Fue desde aquel acontecimiento trágico que los dominios de la niña que lloraba adquirieron denominación de origen hasta convertirse en leyenda. Llamaban a aquel lugar La maldición de El reino del olvido puesto que, después de aquel nacimiento le siguieron muchas más desgracias. Se podría afirmar, de hecho, que fueron el padre y la madre de la princesa quienes originaron la maldición. El día en el que la concibieron, cayeron gotas de agua de las nubes. Cada una de ellas fue una expectativa bajo la cual se iba a erigir el potencial de la futura bebé. Buscaban de ella que fuera bonita, qué fuera educada. Concebían al brillo de sus ojos, como el de un lucero. Y sus labios como rosas. Y sus mejillas, como manzanas. Y sus pestañas como abanicos. Y qué sonriera. Y fuera lista, pero callada. Atenta, pero complaciente. Y qué pensara, pero no lo hiciera. Y que fuera feliz, porque si cumplía aquella lista de obligaciones probablemente alcanzaría el nirvana.
La niña que lloraba, parecía haber aparecido en el mundo con conocimiento de su causa. El dolor de existir lo llevaba tan arraigado que debía de haber intuido ya que la dicha solo podía existir cuando estaba en el vientre de su madre. Por eso no quería nacer. Había noches en las que, dentro de la cuna, tenía delirios en los que dejaba de existir. Imaginaba que su alma salía del cuerpo y se teletransportaba dentro del útero de su madre: el único lugar del mundo donde nunca iba a recibir daño. Sin embargo, con los años fue desentendiéndose de aquellas fantasías hasta llegar a convertirse en una niña que no lloraba delante de nadie. Aprendió a hacerlo sola, cuando todo el mundo dormía y nadie la podía ver. La luna fue la única testigo directa de sus desgracias, aunque el resto de ciudadanos y ciudadanas del reino tenían que utilizar canoas para desplazarse de un ala a la otra del castillo.