De personas tristes


Lo cierto era que, siéndote sincera, te quería usar. Por eso, precisamente, te había escogido a ti. Eras alto y delgado, pero con desgana. Te veía con el miedo de que el mundo fuera capaz de engullirte. Con tus ojos azules como la laguna Estigia, marcas de acné sobre los pómulos y los labios secos, finos y arrugados. Estabas ahí fuera, en la terraza del bar, fumando de tu cigarrillo como si fuera un bote salvavidas. Te aferrabas a él en cada calada, para poder gestionar una ansiedad que llevaba tan arraigado el desengaño de los estándares que siempre quisiste alcanzar, pero estaban demasiado altos.

Tu pelo era largo y descuidado. Y tu ropa, sobre todo la camiseta, larga y descuidada. Me miraste y, entonces, te sonreí. Yo no era gran cosa, tampoco nos íbamos a engañar.  Menuda, regordeta y ahogada en mis complejos. Me acerqué a ti. Tan solo quería gustarte lo suficiente como para poder convencerte y follar. Quería echarte un polvo triste en los lavabos de aquel bar triste; encontraba encanto en lo denigrante que era aquello. Me miraste de vuelta. Te quería usar. ¿Cómo de feo sonaba? Y me sonreíste. Después te humedeciste los labios.

Entonces me incorporé hacia ti para susurrarte en el oído «¿Quieres divertirte un rato?». Atónita, la parte más misógina de ti me quiso juzgar. Pero sin mediar respuesta, me seguiste al lavabo. En unos segundos, te tuve de rodillas con una impaciencia que se me hizo insólita. Me bajaste las bragas, mientras que con una de tus manos me subiste la falda. Deslizaste tu rostro por la cara interna de mis muslos, mientras notaba la forma en la que tu barba mal rasurada arañaba mi carne. Besaste despacio esa zona, con unas ganas de complacer, de obtener mi aprobación, que me supieron ajenas. Lo único que quería de ti era el desapego. Algo rápido y decadente, para alguien acostumbrada a las decepciones.

El flujo de ideas se me cortó cuando clavaste tu boca de lleno en mi intimidad, sin apenas preámbulos. Gemí entonces, sorprendida de mi intensidad, mientras clavé mis ojos en los tuyos, que me afrontaban con desafío. Coloqué mis manos sobre tu cabeza, incitándote a que terminaras el trabajo de una forma quizá demasiado brusca. A ti parecía que no te desagradaba que te tratara así, como una cosa. Era casi como si estuvieras acostumbrado. Había una parte mórbida en tu postura, que me incitaba a pensar que eso era lo que te gustaba. Ser un títere, mi esclavo.

—Quiero follarte —musité, con miedo a que la gente de fuera pudiera escucharnos. Me ignoraste, mientras seguías estimulando mis pliegues. Encontraba algo controlador en aquello; estabas pendiente de cada pequeño gesto en mí, como si buscaras descifrar la combinación de caricias correcta. Tal vez buscabas doblegarme desde el placer. Me enfadé.

—Te he dicho que quiero follarte —insistí. Entonces despegaste la boca de mi coño y te lamiste los labios.

—Cuando consiga que te corras, follaremos. —Aquella fue la primera vez que te escuché hablar, puesto que no habíamos llegado a intercambiar palabras en el momento en el que te vi en la terraza. Volviste a estimularme; en esta ocasión tu boca estaba en mi clítoris y dos dedos en la entrada. Me convulsioné, en vistas de un orgasmo que no quería alcanzar.

—¿Por qué? —atiné a preguntar, a penas sin aliento.

—Porque a lo mejor así consigo que no me conviertas en el recuerdo cualquiera que tuviste con un chico cualquiera del bar. —El orgasmo llegó, junto a la epifanía de verme reflejada a través de tus ojos. Tuve miedo de haberme sentido arropada por aquellas palabras. A mí tampoco me gustaba la certeza de que me fueran a olvidar.


 
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