Ofelia de niña

Me dijeron que mi destino estuvo forjado desde que nací, pero no fui capaz de creérmelo hasta que lo vi con mis propios ojos. Recuerdo que tenía ocho años cuando me crucé con ellos, los soldados. Mi madre me tenía agarrada de su mano derecha, que sudaba. Sudaba también yo. ¿Cómo hacía tanto calor? Arrugué mis cejas rubias, de niña. Mi piel era morena, tenía el cabello fino y pálido; recogido en una coleta. Estábamos estáticas, a la espera de que nos proveyeran de lo que nos correspondía según la cartilla de racionamiento. Llegó un tipo que no era demasiado alto. De tez morena, semblante sudoroso y hebras oscuras. Me miró, luego a mamá. Parecía estar midiéndonos en nuestra desesperación y desconsuelo. Sonrió, pero no le llegó al rabillo del ojo. Su frente estaba arrugada y la barba mal rasurada. Le miré mal, buscando un desafío al que, en realidad, debía de someterme. Qué tierna fue mi inocencia y con qué velocidad se extinguió. Cómo un cirio. Aquel día me sentí como una vela, al borde de consumirse.

Los tipos trataban a las mujeres como cosas y, de hecho, eso éramos para ellos. Objetos. Cosas con las que divertirse; una inversión a la que sacarle partido. Y ahí, mientras tanto, estábamos mamá y yo. Ella a la espera de ser lo suficientemente bonita como para interesarles. Y yo en vilo, sin comprender lo retorcido de aquella escena. A mí también me miraban, como quien aprecia el ganado. ¿Podría ser una niña de ocho años un trozo de carne? Por supuesto. Porque la lujuria y la ambición de los hombres, apenas tenía cabida en este mundo. Qué nos gustaba preguntarnos por qué las cosas iban mal y señalar las tesituras sociales y económicas, obviando la base. El mundo va mal, porque son ellos quienes nos gobiernan. La masculinidad es tóxica; pedófila, violenta, competitiva, sádica, entre otras cosas. Nos administran monstruos. Y nosotras somos su presa.

Mamá iba a ser la presa de aquel soldado a cambio de comida. Pero no. Llegué yo, Ofelia. Mamá me puso ese nombre porque era el de un personaje de una novela que le hicieron leer en el colegio. Era la enamorada de Hamlet, que vivía por y para él. Su muerte fue por él y su propósito en la obra fue, también, el de orbitar bajo su estela. Ahora pienso en que, si a las mujeres nos enseñan que debemos de ser un apéndice de los hombres, terminamos siendo su sombra. Mi destino iba a ser convertirme en la Ofelia de un Hamlet; en la esclava de un basilisco. Pero no quería. Y mamá tampoco debería de serlo. A veces pensaba en quién sería mi padre; otro Hamlet patético, por supuesto. Todas embarazadas y ninguno de ellos responsable del cuidado de los niños. No tenían empatía con nosotras, que éramos como mercancía.

Cuando el soldado desconocido se llevó a mamá y me pidieron que me quedara esperando fuera, no lo hice. Con mis ojitos marrones, oteé la escena. Él agresivo, violento, sobre ella. Ella toda blanca, inexpresiva, a la espera de ser devorada. ¿Acaso a el tipo le importaba mamá? ¿Era demasiado problemático que mi yo de ocho años concibiera la empatía como base en cualquier tipo de relación? Me asomé entonces, y lo vi sin camiseta. Él grande, mamá pequeña. Y le tuve asco. A mi derecha, en la mesa auxiliar, había una lámpara de aceite. La cogí con rabia y la lancé hacia él con otras mis fuerzas. Él gritaba. Puta, decía, con una misoginia tan feroz que a mi yo del pasado le habría gustado poder definir de alguna manera.

