemado las retinas hasta dejarla ciega, pero la vio. Era una princesa. No. En realidad, era la princesa más bonita del mundo. Clara todavía no sabía su nombre, pero le daba miedo preguntárselo y que desapareciera. La aprendiz de monarca llevaba su cabello repleto de unos rizos y tirabuzones que anhelaban escapar del intrincado peinado que los sostenía. Supo Clara por su cabello que la princesa no estaba triste ¿Quién osaría no sonreír con aquellos rizos? Así que la envidió. Su vestido era de color azul, como todo lo que fluye hasta dejar huella. Azul como el agua que corre sobre el cauce de un río; azul como el cielo; azul como las plumas de un pavo real. Aquella princesa era libre: no una ignava repleta de sal como clara. La vio ahí, bailando a través del halo de su farola y quiso recrearla. Su vida sin propósitos, había encontrado algo muy valioso que hacer; iba a contar quién era aquella futura monarca. Entonces, vio a la ventana de su habitación como un torreón en el que estaba cautiva y del que debía escapar.De nuevo quiso saltar, pero no.

Renuncia

Arramblar con mis ganas de llorar; 

hacerme río para terminar con ellas. 

Qué dejen de consumirme: 

convertirme en pájaro y volar. 

 Qué no haya nada capaz de destuirme; 

qué todo me dé igual. 

 

Quiero ser egoísta una única vez;

dejar de bailar alrededor de los designios de los demás.

Tu ausencia. Tu ausencia. Tu ausencia. 

La simbiosis, qué se fue,

y el mundo, que gira a tu voluntad.

 

Yo solo quería ser la princesa en tu palacio de cristal,

pero apuntaba demasiado alto, lo sé ya.

Tu ausencia. Tu ausencia. Tu ausencia.

Que se clava en mi pecho como un puñal. 

¿Qué tan ridícula estuve ya? No me mires. 

El mundo que, inevitablemente, no va a dejar de orbitar.

Satélite

¿Y qué pasa si quiero que me destruyas? Qué me rompas. Qué me partas en mil pedazos hasta que no se distinga lo que soy. Mírame, por favor. Deléitate conmigo del placer que siento por la idea de que me resquebrajes. ¿Tan enferma estoy por desear que me (de)construyas? No me juzgues. Soy un amasijo gris, a la espera de poder reinventarme como algo tuyo. Golpéame duro, como si mi carne pudiera cincelarse; permíteme ser tu estandarte. 


Ahora te miro yo. Tus ojos son tan negros que busco perderme ahí; en lo más profundo de tu cabeza. No me entiendes y tampoco me sorprende, porque nunca he tenido sentido. Tal vez llegué a este mundo para que tú me lo dieras. Encerrada en esta habitación, con los grilletes hiriendo mis muñecas, me siento tan viva que… No me juzgues. Apriétalos más fuerte, hazme daño. Sonrío, te perturbas. Me incorporo con las fuerzas que me restan, luego me propulso hacia ti. «Mátame» musito, lo más cerca de tu oído que me permiten las cadenas. Mi voz un susurro, que busco entonar como si fuera una nana. 


No me entiendes, pero, como he dicho antes, siempre he sido un enigma incluso para mí misma. Pasas los dedos entre las hebras de tu cabello con desconcierto: enfadado porque el dolor que me infringes me llena. Me siento más viva que nunca, aunque, paradójicamente, esté más muerta. A penas me quedan fuerzas para mantenerme erguida, así que me bamboleo como una bailarina que ha olvidado sus pasos. 

Me miras, de nuevo. Y me gusta tanto que solo puedo sonreírte. ¿Cómo de bonita me veré débil y famélica? ¿Te gusta? No hablas. Te acercas para abrir la cerradura que claudica mis brazos y piernas. Sollozo, no quiero. Pero, en cambio, me liberas con cara de póker: los labios en una línea recta, las cejas arqueadas y la frente llena de arrugas. Y me miras. Me acurruco en el suelo, derramando lágrimas de desdicha. No quiero dejar de ser tu presa. ¿Qué será de mí sin ti? ¿Cómo puedo ser feliz en un mundo en el que no te pertenezca? Entonces, como si leyeras mi mente, me dices: «La luna seguirá siéndolo, aunque no recoja el brillo del sol». Abres la puerta.

