Satélite

¿Y qué pasa si quiero que me destruyas? Qué me rompas. Qué me partas en mil pedazos hasta que no se distinga lo que soy. Mírame, por favor. Deléitate conmigo del placer que siento por la idea de que me resquebrajes. ¿Tan enferma estoy por desear que me (de)construyas? No me juzgues. Soy un amasijo gris, a la espera de poder reinventarme como algo tuyo. Golpéame duro, como si mi carne pudiera cincelarse; permíteme ser tu estandarte. 


Ahora te miro yo. Tus ojos son tan negros que busco perderme ahí; en lo más profundo de tu cabeza. No me entiendes y tampoco me sorprende, porque nunca he tenido sentido. Tal vez llegué a este mundo para que tú me lo dieras. Encerrada en esta habitación, con los grilletes hiriendo mis muñecas, me siento tan viva que… No me juzgues. Apriétalos más fuerte, hazme daño. Sonrío, te perturbas. Me incorporo con las fuerzas que me restan, luego me propulso hacia ti. «Mátame» musito, lo más cerca de tu oído que me permiten las cadenas. Mi voz un susurro, que busco entonar como si fuera una nana. 


No me entiendes, pero, como he dicho antes, siempre he sido un enigma incluso para mí misma. Pasas los dedos entre las hebras de tu cabello con desconcierto: enfadado porque el dolor que me infringes me llena. Me siento más viva que nunca, aunque, paradójicamente, esté más muerta. A penas me quedan fuerzas para mantenerme erguida, así que me bamboleo como una bailarina que ha olvidado sus pasos. 

Me miras, de nuevo. Y me gusta tanto que solo puedo sonreírte. ¿Cómo de bonita me veré débil y famélica? ¿Te gusta? No hablas. Te acercas para abrir la cerradura que claudica mis brazos y piernas. Sollozo, no quiero. Pero, en cambio, me liberas con cara de póker: los labios en una línea recta, las cejas arqueadas y la frente llena de arrugas. Y me miras. Me acurruco en el suelo, derramando lágrimas de desdicha. No quiero dejar de ser tu presa. ¿Qué será de mí sin ti? ¿Cómo puedo ser feliz en un mundo en el que no te pertenezca? Entonces, como si leyeras mi mente, me dices: «La luna seguirá siéndolo, aunque no recoja el brillo del sol». Abres la puerta.

Alcaparras

En mi cabeza retumba la certeza de nunca ser lo bastante buena. Incide sobre mí, da vueltas, mientras que yo giro con ella. Qué el mundo orbita de mil maneras y orbito yo con él, también sin rumbo. Soy como un barco sin timón o, tal vez, como una tacita de café negro; sin leche ni azúcar. Me descompongo en el extremo más profundo del frigorífico: detrás de un bote de alcaparras que nadie sabe por qué está.

Nunca ser suficiente implica decepcionar; descubrirse como mediocre y reemplazable. Nunca ser suficiente me relegará siempre al último lugar. Por eso, debo aceptar ser prescindible y liberarme de ilusiones vanas. Una vez me resigne, llegará la calma en forma de estoicismo: con unas lágrimas que desearía derramar, pero no. Se quedarán ahí, cautivas en el rabillo del ojo. No sientas nada; nunca sientas nada. Sonríe, qué importa.

¿Cuánto tardarán en dejar de quererme?, ¿y en revelar que soy una farsa? Lanzarán mi careta al suelo. Luego, miraré hacia el bote de alcaparras de la nevera. Ahí estoy con él, a la espera de terminar en la basura. Porque una vez dentro de la mugre, podré recomenzar. Son más poderosas aquellas personas que lo toman todo por perdido.

 
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