Des(hojado)

Cultivaron en mi tórax alfileres, que crecieron como madreselvas: fueron desde mi pecho hasta arriba, para bloquearme la garganta. Luego treparon hacia mis labios y los orificios de la nariz; por eso permanecía muda, sin espacio para respirar entre cada lágrima. La simiente llegó, también, a clavarse muy profundo en mi cerebro; donde posperaron inseguridades por cada alfiler. Fueron ellas quienes me tejieron el suéter de amargura, que siempre llevaba encima para arroparme del frío. 

Tengo un lastre en el corazón por el que temo no poder querer(te)me. A veces siento que la única solución es marchitar, como las hojas cuando llega el otoño. Ojalá rociarme entera de matarratas para perecer junto a las agujas porque, visto lo visto, lo más complicado de la ecuación es no hacer(te)me daño.

El reino de hielo


Capítulo III: De los papás de Ian


Claudia decidió que iba a tener a Ian una noche en la que no podía dormir. La cama estaba fría, como siempre, y vacía. Se sentía sola y solo quería la atención de Elías. Hacía tanto que no lo veía que le costaba acordarse de él. Elías el de los ojos azules, tan fríos como escarcha. Elías el de la sonrisa refinada y gesto altivo. Elías blanco como el nácar. Su Elías que ya no estaba. Estaba y no estaba. Estaba sin estar y no estaba estando.

Se removió entre las sábanas; ausente y pensativa. ¿Tener un hijo? Sí, aquella era la respuesta a sus problemas. Ser una familia, y ya. Tendrían un bebé nácar, como Elías, y con sus ojos de escarcha. Con el pelo rizado, rebelde, y divertido. Le querrían mucho y le pondrían un nombre extraño e inolvidable.

Al amanecer acudió al hospital con la idea de arreglar su matrimonio. Ella lo quería y él a ella sí y no. A veces sí y otras no. A veces era calor y otras hielo. Quizá eran sus ojos, la escarcha que era hielo; o el hielo escarcha. Tanto daba. El caso era que el frío venía y se lo llevaba. Lo arrancaba de su lecho con la ayuda de un maletín marrón oscuro, un traje de chaqueta gris con corbata lavanda y una factura sobre la bolsa asiática. Elías se perdía entonces en un edificio gris, como su traje de chaqueta, y estaba y no estaba. Había veces que la abrazaba, pero otras tantas no lo hacía. Y entre aquello andaban las cosas de Claudia. Entre el sí y el no; en una batalla de frío y calor.

El viaje hacia el hospital se hizo ameno. Era un edificio gris, como la mayoría de cosas de la ciudad, de forma rectangular. Alto, muy alto. Se confundía con las nubes grisáceas del cielo y proyectaba una sombra que cubría el sol rojizo y enfermo que coronaba las alturas. Claudia secó el sudor nervioso de su frente y entró. Una vez dentro se encontró con una enfermera que llevaba puesto un uniforme blanco, aséptico, que le regaló una sonrisa profesional. «¿Qué desea?» quiso saber la enfermera, a lo que Claudia contestó «Quiero un hijo, por favor». Entonces la enfermera la llevó a una habitación en la que le hizo firmar varias cosas. Claudia las firmó sin tan siquiera leerlas. Tanto daba si con aquellos papeles estaba entregando su alma, o cualquier cosa por el estilo. Con tal de solucionar su matrimonio estaba dispuesta a gobernar el infierno.

«¿Cuándo quiere a su hijo?» preguntó la enfermera a Claudia. Claudia contestó «Pronto». La enfermera solo asintió y le preguntó a quién quería de papá. Claudia dijo «Elías, mi marido». La enfermera, de nuevo, le regaló una sonrisa profesional. «De acuerdo» le respondió. Aquellas palabras hicieron eco en la cabeza de la futura mamá de Ian.