Alcaparras

En mi cabeza retumba la certeza de nunca ser lo bastante buena. Incide sobre mí, da vueltas, mientras que yo giro con ella. Qué el mundo orbita de mil maneras y orbito yo con él, también sin rumbo. Soy como un barco sin timón o, tal vez, como una tacita de café negro; sin leche ni azúcar. Me descompongo en el extremo más profundo del frigorífico: detrás de un bote de alcaparras que nadie sabe por qué está.

Nunca ser suficiente implica decepcionar; descubrirse como mediocre y reemplazable. Nunca ser suficiente me relegará siempre al último lugar. Por eso, debo aceptar ser prescindible y liberarme de ilusiones vanas. Una vez me resigne, llegará la calma en forma de estoicismo: con unas lágrimas que desearía derramar, pero no. Se quedarán ahí, cautivas en el rabillo del ojo. No sientas nada; nunca sientas nada. Sonríe, qué importa.

¿Cuánto tardarán en dejar de quererme?, ¿y en revelar que soy una farsa? Lanzarán mi careta al suelo. Luego, miraré hacia el bote de alcaparras de la nevera. Ahí estoy con él, a la espera de terminar en la basura. Porque una vez dentro de la mugre, podré recomenzar. Son más poderosas aquellas personas que lo toman todo por perdido.

Fragmento del diario de Silas

Me gustaría contar cómo fue la primera vez que la vi, pero lo cierto es que no puedo. Ella era del tipo de personas invisibles; que estaban ahí, pero nunca eras consciente de su presencia. De hecho, estábamos en la misma clase y yo era incapaz de concebirla como algo más que un rostro debajo de García, su apellido. Toda ella parecía estar afanada en pasar desapercibida, hasta aquel día.

Yo había ido al baño a colocarme, como empezaba a ser habitual en mi rutina. Entonces, golpeó la puerta. Golpeó otra vez, y otra. Para querer pasar desapercibida, en aquella ocasión era bastante molesta. Aguardé silencio, para que pensara que el baño simplemente estaba ocupado y se fuera. Pero no; era el lavabo de mujeres y ella tenía que ir a mear. Así que insistió, picando como si su vida pendiera de ello. Tomé aire por la nariz, aun sintiendo la quemazón de mi última raya, y abrí. Tengo grabado a fuego la forma en la que se veía: ligeramente más alta que la media y, de igual forma, ligeramente más rechoncha de lo considerado atractivo. Sus ojos eran dos almendras del color de la miel y estaban enrojecidos por unas lágrimas que no llegó a derramar. Las mejillas arreboladas, el cabello moreno y repleto de rizos. Los labios finos, la nariz ancha y las cejas arqueadas como si aguardara respuestas a preguntas que nunca alcanzaba a formular.

En aquel momento no me pareció bonita, solo molesta. Clavó su mirada en los azulejos del suelo, en vista de mi expresión de enfado hacia su intrusión. «Estas en el baño de mujeres» espetó con su voz aguja y baja. La miré buscando desafiarla, aunque parecía que estaba cohibida ya de antemano. Entró abochornada, para después quedarse enfrente de mí de una forma bastante ortopédica.

—¿Te vas a ir ya? Este es el baño de mujeres —insistió con impertinencia. Me irritaba su manera de comportarse, así que solo quise llevarle la contraria.

—¿Y si me sintiera mujer? ¿Y si te dijera que soy una mujer? —espeté para contradecirla. Arrugó las cejas, luego me evaluó de arriba abajo. ¿Qué? ¿Te gusta lo que ves? Me habría gustado decirle, solo para hacerla sentir fuera de lugar.

—Banalizar la transexualidad es algo bastante feo. —Pero qué pedante era. Y qué bien le sentaba cuando apretaba los dientes, enfadada. Movía esos labios que se me antojaron jugosos, provocativos. Ojalá comprender lo que me estaba pasando.

—¿Quién te dijo que banalizo la transexualidad? Estás hablando de más. No eres quién para cuestionar mis sentimientos o experiencias.