Puta, qué palabra más bonita. Puta, como sinónimo de esclava. Puta, como penitencia. Puta, como chaleco salvavidas. Porque en aquel mundo nos vendieron que todas éramos putas como elección cuando, en realidad, era un acto desesperado. Así que terminamos sintiéndonos representadas por aquella etiqueta; la veíamos como una referencia hacia la lucha para un futuro mejor. Mi madre ya era una puta: había tenido a una hija de un desconocido que no quería encargarse de ella. Mi madre no disfrutaba ni de los hombres, ni de su vida, ni de su cuerpo. Pero en cambio era puta porque quería continuar luchando; por ella y por mi futuro. Era puta por querer darme de comer y proveerme de un futuro mejor. Y aquel soldado, en cambio, era un monstruo proxeneta. Un putero. Un hombre blanco, acostumbrado a que el mundo estuviera hecho a su medida.

La lámpara golpeó en su cabeza, y cayó al suelo. Mamá, que salió de su trance, le pegó patadas en el estómago. Sonrió hacia mí, empoderada como no la había visto nunca hasta el momento. El soldado, inconsciente, siguió pareciéndome un basilisco. Me habría gustado vomitarle encima, para desquitarme con el asco que sentía. Los hombres eran mortales: aquella epifanía se quedó grabada a fuego en mi mente todavía de niña. Tal vez mi destino, grabado en piedra, pudiera ser maleable. Quizá no tendría por qué ser la Ofelia de un Hamlet cualquiera. Quizá mamá tampoco tendría porqué serlo. Me agaché sobre el cuerpo del desconocido para robarle los vales para adquirir comida. Sonreí de verdad, porque estaba feliz.

Acabo de calentar el agua, que vierto sobre una taza con la intención de prepararme el té. Me quedo mirando cómo desprende humo e inhalo, abarcando la esperanza de que desprenda algún aroma. Se ve blanca, como lo es la taza por dentro, y me siento triste cuando pienso en que la voy a ensuciar. Iba a malograr la tábula rasa que es, y aquello me atormentaba. El hecho de que el agua se mimetizara con el fondo de la taza, me extasiaba. Me extasiaba, también, experimentar que no tuviera olor. Aquel líquido se medía en consonancia a su entorno: era voluble en relación a su alrededor. Como un pedazo de arcilla a la espera de que la modelen. Me veo, entonces, reflejada sobre el agua de la taza que había empezado ya a enfriarse.

Hundo la bolsita de té verde. Espero. Conforme van pasando los segundos, el líquido se tiñe del color de las hojas. Sonrío, pero estoy triste: es una sonrisa triste, como yo. Me gusta sonreír porque parece que desafío al dolor. La vida me da guantazos mientras que yo, en cambio, mantengo la compostura. Era como los músicos del Titanic: impertérrita hasta cuando el barco se iba a hundir, siendo el consuelo de los pasajeros. 

Decido echarle un poco de miel al té, para endulzarlo. Después, empiezo a beber a sorbos cortos. El agua, que fue una tábula rasa, había dejado de serlo. Su esencia ha cambiado. Desprende un olor que inunda mi nariz de abajo a arriba. Sonrío de mentira, porque no sé sonreír de verdad. Sigo bebiendo para redescubrir aquella sustancia; como si así pudiera obtener respuestas sobre cuestiones existenciales. El líquido finalmente se consume.

El té, que parasitó el agua, ya no está. En cambio queda la taza, con los posos como recordatorio del crimen. Aquello era una prueba más de cómo funcionaba la vida: nacíamos limpios, con el propósito de sentirnos parte del mundo. Después, algo nos atravesaba hasta convertirnos en alguien diferente. Y, por último, llegábamos a ser el amasijo de cicatrices del fondo de una taza. Estoy segura de que por eso las brujas miraban el futuro en los posos de té.

 

Ágape

Había una vez, una sirena con una cola enorme que brillaba junto a la espuma de mar; que resplandecía, iridiscente, entre el oleaje. Su nombre era Ágape y era la ninfa de mar más hermosa del mundo. Le gustaba tumbarse cada atardecer junto a un puñado de rocas que bordeaban la costa, para poder observar la caída del sol. La arena de aquella playa era blanca como la cal y, por ello, a veces pensaba que estaba habitando en una mentira, donde tanto el mar como el litoral eran un escenario de teatro bajo el que estuvo cautiva a lo largo de su vida; como si de un sujeto de experimentos se tratara.

