Imaginario de lluvia

Reto, cinco palabras: Sol, lluvia, armario, luz y ascensor.

Llegaban los rayos de sol a través de las prendas de ropa detrás de las que me escondía, dentro del armario. Me cubría los ojos con un vestido rojo de lentejuelas, que mi madre se había comprado como si tuviera la autoestima o el amor propio suficiente para salir a la calle con él. Seguro que solo lo hizo para llevarle la contraria a mi padre, que se reía de ella cada vez que podía; parecía que le gustaba recordarle su edad. «Qué estás vieja ya, Maribel», le decía, con una seguridad de la que debería carecer. Ni que él fuera un yogurín, al borde de sus sesenta. Mamá se enfadaba y a veces lo insultaba: se metía con su calvicie y su barriga, pero a él no le afectaban sus palabras. En cambio la autoestima de Maribel sí se había resentido lo suficiente, como para dejar caer aquel trozo de tela para que quedara presa de las polillas.

Quería esconderme del sol. El problema era la luz, que me recordaba constantemente lo viva que estaba. Sin embargo, cuando me resguardaba entre telas, podía cerrar los ojos e imaginar que no existía. El mundo, de hecho, seguiría girando sin mí. Bueno, sin mí y sin la mayoría de personas. Con lo diminutos que éramos, seguía sin comprender por qué nos preocupábamos tanto en darnos sentido. No importábamos, y estaba bien. Aquello era algo que había asumido casi desde que nací. Aún me recordaba de pequeña, sentada frente al televisor, viendo cómo mis padres discutían. Hablaban de mí, de que era una carga y costaba mucho comprarme la ropa. Mamá le decía a papá que malgastaba su sueldo, que se lo diera a ella. Y cuando se lo daba a ella, lo malgastaba también; los vestidos de su armario eran una prueba. ¿Cuántos euros se habría gastado en cosas para hacerse deseable para papá? ¿Y papá, qué? ¿Llevaba bien sus horas en el bar? Mi yo de seis años miraba la tele y pasaba bastante hambre. Casi siempre me ponían los mismos tres conjuntos que fueron a recoger en Cáritas y por los que, aunque en aquel momento no me daba cuenta, hablaban mal de mí.

Me gustaba imaginarme el armario como un ataúd, pero en aquella ocasión iba a ser algo distinto porque se movía. Lo sentía elevarse como si fuera un ascensor. Me imaginé llegando al último piso; a una terraza grande y amplia que me permitiera ver los edificios de la ciudad. El cielo estaría encapotado, como tanto me gustaba, y caerían pequeñas gotas de lluvia; serían las lágrimas que no dejaba correr por el valle de mis ojos. Tal vez, querría saltar desde arriba; estamparme contra el asfalto. Sería maravilloso experimentar el aire revolverme el pelo mientras me precipitaba hacia mi muerte. En mi mente, de hecho, salté. Y sentí un golpe contra el suelo: solo que no fue desde demasiado alto.

Desorientada, me vi tirada en la habitación de mi madre; hecha un gurruño junto a su vestido rojo de lentejuelas. Me había tropezado por el mareo, hasta desplomarme fuera del armario. La ventan traía un sol que me perforaba la cabeza. En mis ojos, por supuesto, había llovido. A mi lado podía escuchar los gritos de mi madre, que me reprochaba haberme bebido todas las latas de cerveza que había en la nevera. «¿Estás loca? Cuando se entere papá, te dará una paliza hasta dejarte muerta». Desubicada y con náuseas me encogí de hombros. Ojalá me matara, quise decirle, pero el vómito obstruyó mis palabras. Y allí, frente a mi madre, ensucié su vestido rojo de lentejuelas.