Alguien llamó a la puerta. García, o sea, la chica se tensó. Mentalmente repasé el listado de clase, a ver si recordaba cuál era su nombre de pila. Alicia; se llamaba Alicia. Como la protagonista del cuento, que perseguía a un consejo blanco que sostenía un reloj. Le quedaba bien: tal vez porque parecía que se había escapado conmigo hacia una madriguera.

—Por favor, no abras —murmuró. Habló sobre mi oído. Su aliento me hizo cosquillas.

—¿Por qué? —Entonces me fijé en la razón por la que solo estaba mirándome de frente y no se giraba. Tenía la parte trasera de los pantalones manchada de sangre. Le había bajado la menstruación y huyó al baño para limpiarse antes de que la descubrieran. Hubo una parte de mí que quiso reírse de ella: solo para hacerla sentir mal y porque, siendo francos, siempre he sido un capullo. Pero cuando evalué el apuro en su rostro, decidí no hacerlo. Parecía un cervatillo asustado. Aquella fue la primera vez que me pareció bonita.

—Está bien, pero no te pongas a llorar. —Me quité el pantalón vaquero, luego clavé mis ojos en ella. —¿Quieres verme la polla?

Alicia se sobresaltó. Estaba sonrojada, con el pulso temblando. No sabía dónde meterse y, otra vez, me pareció bonita. «¿Qué estás haciendo?», inquirió con una incomodidad que era difícil de disimular.

—¿Ves mi mochila? Tengo dentro el pantalón de chándal de gimnasia. Por lo visto, a mí me gusta hacer deporte y a ti no. —Sonreí. —¿Qué haces que en tu bolsa no guardas los pantalones deportivos? Está feo escaquearse de la carrera de resistencia por no llevar ropa de deporte.

—Se me olvidó en casa. —No sabía mentir.

—Te voy a dar mi ropa interior y pantalones de deporte para que te cambies y nadie vea el estropicio que llevas —le dije—. Más te vale que no los ensucies también, porque de ser así me enfadaré. Yo me quedaré con mis vaqueros y los huevos colgando.

Alicia se giró a la espera de que terminara con el intercambio de ropa. Por mi parte, me cambié con parsimonia; bastante lento. Me gustaba demasiado hacerle sentir vergüenza; era maravilloso tener control sobre sus emociones. Después le llegó el turno a ella, que también tardó bastante en cambiarse. Oí el grifo que usaría para limpiarse y el rasgar de alguna compresa. Me habría gustado mirarla, aunque fuera de reojo, pero tuve miedo de arrojar a la basura la fina línea de complicidad que había trazado.

Cuando terminó me quedé evaluando lo anchos que le quedaban mis pantalones. Tuve el impulso de tocar su cintura para medir la diferencia de diámetro que tenía en su figura. No lo hice. Sin embargo, tomé los tirantes elásticos de los pantalones para atárselos.

—Puedo sola. —Se quejó, pero no trató de impedirme terminar el trabajo. Mis manos estuvieron sobre ella más tiempo del que debería.

La persona que había llamado a la puerta, no estaba ya. Desconocía el tiempo que había pasado, pero se había ido.

Fragmento del diario de Silas

¿Cómo de importante tenía que ser la primera vez? Al fin de cuentas, solo era la primera; luego llegarían más y podían mejorar. Pero supongo que a cualquiera le gustaría tener un buen recuerdo de lo que había sido su primera vez. En mi caso, no sé si la querría deshacer. Fue demasiado pronto, demasiado repentino. Había algo claro, y eso era que en mi primera vez llevaba el apremio y la curiosidad de un inexperto. Aun así, en mi cabeza tenía grabado el ideal de que, la primera chica con la que estuviera iba a ser la única en mi vida. Pero, claro, después llegaba la realidad y me daba una bofetada.

Mi primera vez fue cuando tenía trece años, con una chica bastante mayor que yo. Recuerdo que me gustaba y no me gustaba cómo me miraba: lo hacía con los ojos brillantes, con anhelo, y eso producía cosas en mí. Estaba yo temblando, con miedo a decepcionarla: a hacerlo todo mal. Ella, en cambio, trataba de hacerme sentir tranquilo; supongo que para que empujara mis dudas al fondo del pecho y folláramos. Me sentí usado, aunque en aquel momento no supe ponerle nombre a aquella emoción. Tal vez fue la primera ocasión en la que me sentí usado en toda mi vida: la primera de muchas, siendo completamente sincero.