Un día, llegó un marinero cuando el sol estaba a punto de rozar el horizonte. Mientras, el cielo tiñó las nubes con el arrebol de quien derrama una copa de vino sobre el mantel de la mesa. Ágape, nada más ver al marinero, pensó en que llevaba las mejillas idénticas al cielo; de un rojo propio de alguien que era tímido, pero no. Con curiosidad, se acercó hacia él y extendió aquellas manos mágicas que tenía por ser mitad anfibio, mitad humana. A su nariz llegó, entonces, el aroma del vino. Así que pensó que aquel desconocido era como el crepúsculo, porque sobre su estructura se había derramado también una copa de vino. Por lo que alcanzaba a deducir, el rojo llegaba solo bajo la premisa del alcohol.

El desconocido rio, y rio. Ágape, en cambio, no sonreía ya. Asustada por la conducta del marinero, trató de alejarse de él. Pero no pudo. Usó las manos de humano, que tenía por ser un triste mortal, para tratar de aprisionarla. «Te voy a comer», balbució. Y la sirena sopesó aquel susurro como quien reconoce que, en ocasiones, se podía devorar de otras maneras. Y quiso estar bajo el escenario de un teatro, donde todo fuera un desengaño. Quiso ser la mejor actriz del mundo bajo aquella costa de arenas de cal. Entonces, se vio a sí misma desde fuera de su cuerpo: como si su alma hubiera abandonado la realidad material que la estaba sosteniendo.

Y el marinero la tocó como a ella no le gustaba. Y quiso comérsela, pero gritó. «¡El marinero me quiere comer!», aunque tampoco no ocurrió nada. Porque a pesar de que hubiera gente a su alrededor, sus cantos de sirena pasaron desapercibidos. ¿Quién iba a creer a un ser con la mala fama de hacer a los navegantes perecer bajo las olas? Muerta, como el monstruo que era, recibiría su castigo merecido. Por provocar. Por encandilar. Por enamorar. Así que Ágape, desesperada, desgarró al marinero hasta partirlo en dos. Y descubrió que la sangre del cadáver olía a camelias y sabía todavía mejor.

El arrebol del océano se mezcló con el arrebol del cuerpo inerte y el vino. Aquel atardecer, que tanto la atormentaría a lo largo del tiempo, había adquirido matices borgoña. La tristeza de Ágape también absorbió aquel color, que iba a ser distintivo en su cola como recordatorio de aquel suceso. Y, mientras tanto, el resto de humanos contarían historias sobre el horrible corazón de las sirenas, reforzadas por la muerte de aquel tipo. 

 

Desnuda

Siempre he estado desnuda. Cuando te miraba, en realidad nunca llevaba la ropa puesta. Tú, en cambio, tenías puesto un traje elegante con el que me criticabas porque nunca alcancé a cumplir con la etiqueta. Se pasaba mucho frío estando desnuda. Y miedo. La mayoría de veces, de hecho, me sentía indefensa: con todas las ideas expuestas a los ojos de los demás. Estar contigo desnuda implicaba aguardar tu juicio, cuando lo que en realidad necesitaba era que me arroparas. Con la mente expuesta, una podría morir congelada.

A ti te gustaba tenerme desnuda para follarme el cuerpo y, ya de paso, la cabeza. Lo pasaba tan mal al despojarme de la ropa que la mayoría de veces cogía una pulmonía. Y a ti, que querías la carne, que querías la piel, te encantaba restregarme lo bien que ibas vestido. Por eso quise renegar de ti; gritarte a los cuatro vientos que no soy ni musa, ni puta, ni santa, aunque estuviera ya muy visto.

Empoderada por la ira, te arranqué el pellejo para coserme un taparrabos que cubriera mis vergüenzas. Y entonces, indefenso, supiste lo que era claudicar. Desde mi miseria, viéndote desamparado, aprendí que podían crecerme las alas para alcanzar una realidad distinta. Y tú, cuando el altar por fin dejó de sostenerte, no adquiriste moraleja alguna. Porque los monstruos la mayoría de las veces no cambian, aunque les arranques la piel a tiras.

