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              Me gustaría que pudiera ser visible la forma en la que mi vida había sido sesgada. Imagino el transcurso del tiempo como una línea continua, que no se detiene, pero luego encuentro puntos de inflexión en los que se parte. Entonces, mi vida ya no es mi vida. Salgo de las entrañas de los días y de las horas para convertirme en alguien que observa, de lejos, cómo se resquebraja. Mi vida es un barco sin capitana, una noche sin estrella polar o una película triste sin helado de chocolate para acompañar.

              Juro que la mayoría del tiempo para mí nada es real: cada vez que me miro, me siento más lejana. En ocasiones me pregunto si soy un personaje y estoy siguiendo un guion; cualquier cosa termina pareciéndome más factible que asimilar hasta adonde he llegado. Las cosas rotas, seguirán estándolo. Y las madrugadas tristes seguirán arrancándome gemidos que acallo con la boca cerrada. Ya sé que volver atrás queda descartado, que el daño ya está hecho. Por ahí he escuchado que Dios aprieta pero nunca ahoga: ojalá sea verdad.






Buu


             Annie aguardaba al monstruo bajo las mantas; hacía frío fuera de la cama. El monstruo estaba además fuera de la cama, donde las sábanas no lo podían guarecer. Escuchó pasos y el graznido de bisagras, que acompañó al de una velada respiración. La noche era oscura, aunque más lo era aquel cuarto. Brillaba solo el gusiluz de Annie, haciéndo musica a ratos. Un gusiluz que resplandecía, impávido, cuando la pequeña empezaba a llorar.

             Annie quería ser sirena porque le encantaría tener cola de pez: se imaginaba con escamas en lugar de piernas y branquias en lugar de orejas. Alguna que otra vez se las había dibujado en el cuello con la ayuda de mamá. De hecho, era a mamá a quien quería confesarle que el monstruo la iba a buscar de madrugada y era el mismo monstruo quien se lo impedía. «Nadie te va a creer —le dijo cuando iba a comérsela—.Mamá se va a enfadar si te chivas». Así que Annie guardó silencio. 

           Con sus pasos, el graznido de visagras y su velada respiración, el monstruo entró. Removió las mantas mientras Annie miraba a su gusiluz sonreír, de nuevo, impávido. Peludo. Era peludo y de color azul con motitas blancas. Sus ojos amarillos, de gato; su boca grande y también azul; sus dientes blancos y afilados. «Me habías asustado —espetó Annie—. Tú no eres el monstruo que esperaba». Y rompió a reír. El monstruo, desconcertado, le preguntó: «¿Acaso hay algo que asuste más que yo?». Entonces se repitieron los pasos, el graznido de visagras y la velada respiración. 

             Ante el monstruo bueno, se presentó el monstruo malo: papá se quedó tieso como un palo, contemplando a aquel engendro azul con motitas blancas. Las dos aberaciones se miraron durante unos segundos, preguntándose cuál de ambas era la más terrorífica. Fue Annie quien decidió por los dos: acudió a resguardarse a los brazos del peludo. «Sácame de aquí» le susuró bajito. Y así fue como el engendro azul con motitas blancas devoró a su papá. Aquella madrugada, la pequeña descubrió que un demonio podía ser la solución para sus propios demonios.





 
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