No estaba al cien por ciento seguro de si Alicia quería tener sexo conmigo. A mí no me solían importar aquellas cosas: los sentimientos de los demás, digo. Mi vida era mía y hacía con ella lo que me daba la gana. Iba a enmarcar aquella frase como eslogan, porque era algo que me recordaba cada maldito día. Sin embargo, por alguna emoción que no tenía nombre, Alicia me importaba. Quería que su primera vez fuera bonita, para toda la vida: que siguiera creyendo en esas gilipolleces del amor eterno. Un hombre para toda una vida. ¿Podría ser yo ese hombre para toda su vida? Estaba clarísimo que no, pero en cambio lo quería. Pero la iba a decepcionar. Pero la quería. Tenía tantas cosas en la cabeza que no sabía lidiar con ellas: las contradicciones se cocían a fuego lento hasta prenderme en impotencia.

Quizá podría empujar un poco las cosas, quitarle la ropa. Desnuda seguro que iba a ser más bonita, incluso. Más que verla sin ropa, necesitaba sentirla vulnerable; demostrarme a mí mismo que ella era solo piel. Piel suave, dulce. Yo solo la quería alcanzar. ¿Y si no quería ella? Levanté la camiseta, solo un poco, para tantear la escala de dudas en la que estaba. Cerró los ojos, con las mejillas como dos manzanas. Toda ella piel, me dejó que le arrebatara la parte de arriba. No, no íbamos a tener sexo, aunque me gustaría tocarla. Con tocarla solo un poco, me bastaba. Podría hacer que se lo pasara bien, así tal vez quisiera repetir. Tomarlo todo, sin romper sus ilusiones, parecía un trabajo complicado.

Lucía

Reto, cinco palabras. Puerta, lejía, coronavirus, vacuna y miedo.

Te quedas mirándome, Lucía. Me miras con tus ojitos chicos, castaños, y luego frunces el ceño. Llevas puesto el batín del hospital, que es de un verde, casi azul. Te queda horrible. Las ojeras danzan sobre las cuencas de tus ojos como la luna menguante. He llamado a la puerta, pero no has respondido. Sé que te molesta que vaya a verte, aunque no me lo digas. Pero dime, Lucía, ¿Qué puedo hacer? ¿Qué esperas de mí en estas circunstancias? De cualquier forma, tampoco es la primera vez que te decepciono y esta, por lo menos, es por motivos justificados.

Llevo puesta la mascilla, para protegerme del coronavirus como dijeron en las noticias. En la tele, que está enfuchada ahora mismo, están mencionando tema. Y es que no existe otra cosa mejor de la que hablar. Lo he pensado, y es hasta paradójico: la humanidad, que es una enfermedad, mencionando enfermedades. En un mundo en el que el miedo ha sido siempre el eje de la ecuación, deciden infundirnos más miedo todavía. Qué si no han sacado la vacuna, me dices, mirando hacia el telediario. ¿Y a mí qué cojones me importa? Pienso increparte, pero no lo hago. Guardo silencio, midiendo de nuevo tu ceño fruncido y la luna menguante que orbita sobre tus ojeras.

Tienes el pelo sucio, sudor sobre las sienes y las uñas mordidas. Qué bonita te ves incluso estando enferma. «Cualquier día me tomaré el bote de lejía que dejas al lado de la lavadora», musitas. Sonríes después, porque todo esto es un juego para ti: tu salud física está tan marchita como las flores que nunca llegaron a alcanzar la primavera. «Si no te matara la lejía, lo haría el coronavirus. Probablemente así sufrirías menos». Asientes, siguiéndome el juego. 

La atmósfera cambia, se vuelve más espesa. Ya no escucho la voz de la chica que da las noticias: a mi alrededor ha desaparecido cualquier cosa que no seas tú. «Por favor, Lucía, aunque sea egoísta no quiero que te mueras». Y me miras otra vez con la luna menguante, que no hace otra cosa que reflejar el cansancio de llevar ya tantos años luchando. «Si te fijas, la manera en la que vivo se diferencia bien poco de estar muerta». Aquella verdad me dolía tanto como si me hubiese engullido yo el dichoso bote de lejía.


.