***

La realidad era que Elías tenía frío, pero aquello era un secreto. Tenía frío en la mayoría de situaciones y no lo decía nunca en voz alta. El frío se encargaba de arrastrarlo a sitios fríos, también, y no podía hacer nada para evitarlo. Su mujer, Claudia, no sabía nada del frío. Quizá era porque aquella tesitura solo le había ocurrido a él y los ojos de su mujer no estaban preparados para ver la escarcha. O eran las gafas. Sí, eran las gafas, que la arrastraban a olvidar las cosas.

Una vez escuchó a Ian decir «El mundo se mide por la graduación»: tal vez tuviera una pizca de razón. La graduación de Claudia no era muy alta, pero la mayoría de veces le gustaba hacer creer que sí lo era. Tenía cero con cinco en el ojo izquierdo y cero con dos en el derecho. Aquello era poco, ¿cierto? O eso dijeron los médicos cuando le hicieron las pruebas. Los cristales de sus gafas bermellón eran gruesos, como si le gustara ver el mundo distorsionado. Quizá aquella fuera una forma de ocultar de su vista las cosas feas. O de las personas feas.

El asunto estaba en el que Claudia no quería ver la realidad o, mejor dicho, que el resto del mundo viera cómo hacía mella la realidad en su mirada. Por aquella razón se escondía y tomaba la decisión más simple. A lo mejor Claudia fuera un poco cobarde pero Elías seguía pensando que era una cobarde muy guapa y que aquellas gafas hacían un contraste encantador con el tono rosado de sus mejillas. También era una cobarde muy guapa cuando sonreía, aunque aquello ocurriera menos a menudo.

Las cosas se volvieron tristes cuando apareció Ian en sus vidas porque, de algún modo, detonó cosas malas. Claudia pensaba que era porque tenía los ojos azules, tan azules como Elías. Y la piel de nácar de Elías. Y aquel cabello rizado, rebelde y divertido. Sí, la culpa era de los ojos, del cabello y de él entero. Ian nació con una culpa debajo del brazo. Y Claudia estaba triste, porque no quería tener a la culpa cerca.

***

A los pocos días acudió Claudia al hospital a ver cómo estaba su embarazo. Volvió a encontrarse con aquella enfermera de sonrisa profesional y uniforme aséptico, que le dijo «¿Al final ha decidido acceder a la experiencia virtual del embarazo?». La futura mamá de Ian asintió, pensando que podría contarle a Elías lo extraño que era tener a un bebé en el estómago.

La llevaron a una sala de baldosas blancas en el suelo, el techo y la pared. En ella había unas gafas amarillo chillón que para Claudia eran bastante feas. Sus cristales eran gruesos y de un tono verde oscuro que reflejaba los brillos de los focos en otro tono verde más claro. Había también una silla con cables verdes, para su barriga y cabeza, con la apariencia de estar bastante usada. La enfermera aséptica hizo que Claudia se sentara en ella; le enchufó los cables y le puso las gafas.

Claudia escuchó el sonido de un motor poniéndose en marcha y, de repente, todo cambió. Se vio a sí misma con el vientre hinchado, como ocurrió antes de que se modificaran las técnicas de embarazo. Sintió sus pies pesados. Una sensación de desagradables náuseas se paseó por su garganta y quiso echar lo que había cenado anoche. Horrible ¿Qué mujer en su sano juicio había querido acceder a aquello? Era peor que estar enferma.

Ahora entendía por qué modificaron la forma en la que se daba a luz a los bebés. Con el tiempo las mamás no querrían ponerse así de gordas, ni tener aquellas náuseas o aquellos pies hinchados. ¿Qué era lo bueno de aquello? No lo veía por ningún lado, ¿cierto? Hasta que lo sintió. Su vientre se movía, se sacudía señalándole que había alguien ahí; aquello le hizo despertar algún tipo de ternura un tanto ajena. El Ian simulado en el vientre de Claudia se meció con suavidad. Parecía estar feliz resguardado dentro de ella. La inconsciencia del bebé imaginario de lo horrible y cruel que era el mundo hizo que una parte de Claudia se sintiera culpable. Ahí, dentro de ella, no necesitaba nada; ella le proporcionaría absolutamente todo mientras él existía arropado en aquel extraño caparazón del exterior. ¿Por qué teníamos que nacer? Sufríamos, estábamos tan tristes… ¿De qué nos servía sentir dolor? ¿Eran recompensa suficiente las cosas bonitas que nos daba la vida? Claudia movió su mano hacia la tripa y se topó con los cables, que rompieron la magia de aquella simulación.