Girasol y moscardón

Qué todavía sigo siendo el girasol que se ciega cuando mira hacia la luz. Y tú disfrutas de ello, como la bombilla que calcina al moscardón. Soy ese insecto que acude al reclamo del sol, como también soy —y tú bien lo sabes— un girasol al que se le secaron las pipas. Pobre girasol, qué se marchitó por los rayos de sol. De tanto esperar, le crecieron los pétalos como lo hizo conmigo el pelo. Antes mis hebras rozaban los hombros y ahora, en cambio, se deslizan hacia los confines de mi espalda. Desde entonces hasta ahora, ya nada ha vuelto a ser lo mismo. Me quedé sola yo; madura como la manzana de Eva. Muérdeme.

¿Cuánto tiempo ha pasado desde nuestra despedida? Todavía te veo difuminándote en la bruma de los días, de las horas. Y entonces siento que se restituyen las madrugadas húmedas de otoño: cuando me quejaba de que hacía demasiado frío y no tenía ganas de hacer el amor. Me ha cambiado tanto el pelo, como he cambiado también yo. Sin embargo, sin ser la misma sigo pensándote de mil maneras parecidas. Mis emociones oscilan desde el odio del moscardón hasta el éxtasis del girasol. Porque todo me arrastra irrefutablemente hacia aquello que vivimos y me incita a preguntarme por qué, aun siendo alguien distinta, continúo dándole vueltas a una página que trato con todo mi anhinco de arrancar, pero nunca lo consigo. Me he prometido, una y mil veces, dejar de dedicarte despedidas. Pero, como sigo siendo mi peor enemiga, me traiciono en cada oportunidad que me brinda la vida.

La niña que lloraba

Había una vez, una niña que lloraba. Había nacido con un reguero de lágrimas debajo del brazo, por lo que el castillo en el que fue dada a luz fue inundado por su desdicha. La madrugada del ocho de marzo, había acariciado la vida una aprendiz de monarca que nunca quiso serlo. Y por ello, incluso siendo una bebé quiso dejarlo bien claro. El río que emanaba de sus ojos llenó todas las habitaciones del castillo y, como consecuencia, los súbditos tuvieron que hacer algo al respecto: algunos aprendieron a confeccionar trajes de buceo y otros, por la magia de los cuentos, vieron cómo les crecía una cola de pez. Les aparecieron aletas en las manos, anginas, escamas y sus ojos, además, se volvieron verde alga y perdieron las pestañas.

Fue desde aquel acontecimiento trágico que los dominios de la niña que lloraba adquirieron denominación de origen hasta convertirse en leyenda. Llamaban a aquel lugar La maldición de El reino del olvido puesto que, después de aquel nacimiento le siguieron muchas más desgracias. Se podría afirmar, de hecho, que fueron el padre y la madre de la princesa quienes originaron la maldición. El día en el que la concibieron, cayeron gotas de agua de las nubes. Cada una de ellas fue una expectativa bajo la cual se iba a erigir el potencial de la futura bebé. Buscaban de ella que fuera bonita, qué fuera educada. Concebían al brillo de sus ojos, como el de un lucero. Y sus labios como rosas. Y sus mejillas, como manzanas. Y sus pestañas como abanicos. Y qué sonriera. Y fuera lista, pero callada. Atenta, pero complaciente. Y qué pensara, pero no lo hiciera. Y que fuera feliz, porque si cumplía aquella lista de obligaciones probablemente alcanzaría el nirvana.

La niña que lloraba, parecía haber aparecido en el mundo con conocimiento de su causa. El dolor de existir lo llevaba tan arraigado que debía de haber intuido ya que la dicha solo podía existir cuando estaba en el vientre de su madre. Por eso no quería nacer. Había noches en las que, dentro de la cuna, tenía delirios en los que dejaba de existir. Imaginaba que su alma salía del cuerpo y se teletransportaba dentro del útero de su madre: el único lugar del mundo donde nunca iba a recibir daño. Sin embargo, con los años fue desentendiéndose de aquellas fantasías hasta llegar a convertirse en una niña que no lloraba delante de nadie. Aprendió a hacerlo sola, cuando todo el mundo dormía y nadie la podía ver. La luna fue la única testigo directa de sus desgracias, aunque el resto de ciudadanos y ciudadanas del reino tenían que utilizar canoas para desplazarse de un ala a la otra del castillo.