Pero, por mucho que me duela admitirlo, sigo siendo una cáscara vacía. Qué me arrancaron las entrañas y me molieron los huesos hasta arrebatarles el tuétano. Y aquí sigo; pensándome como alguien distinta. 

¿De qué material están hechas las emociones? ¿Por qué, hace ya tanto tiempo, eran tan sinceras que parecía que podría alcanzarlas y, ahora, se escurren entre mis dedos como si fueran jabón?

¿Qué tengo que hacer para reinventarme? ¿Es posible rellenarme el pecho con algo que no sea ponzoña? Quizá esté demasiado malograda ya, quizá no tenga remedio. Soy ese juguete roto que, como era imposible de arreglar, decidiste lanzar a la basura.


Imaginario de lluvia

Reto, cinco palabras: Sol, lluvia, armario, luz y ascensor.

Llegaban los rayos de sol a través de las prendas de ropa detrás de las que me escondía, dentro del armario. Me cubría los ojos con un vestido rojo de lentejuelas, que mi madre se había comprado como si tuviera la autoestima o el amor propio suficiente para salir a la calle con él. Seguro que solo lo hizo para llevarle la contraria a mi padre, que se reía de ella cada vez que podía; parecía que le gustaba recordarle su edad. «Qué estás vieja ya, Maribel», le decía, con una seguridad de la que debería carecer. Ni que él fuera un yogurín, al borde de sus sesenta. Mamá se enfadaba y a veces lo insultaba: se metía con su calvicie y su barriga, pero a él no le afectaban sus palabras. En cambio la autoestima de Maribel sí se había resentido lo suficiente, como para dejar caer aquel trozo de tela para que quedara presa de las polillas.

Quería esconderme del sol. El problema era la luz, que me recordaba constantemente lo viva que estaba. Sin embargo, cuando me resguardaba entre telas, podía cerrar los ojos e imaginar que no existía. El mundo, de hecho, seguiría girando sin mí. Bueno, sin mí y sin la mayoría de personas. Con lo diminutos que éramos, seguía sin comprender por qué nos preocupábamos tanto en darnos sentido. No importábamos, y estaba bien. Aquello era algo que había asumido casi desde que nací. Aún me recordaba de pequeña, sentada frente al televisor, viendo cómo mis padres discutían. Hablaban de mí, de que era una carga y costaba mucho comprarme la ropa. Mamá le decía a papá que malgastaba su sueldo, que se lo diera a ella. Y cuando se lo daba a ella, lo malgastaba también; los vestidos de su armario eran una prueba. ¿Cuántos euros se habría gastado en cosas para hacerse deseable para papá? ¿Y papá, qué? ¿Llevaba bien sus horas en el bar? Mi yo de seis años miraba la tele y pasaba bastante hambre. Casi siempre me ponían los mismos tres conjuntos que fueron a recoger en Cáritas y por los que, aunque en aquel momento no me daba cuenta, hablaban mal de mí.

Me gustaba imaginarme el armario como un ataúd, pero en aquella ocasión iba a ser algo distinto porque se movía. Lo sentía elevarse como si fuera un ascensor. Me imaginé llegando al último piso; a una terraza grande y amplia que me permitiera ver los edificios de la ciudad. El cielo estaría encapotado, como tanto me gustaba, y caerían pequeñas gotas de lluvia; serían las lágrimas que no dejaba correr por el valle de mis ojos. Tal vez, querría saltar desde arriba; estamparme contra el asfalto. Sería maravilloso experimentar el aire revolverme el pelo mientras me precipitaba hacia mi muerte. En mi mente, de hecho, salté. Y sentí un golpe contra el suelo: solo que no fue desde demasiado alto.

Desorientada, me vi tirada en la habitación de mi madre; hecha un gurruño junto a su vestido rojo de lentejuelas. Me había tropezado por el mareo, hasta desplomarme fuera del armario. La ventan traía un sol que me perforaba la cabeza. En mis ojos, por supuesto, había llovido. A mi lado podía escuchar los gritos de mi madre, que me reprochaba haberme bebido todas las latas de cerveza que había en la nevera. «¿Estás loca? Cuando se entere papá, te dará una paliza hasta dejarte muerta». Desubicada y con náuseas me encogí de hombros. Ojalá me matara, quise decirle, pero el vómito obstruyó mis palabras. Y allí, frente a mi madre, ensucié su vestido rojo de lentejuelas.