Hamlet sin Ofelia

Ofelia estaba triste, y aquello era algo para lo que la bruja Drusilda no terminaba de estar preparada. ¿Cómo alguien que era mes de marzo podía estar triste? Se suponía que era la fuerte, la líder. No un amasijo afligido. No un charco de lágrimas en el suelo. Ofelia estuvo mirando la taza de té sobre el hule de la mesa; del hule a la bebida, y viceversa. Las pupilas color arcilla parecían encontrar algo estimulante en los girasoles estampados, como si quisiera que crecieran fértiles sobre su iris. La aprendiz de bruja se preguntó, vagamente, con cuánta facilidad se podrían encontrar respuestas en las flores. Quizá era más sencillo que en los posos de té. Debía de probarlo, algún día.

—Es un monstruo —espetó Ofelia en referencia a Ares, con su frente arrugada. La boca fruncida, en una mueca que oscilaba entre el miedo y el asco. El brillo del desengaño en su rostro deslumbró cualquier palabra reconfortante que pudiera dedicarle Drusilda, así que guardó silencio, por si la calma era una solución plausible. Sí, lo fue.

—¿Qué vas a hacer? —la apremió, cuando la tensión de su tesitura se hizo insostenible. Ofelia arrugó su frente, otra vez, como si se hubiera olvidado de hablar. Drusilda continuó callada; había veces que la amargura se comía las palabras por lo que Ofelia necesitaba materializar la respuesta a aquella pregunta, qué le doliera. Entonces, y solo entonces, podría empezar a sanar.

—Dejarlo. —Suspiró. —Bueno, no sé si esa es la palabra indicada. En realidad, nunca tuvimos nada.

Ambas suspiraron. Ofelia tomó un trago del té. Drusilda se colocó a su lado, después se permitió dedicarle una mirada de arriba abajo. Había algo roto en ella y tenía miedo que jamás pudiera regresar a su origen. ¿Cuántos nudos se podían hacer a una cuerda llena de mellas antes de que quedara inservible? ¿Cuántas veces, después de rota, se podía seguir usando? Tenía su cabello lacio, castaño, recogido en una coleta alta. Los ojos de arcilla, mancillados y sin girasoles. La piel pálida, las mejillas sin lustre. La boca seca, blanca. Y las pestañas cortas y mojadas. Había lágrimas sin que realmente estuvieran. Había alguien, que era y no era. Su cuello largo, elegante, inclinado hacia abajo. Los huesos de la espalda se asomaban hipnóticos a través de su camiseta de tirantes. Drusilda quiso acariciarlos, pero no lo hizo.

—¿Ves esa separación de los posos de té? Están divididos, como hizo Moisés con las aguas. —Guardó silencio, para confirmar que aquella conversación no era unilateral. Ofelia asintió. —Indican como estás; partida. Aun así, eso no es lo único que me dicen. Después de la rotura, los pedacitos se prolongan hacia casi elevarse sobre las paredes de la taza; como la rosa que nace entre dos rocas. Hay gente, como tú, que ha nacido para sobresalir a pesar de estar en tierra árida.

Ofelia capturó su pupila, como si estuviera redescubriéndola por primera vez en mucho tiempo. Drusilda, eclipsada, quiso decirle lo mucho que la quería. Pero no. Callada, con la certeza de que no era a ella a quien miraba; sino al anhelo de la ausencia de Ares, se dejó hacer. Se dejó tocar, le entregó todo su amor como si fuera infinito. Podía tomar todo lo que quisiera de ella; a fin de cuentas, aquella rosa no solo necesitaba agua para crecer.

Lo primero que hizo fue darle un beso. Ofelia sintió ajena aquella boca sin barba, blanda y suave. Las manos suaves, también, que le acariciaron el cabello con ternura. En realidad, aquello fue como un descubrimiento; como si tuviera a su lado la teoría de la gravedad y no se hubiera dado cuenta. Qué bien se sintió el tacto Drusilda, dulce, recorriendo su espalda. En tan solo una caricia le quitó las prendas: quedó entonces vulnerable, escudada solo por sus huesos y piel. Supo que, hasta aquel instante, no se había sentido jamás tan auténtica. La mirada de Drusilda parecía capaz de atravesarle las entrañas hasta alcanzar su corazón. Llegó para quedarse viéndolo latir, recreándose en su desdicha como si quisiera alimentarse de ella.