Estar embarazada era algo desagradable pero, aun así, la idea de evitarle a alguien durante nueve meses el dolor, de mantenerlo fuera del frío, era una de las cosas más bonitas del mundo.

***

Elías estaba sentado en la biblioteca, leyendo. Había abierto un libro de cuentos porque, en teoría, aquellas historias eran las más sencillas para leer. Los cuentos son simples, le dijeron, no necesitas darles demasiadas vueltas para interpretarlos. Lo cierto era que él se sentía tonto cuando los leía porque era incapaz de comprenderlos y, a raíz de aquello, llego a sentir que su cabeza funcionaba distinto al resto. Tenía una mente analítica, cuadriculada, rota.

Aburrido por la lectura dejó que sus ojos se alejaran del libro. Terminó fijando la vista en una chica preciosa de gafas rosa claro. Tenía el cabello muy rizado; por su espalda caían centenares de tirabuzones, que se tensaban y contraían como muelles. Una sonrisa tonta se formó en su rostro cuando los ojos marrón chocolate de la chica hicieron contacto con los suyos y, después, se recolocó las gafas de montura ligera con vergüenza y tomó uno de los libros del estante. Elías sintió que le sudaban las manos. Guapa, era muy guapa, y parecía tímida.

Se levantó con brusquedad de su asiento, por lo que el quejido de la silla retumbó en toda la biblioteca. Con el corazón en la boca fue hacia ella sosteniendo el libro de cuentos y le dijo bajito «¿Trabajas aquí? Necesito algún consejo sobre qué leer». La chica le regaló un tirón de labios lento que a para Elías fue el más bonito del mundo.

—No, lo siento. Soy estudiante de literatura en la universidad y estaba buscando material para clase —repuso un tanto cohibida.

—Entonces seguro que puedes ayudarme —empezó Elías a trompicones—. Tengo un problema con los libros, mi mente está rota.

En respuesta la desconocida enarcó una ceja, confundida. Aquel tipo era extraño con sus ojos azul de escarcha y la forma tan pausada que tenía de hablar. Se le antojó un tanto frío; o al menos eso pensó, antes de encontrar un vestigio de fuego en sus pupilas. ¿Había ido a la biblioteca para solucionar una mente rota? Los libros sanaban mentes, o solían hacerlo. La gente hacía mucho tiempo que había dejado de acudir a bibliotecas porque absolutamente todas las transacciones eran por Internet. Si había ido hasta allí debía de estar desesperado.

—Yo no sé sanar mentes rotas —empezó ella—, porque la mía también lo está. A veces veo el frío e imagino cosas; por eso llevo puestas las gafas, me ayudan a esconder el hielo. Siento no poderte ayudar.

Elías parecía un poco triste cuando le regaló un asentimiento lento a la desconocida. En aquella ciudad la mayoría de personas estaban enfermas de algo y aquello era muy triste. Pensó que ir a la biblioteca a leer historias podría ayudarlo pero, sin embargo, había sido una absoluta pérdida de tiempo. Iba a permanecer siempre rígido, sin comprender nociones abstractas.

—¿Cómo te llamas? —quiso saber—. Mi nombre es Elías, encantado de conocerte.

—Mi nombre es Claudia, encantada.

Ambos se sonrieron. La escarcha y el chocolate se fundieron en una única mirada. Quizá fue el destino, que los convirtió en extremos opuestos para entrelazarlos, o simplemente justicia trágica. El caso era que ahí estaban, reconociéndose, confesándose su angustia.
 
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