De lo tangible a lo etéreo


              Cuentan que, hace mucho tiempo, existió una dama enamorada de un muchacho etéreo. El muchacho se llamaba Aero, porque era como el viento y sus padres tenían mucho sentido del humor. Era el príncipe de un reino muy lejano que incluso a día de hoy no tenía sistema de democracia representativa y, por tanto, gobernaban como única opción al cargo. Joven e inexperto, a sus dieciséis años, vivía cada día como si fuera el último porque, dada su constitución gaseosa, en cualquier momento podía desaparecer. Aun así, se consideraba un ser translúcido y hermoso a la vez. Desgarbado, también, de estatura media y todo de color azul celeste, o verde, o naranja…; según lo que tuviera detrás. Los mechones de su cabello eran lacios hasta taparle las orejas y gran parte de su frente. «No se te ven los ojos, cariño» le decía mamá, y él refunfuñaba en respuesta porque le encantaba llevar el pelo largog.

              Fueron pasadas las siete de la tarde cuando vio a Ruth. Toda ella marrón tierra, consistente; toda ella carne y piel. Le devolvió la mirada, sorprendida de lo diferentes que eran. Tan sorprendida que quiso gritar. Aero puso la mano sobre los labios de Ruth en busca de su silencio. Ella sintió frío; él, calor. «¿Cómo es posible que seas tan sólida?» quiso saber con una malicia que a Ruth le supo a insulto. Más tarde le llegó la desconfianza al descubrir que en realidad no tenían que abrir la boca para hablar: todo iba por comunicación telepática, o algo así. Cosas que ocurrían por la magia de los cuentos.

              —La gente de aquí es sólida. Todo el mundo es como yo. —Cruzó los brazos, a la defensiva. Luego le lanzó una mirada de desaprobación de arriba abajo. Aero flotaba, y se presentaba frente a ella como una alucinación fantasmagórica.

              —En mi mundo la gente es como yo. Somos tan ligeros que cualquier corriente de aire nos podría hacer desaparecer. —Y, como si se tratara de una broma macabra, el viento sopló. Ruth lo miró bambolearse con violencia de un lado a otro. De un lado a otro. «¡Te vas a perder!». Se lanzó hacia él en un salto, donde lo tomó de su pierna izquierda. Le acarició los pies descalzos, de escarcha. Ejerció fuerza hacia el suelo; en busca de una gravedad que para Aero era desconocida. La inconsistencia del joven le recordaba a una pastilla de jabón sobre sus manos mojadas. Se escapaba. Aero se escurría de su agarre.

              —¡Más fuerte! ¡Estira con más fuerza! —Ruth hizo acopio de un ímpetu que nunca había tenido, hasta que su cuerpo fue ancla suficiente para mantener al chico cerca del suelo.

              —No puedo más… —. Suspiró, agotada. Aero la evaluó con cierta sorpresa; en su mundo no había encontrado a alguien con tanta fortaleza como ella. El corazón de Ruth era una pesada estufa sobre la que le gustaría descansar.

              Ruth no era demasiado alta, ni tampoco tenía las extremidades largas, delgadas y estilizadas como él. Menuda, algo regordeta, de manos pequeñas y dedos rechonchos. Tenía hoyuelos en sus mejillas, que se sonrojaban a menudo. Los ojos en forma de almendra, color miel, y las pestañas muy largas. Los labios gruesos pero diminutos y llevaba puesta una falda color crema con volantes. Su piel era más oscura que la de él; leche, frente a color café. El cabello lo tenía a media melena, repleto de rizos negros. Parecía indomable, y resplandecía tanto... Aero quiso sonreír; de tan marrón, toda carne, le pareció muy bonita. Él, todo de hielo, jamás había conocido lo que era un opuesto.

              —Puedo traerte hilo de palomar, como con las cometas —espetó atolondrada—. Tenemos de sobra en el coche. Hemos venido aquí porque en esa explanada de allí al fondo corre mucho el aire para hacer volar cometas.