La aprendiz de bruja estaba enamorada de la tristeza de Ofelia. Quería tomar a la muchacha para demostrarle que el destino no solo estaba escrito en las estrellas. Quería leerle la felicidad en los lunares de su estómago y después lamerla ahí abajo, hasta hacerle creer que nacieron constelaciones en el techo, lleno de grietas, de su habitación. Ofelia, por su parte, se dejó hacer. Tirada sobre el colchón, abierta de piernas, fue más libre de lo que jamás pudiera haber recordado. El egoísmo la hacía sentir empoderada, irracional y frenética. Lo quería todo para ella. Iba a tomar el placer y exprimirlo hasta perder la cordura: deseaba quedarse tan saciada que no hubiera espacio en su mente para experimentar la desazón.

Entonces, la puerta se abrió. Apareció Ares con su uniforme de militar. La mostaza de su iris recorrió la habitación de Drusilda como quien observa un cuadro costumbrista. Las vio tiradas en el colchón; tan crudas que se alejaban de la fantasía lésbica que tenía el hombre sobre la sexualidad de la mujer. Y le dio asco la forma que tenía Drusilda que acariciar el vientre hendido y moreno de su amiga. Le dieron repulsa los gemidos trémulos de Ofelia, que iban en busca de un anhelo que no llegaba nunca. Pero, por encima de todo, se sintió traicionado: su virilidad se puso en entredicho. Así que quiso castigarlas de alguna forma que le hiciera sentirse a él como sujeto de deseo y devolverles a ellas, en cambio, la condición de objeto de consumo. Alejó a Drusilda de un tirón de encima de Ofelia, para evitar que le revocaran su conquista. Él era el hombre blanco y Ofelia se había convertido en la nueva América. Iba a someterla bajo la mirada de la aprendiz de bruja, que no podría detenerlo.

Entonces fue cuando Ofelia tuvo una epifanía sobre su destino, que parecía estar ligado a una tragedia clásica. Ella era la amante de Hamlet; su futuro no estaba escrito ni en las estrellas, ni en sus lunares. Nació para servir a un hombre y morir por y para él. Iba a ser la Ofelia de alguien que la relegaría a un segundo lugar, donde sus deseos nunca formaron parte de la ecuación. Ares, por tanto, sería el señor de su guerra; de su destrucción y su cautiverio. Ella, como el resto de mujeres del mundo, no necesitaba acudir a ninguna cruzada, porque la tenía en su día a día. Quiso llorar al visualizarse como la concibió Shakespeare: ahogada en un lago. Toda una vida erigida con el propósito de ser un personaje prescindible.

En el marrón arcilla de sus ojos, crecieron girasoles. Ofelia quería diferenciarse de su yo vulnerable, que tanto había visto que pintaban en cuadros barrocos hundida bajo el mar. Así que tomó aire y le dijo que no. Hizo acopio de todas sus fuerzas para quitárselo de encima con una patada en el estómago. Ares, señor de lo belicista, emitió un quejido de dolor. Aprovechó entonces Drusilda para ponerse delante y escudar a su compañera. Ofelia tomó un jarrón lleno de agua y margaritas, que estampó en la cabeza de su Hamlet. Ya no más, quiso decirle con la boca cerrada.

Cayó el cuerpo al suelo, inerte. Tenía el cabello mojado, como si el destino quisiera mostrarles lo bonitos que se verían sus rizos húmedos sobre el cauce de un río. Y así lo imaginaron: sepultado donde nadie jamás lo pudiera encontrar. A aquel Ares, reencarnado en Hamlet, le había llegado su San Martín. Y Ofelia no tendría que sufrir las consecuencias de pertenecerle, como tanto ocurrió en historias pasadas. Lo que siempre había necesitado era reinventarse como alguien distinta: descubrir que en aquella ocasión no había sido ella la destinada a perecer bajo el mar. Las tornas habían cambiado y ya no estaba tan indefensa como tanto la concibieron los demás.
 
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