Girasol y moscardón

Qué todavía sigo siendo el girasol que se ciega cuando mira hacia la luz. Y tú disfrutas de ello, como la bombilla que calcina al moscardón. Soy ese insecto que acude al reclamo del sol, como también soy —y tú bien lo sabes— un girasol al que se le secaron las pipas. Pobre girasol, qué se marchitó por los rayos de sol. De tanto esperar, le crecieron los pétalos como lo hizo conmigo el pelo. Antes mis hebras rozaban los hombros y ahora, en cambio, se deslizan hacia los confines de mi espalda. Desde entonces hasta ahora, ya nada ha vuelto a ser lo mismo. Me quedé sola yo; madura como la manzana de Eva. Muérdeme.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde nuestra despedida? Todavía te veo difuminándote en la bruma de los días, de las horas. Y entonces siento que se restituyen las madrugadas húmedas de otoño: cuando me quejaba de que hacía demasiado frío y no tenía ganas de hacer el amor. Me ha cambiado tanto el pelo, como he cambiado también yo. Sin embargo, sin ser la misma sigo pensándote de mil maneras parecidas. Mis emociones oscilan desde el odio del moscardón hasta el éxtasis del girasol. Porque todo me arrastra irrefutablemente hacia aquello que vivimos y me incita a preguntarme por qué, aun siendo alguien distinta, continúo dándole vueltas a una página que trato con todo mi anhinco de arrancar, pero nunca lo consigo. Me he prometido, una y mil veces, dejar de dedicarte despedidas. Pero, como sigo siendo mi peor enemiga, me traiciono en cada oportunidad que me brinda la vida.

 
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