Hamlet sin Ofelia

Ofelia estaba triste, y aquello era algo para lo que la bruja Drusilda no terminaba de estar preparada. ¿Cómo alguien que era mes de marzo podía estar triste? Se suponía que era la fuerte, la líder. No un amasijo afligido. No un charco de lágrimas en el suelo. Ofelia estuvo mirando la taza de té sobre el hule de la mesa; del hule a la bebida, y viceversa. Las pupilas color arcilla parecían encontrar algo estimulante en los girasoles estampados, como si quisiera que crecieran fértiles sobre su iris. La aprendiz de bruja se preguntó, vagamente, con cuánta facilidad se podrían encontrar respuestas en las flores. Quizá era más sencillo que en los posos de té. Debía de probarlo, algún día.

—Es un monstruo —espetó Ofelia en referencia a Ares, con su frente arrugada. La boca fruncida, en una mueca que oscilaba entre el miedo y el asco. El brillo del desengaño en su rostro deslumbró cualquier palabra reconfortante que pudiera dedicarle Drusilda, así que guardó silencio, por si la calma era una solución plausible. Sí, lo fue.

—¿Qué vas a hacer? —la apremió, cuando la tensión de su tesitura se hizo insostenible. Ofelia arrugó su frente, otra vez, como si se hubiera olvidado de hablar. Drusilda continuó callada; había veces que la amargura se comía las palabras por lo que Ofelia necesitaba materializar la respuesta a aquella pregunta, qué le doliera. Entonces, y solo entonces, podría empezar a sanar.

—Dejarlo. —Suspiró. —Bueno, no sé si esa es la palabra indicada. En realidad, nunca tuvimos nada.

Ambas suspiraron. Ofelia tomó un trago del té. Drusilda se colocó a su lado, después se permitió dedicarle una mirada de arriba abajo. Había algo roto en ella y tenía miedo que jamás pudiera regresar a su origen. ¿Cuántos nudos se podían hacer a una cuerda llena de mellas antes de que quedara inservible? ¿Cuántas veces, después de rota, se podía seguir usando? Tenía su cabello lacio, castaño, recogido en una coleta alta. Los ojos de arcilla, mancillados y sin girasoles. La piel pálida, las mejillas sin lustre. La boca seca, blanca. Y las pestañas cortas y mojadas. Había lágrimas sin que realmente estuvieran. Había alguien, que era y no era. Su cuello largo, elegante, inclinado hacia abajo. Los huesos de la espalda se asomaban hipnóticos a través de su camiseta de tirantes. Drusilda quiso acariciarlos, pero no lo hizo.

—¿Ves esa separación de los posos de té? Están divididos, como hizo Moisés con las aguas. —Guardó silencio, para confirmar que aquella conversación no era unilateral. Ofelia asintió. —Indican como estás; partida. Aun así, eso no es lo único que me dicen. Después de la rotura, los pedacitos se prolongan hacia casi elevarse sobre las paredes de la taza; como la rosa que nace entre dos rocas. Hay gente, como tú, que ha nacido para sobresalir a pesar de estar en tierra árida.

Ofelia capturó su pupila, como si estuviera redescubriéndola por primera vez en mucho tiempo. Drusilda, eclipsada, quiso decirle lo mucho que la quería. Pero no. Callada, con la certeza de que no era a ella a quien miraba; sino al anhelo de la ausencia de Ares, se dejó hacer. Se dejó tocar, le entregó todo su amor como si fuera infinito. Podía tomar todo lo que quisiera de ella; a fin de cuentas, aquella rosa no solo necesitaba agua para crecer.

Lo primero que hizo fue darle un beso. Ofelia sintió ajena aquella boca sin barba, blanda y suave. Las manos suaves, también, que le acariciaron el cabello con ternura. En realidad, aquello fue como un descubrimiento; como si tuviera a su lado la teoría de la gravedad y no se hubiera dado cuenta. Qué bien se sintió el tacto Drusilda, dulce, recorriendo su espalda. En tan solo una caricia le quitó las prendas: quedó entonces vulnerable, escudada solo por sus huesos y piel. Supo que, hasta aquel instante, no se había sentido jamás tan auténtica. La mirada de Drusilda parecía capaz de atravesarle las entrañas hasta alcanzar su corazón. Llegó para quedarse viéndolo latir, recreándose en su desdicha como si quisiera alimentarse de ella.