 

De personas tristes


Lo cierto era que, siéndote sincera, te quería usar. Por eso, precisamente, te había escogido a ti. Eras alto y delgado, pero con desgana. Te veía con el miedo de que el mundo fuera capaz de engullirte. Con tus ojos azules como la laguna Estigia, marcas de acné sobre los pómulos y los labios secos, finos y arrugados. Estabas ahí fuera, en la terraza del bar, fumando de tu cigarrillo como si fuera un bote salvavidas. Te aferrabas a él en cada calada, para poder gestionar una ansiedad que llevaba tan arraigado el desengaño de los estándares que siempre quisiste alcanzar, pero estaban demasiado altos.

Tu pelo era largo y descuidado. Y tu ropa, sobre todo la camiseta, larga y descuidada. Me miraste y, entonces, te sonreí. Yo no era gran cosa, tampoco nos íbamos a engañar.  Menuda, regordeta y ahogada en mis complejos. Me acerqué a ti. Tan solo quería gustarte lo suficiente como para poder convencerte y follar. Quería echarte un polvo triste en los lavabos de aquel bar triste; encontraba encanto en lo denigrante que era aquello. Me miraste de vuelta. Te quería usar. ¿Cómo de feo sonaba? Y me sonreíste. Después te humedeciste los labios.

Entonces me incorporé hacia ti para susurrarte en el oído «¿Quieres divertirte un rato?». Atónita, la parte más misógina de ti me quiso juzgar. Pero sin mediar respuesta, me seguiste al lavabo. En unos segundos, te tuve de rodillas con una impaciencia que se me hizo insólita. Me bajaste las bragas, mientras que con una de tus manos me subiste la falda. Deslizaste tu rostro por la cara interna de mis muslos, mientras notaba la forma en la que tu barba mal rasurada arañaba mi carne. Besaste despacio esa zona, con unas ganas de complacer, de obtener mi aprobación, que me supieron ajenas. Lo único que quería de ti era el desapego. Algo rápido y decadente, para alguien acostumbrada a las decepciones.

El flujo de ideas se me cortó cuando clavaste tu boca de lleno en mi intimidad, sin apenas preámbulos. Gemí entonces, sorprendida de mi intensidad, mientras clavé mis ojos en los tuyos, que me afrontaban con desafío. Coloqué mis manos sobre tu cabeza, incitándote a que terminaras el trabajo de una forma quizá demasiado brusca. A ti parecía que no te desagradaba que te tratara así, como una cosa. Era casi como si estuvieras acostumbrado. Había una parte mórbida en tu postura, que me incitaba a pensar que eso era lo que te gustaba. Ser un títere, mi esclavo.

—Quiero follarte —musité, con miedo a que la gente de fuera pudiera escucharnos. Me ignoraste, mientras seguías estimulando mis pliegues. Encontraba algo controlador en aquello; estabas pendiente de cada pequeño gesto en mí, como si buscaras descifrar la combinación de caricias correcta. Tal vez buscabas doblegarme desde el placer. Me enfadé.

—Te he dicho que quiero follarte —insistí. Entonces despegaste la boca de mi coño y te lamiste los labios.

—Cuando consiga que te corras, follaremos. —Aquella fue la primera vez que te escuché hablar, puesto que no habíamos llegado a intercambiar palabras en el momento en el que te vi en la terraza. Volviste a estimularme; en esta ocasión tu boca estaba en mi clítoris y dos dedos en la entrada. Me convulsioné, en vistas de un orgasmo que no quería alcanzar.

—¿Por qué? —atiné a preguntar, a penas sin aliento.

—Porque a lo mejor así consigo que no me conviertas en el recuerdo cualquiera que tuviste con un chico cualquiera del bar. —El orgasmo llegó, junto a la epifanía de verme reflejada a través de tus ojos. Tuve miedo de haberme sentido arropada por aquellas palabras. A mí tampoco me gustaba la certeza de que me fueran a olvidar.


 
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