Acabo de calentar el agua, que vierto sobre una taza con la intención de prepararme el té. Me quedo mirando cómo desprende humo e inhalo, abarcando la esperanza de que desprenda algún aroma. Se ve blanca, como lo es la taza por dentro, y me siento triste cuando pienso en que la voy a ensuciar. Iba a malograr la tábula rasa que es, y aquello me atormentaba. El hecho de que el agua se mimetizara con el fondo de la taza, me extasiaba. Me extasiaba, también, experimentar que no tuviera olor. Aquel líquido se medía en consonancia a su entorno: era voluble en relación a su alrededor. Como un pedazo de arcilla a la espera de que la modelen. Me veo, entonces, reflejada sobre el agua de la taza que había empezado ya a enfriarse.

Hundo la bolsita de té verde. Espero. Conforme van pasando los segundos, el líquido se tiñe del color de las hojas. Sonrío, pero estoy triste: es una sonrisa triste, como yo. Me gusta sonreír porque parece que desafío al dolor. La vida me da guantazos mientras que yo, en cambio, mantengo la compostura. Era como los músicos del Titanic: impertérrita hasta cuando el barco se iba a hundir, siendo el consuelo de los pasajeros. 

Decido echarle un poco de miel al té, para endulzarlo. Después, empiezo a beber a sorbos cortos. El agua, que fue una tábula rasa, había dejado de serlo. Su esencia ha cambiado. Desprende un olor que inunda mi nariz de abajo a arriba. Sonrío de mentira, porque no sé sonreír de verdad. Sigo bebiendo para redescubrir aquella sustancia; como si así pudiera obtener respuestas sobre cuestiones existenciales. El líquido finalmente se consume.

El té, que parasitó el agua, ya no está. En cambio queda la taza, con los posos como recordatorio del crimen. Aquello era una prueba más de cómo funcionaba la vida: nacíamos limpios, con el propósito de sentirnos parte del mundo. Después, algo nos atravesaba hasta convertirnos en alguien diferente. Y, por último, llegábamos a ser el amasijo de cicatrices del fondo de una taza. Estoy segura de que por eso las brujas miraban el futuro en los posos de té.

 

Ágape

Había una vez, una sirena con una cola enorme que brillaba junto a la espuma de mar; que resplandecía, iridiscente, entre el oleaje. Su nombre era Ágape y era la ninfa de mar más hermosa del mundo. Le gustaba tumbarse cada atardecer junto a un puñado de rocas que bordeaban la costa, para poder observar la caída del sol. La arena de aquella playa era blanca como la cal y, por ello, a veces pensaba que estaba habitando en una mentira, donde tanto el mar como el litoral eran un escenario de teatro bajo el que estuvo cautiva a lo largo de su vida; como si de un sujeto de experimentos se tratara.

Un día, llegó un marinero cuando el sol estaba a punto de rozar el horizonte. Mientras, el cielo tiñó las nubes con el arrebol de quien derrama una copa de vino sobre el mantel de la mesa. Ágape, nada más ver al marinero, pensó en que llevaba las mejillas idénticas al cielo; de un rojo propio de alguien que era tímido, pero no. Con curiosidad, se acercó hacia él y extendió aquellas manos mágicas que tenía por ser mitad anfibio, mitad humana. A su nariz llegó, entonces, el aroma del vino. Así que pensó que aquel desconocido era como el crepúsculo, porque sobre su estructura se había derramado también una copa de vino. Por lo que alcanzaba a deducir, el rojo llegaba solo bajo la premisa del alcohol.

El desconocido rio, y rio. Ágape, en cambio, no sonreía ya. Asustada por la conducta del marinero, trató de alejarse de él. Pero no pudo. Usó las manos de humano, que tenía por ser un triste mortal, para tratar de aprisionarla. «Te voy a comer», balbució. Y la sirena sopesó aquel susurro como quien reconoce que, en ocasiones, se podía devorar de otras maneras. Y quiso estar bajo el escenario de un teatro, donde todo fuera un desengaño. Quiso ser la mejor actriz del mundo bajo aquella costa de arenas de cal. Entonces, se vio a sí misma desde fuera de su cuerpo: como si su alma hubiera abandonado la realidad material que la estaba sosteniendo.

Y el marinero la tocó como a ella no le gustaba. Y quiso comérsela, pero gritó. «¡El marinero me quiere comer!», aunque tampoco no ocurrió nada. Porque a pesar de que hubiera gente a su alrededor, sus cantos de sirena pasaron desapercibidos. ¿Quién iba a creer a un ser con la mala fama de hacer a los navegantes perecer bajo las olas? Muerta, como el monstruo que era, recibiría su castigo merecido. Por provocar. Por encandilar. Por enamorar. Así que Ágape, desesperada, desgarró al marinero hasta partirlo en dos. Y descubrió que la sangre del cadáver olía a camelias y sabía todavía mejor.

El arrebol del océano se mezcló con el arrebol del cuerpo inerte y el vino. Aquel atardecer, que tanto la atormentaría a lo largo del tiempo, había adquirido matices borgoña. La tristeza de Ágape también absorbió aquel color, que iba a ser distintivo en su cola como recordatorio de aquel suceso. Y, mientras tanto, el resto de humanos contarían historias sobre el horrible corazón de las sirenas, reforzadas por la muerte de aquel tipo. 

 

 
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