La aprendiz de bruja estaba enamorada de la tristeza de Ofelia. Quería tomar a la muchacha para demostrarle que el destino no solo estaba escrito en las estrellas. Quería leerle la felicidad en los lunares de su estómago y después lamerla ahí abajo, hasta hacerle creer que nacieron constelaciones en el techo, lleno de grietas, de su habitación. Ofelia, por su parte, se dejó hacer. Tirada sobre el colchón, abierta de piernas, fue más libre de lo que jamás pudiera haber recordado. El egoísmo la hacía sentir empoderada, irracional y frenética. Lo quería todo para ella. Iba a tomar el placer y exprimirlo hasta perder la cordura: deseaba quedarse tan saciada que no hubiera espacio en su mente para experimentar la desazón.

Entonces, la puerta se abrió. Apareció Ares con su uniforme de militar. La mostaza de su iris recorrió la habitación de Drusilda como quien observa un cuadro costumbrista. Las vio tiradas en el colchón; tan crudas que se alejaban de la fantasía lésbica que tenía el hombre sobre la sexualidad de la mujer. Y le dio asco la forma que tenía Drusilda que acariciar el vientre hendido y moreno de su amiga. Le dieron repulsa los gemidos trémulos de Ofelia, que iban en busca de un anhelo que no llegaba nunca. Pero, por encima de todo, se sintió traicionado: su virilidad se puso en entredicho. Así que quiso castigarlas de alguna forma que le hiciera sentirse a él como sujeto de deseo y devolverles a ellas, en cambio, la condición de objeto de consumo. Alejó a Drusilda de un tirón de encima de Ofelia, para evitar que le revocaran su conquista. Él era el hombre blanco y Ofelia se había convertido en la nueva América. Iba a someterla bajo la mirada de la aprendiz de bruja, que no podría detenerlo.

Entonces fue cuando Ofelia tuvo una epifanía sobre su destino, que parecía estar ligado a una tragedia clásica. Ella era la amante de Hamlet; su futuro no estaba escrito ni en las estrellas, ni en sus lunares. Nació para servir a un hombre y morir por y para él. Iba a ser la Ofelia de alguien que la relegaría a un segundo lugar, donde sus deseos nunca formaron parte de la ecuación. Ares, por tanto, sería el señor de su guerra; de su destrucción y su cautiverio. Ella, como el resto de mujeres del mundo, no necesitaba acudir a ninguna cruzada, porque la tenía en su día a día. Quiso llorar al visualizarse como la concibió Shakespeare: ahogada en un lago. Toda una vida erigida con el propósito de ser un personaje prescindible.

En el marrón arcilla de sus ojos, crecieron girasoles. Ofelia quería diferenciarse de su yo vulnerable, que tanto había visto que pintaban en cuadros barrocos hundida bajo el mar. Así que tomó aire y le dijo que no. Hizo acopio de todas sus fuerzas para quitárselo de encima con una patada en el estómago. Ares, señor de lo belicista, emitió un quejido de dolor. Aprovechó entonces Drusilda para ponerse delante y escudar a su compañera. Ofelia tomó un jarrón lleno de agua y margaritas, que estampó en la cabeza de su Hamlet. Ya no más, quiso decirle con la boca cerrada.

Cayó el cuerpo al suelo, inerte. Tenía el cabello mojado, como si el destino quisiera mostrarles lo bonitos que se verían sus rizos húmedos sobre el cauce de un río. Y así lo imaginaron: sepultado donde nadie jamás lo pudiera encontrar. A aquel Ares, reencarnado en Hamlet, le había llegado su San Martín. Y Ofelia no tendría que sufrir las consecuencias de pertenecerle, como tanto ocurrió en historias pasadas. Lo que siempre había necesitado era reinventarse como alguien distinta: descubrir que en aquella ocasión no había sido ella la destinada a perecer bajo el mar. Las tornas habían cambiado y ya no estaba tan indefensa como tanto la concibieron los demás.
 
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