              —¿Qué es una cometa?

              —Algo que vuela, como tú, pero hecho de papel. —Aero la miró sin comprender. En respuesta, Ruth tomó una piedra del suelo y se la entregó.

              —Aguanta esto un poco. Ahora vengo.

              Aero se mantuvo en silencio, acompañado por la expectativa de algo nuevo. Instantes después, llegó Ruth con un objeto de papel de seda. Tenía millares de colores, y en sus extremos exteriores e interiores palitos de bambú que reforzaban su estructura. Todo ensamblado con la cuerda de palomar, que también llevaba ella enrollada en un cartucho. «No entiendo», atinó a articular. «Ya verás», le respondió Ruth. Acto seguido fueron hacia la explanada, donde menos árboles había y el viento ululaba como un lobo triste. Tomó la mano de Aero para que no se fuera con el viento, después cogió carrerilla para dejar a su cometa volar. Se elevó muy alto, proyectando los colores del papel de seda con una magia desvaída, propia de los atardeceres rosados en días de pascua.

              —¡Cómo vuela! ¡Y sabes dónde va!

              —Claro —. Rio Ruth—. La manejo yo.

              —¿Y a mí? ¿Me podrías manejar a mí? —quiso saber él, con el ansia de haber descubierto algo increíble.

              —Está bien.

              Bajó la cometa. De nuevo le dio aquella piedra, para que no se elevara, y lo hizo esperar. Regresó con más papeles de seda, que fue cortando y anudando a las extremidades de Aero para otorgarles características aerodinámicas. Luego lo unió a su hilo de palomar y lo hizo volar. El príncipe etéreo parecía un fénix. Aero recorrió las alturas sin miedo a perderse en la inmensidad del cielo, por primera vez en su vida. Pudo disfrutar de las caricias del viento, el resplandecer del crepúsculo y la humedad de las nubes. De fondo, escuchó burbujear la risa de Ruth. Como un pájaro, le pareció oír que decía la chica, tus brazos son como las alas de su pájaro.

              Aquella escena conmovió tanto a el señor Tiempo, que decidió hacer un pacto con ellos. Así que bajó con su traje de chaqueta, siempre muy aseado, y una copita de brandy en su mano derecha. Ambos lo miraron sin comprender del todo quién era, por lo que tuvo que contarles que se encargaba de que la gente se hiciera vieja. Convertía la piel tersa en papel pinocho; la energía en algo sosegado y otras tantas cosas más oscuras. Tras su confesión les dijo que contemplaba la inmensidad del mundo con su vasito de brandy y que en todo lo que llevaba vivo jamás se había encontrado con dos personas como lo eran ellos. Tan complementarias y diferentes. Dictaminó que como cuando los miraba su entorno se detenía, haría lo mismo con ellos.

              —¿No vamos a morir? —inquirió Ruth.

              —La gente de mi mundo no muere —murmuró Aero—; o al menos no lo hacen los de mi especie. Las plantas, por ejemplo, sí lo hacen. Aunque bueno…, ahora que lo pienso, para ellos yo estoy muerto. En el Mundo etéreo morir es desaparecer; que te arrastre una corriente de aire, como me ha pasado ahora mismo, y jamás regreses a tu hogar. De vez en cuando, alguien vuelve, pero ha pasado tanto tiempo que o no se acuerdan de él o sus familiares han desaparecido.

              —Lo siento —espetó Ruth, destilando tristeza.

              —No importa; es ley de vida. Quiero decir, nosotros nacemos con la certeza de que es muy sencillo que nos lleve el viento.

              —No conozco el Mundo etéreo —intervino la Muerte—, quizá por eso tengáis la inmortalidad. Qué ambos os libréis de mis garras será lo más interesante que se me ha podido ocurrir en todos estos últimos milenios.


              Habían concertado verse en un claro alejado de aquel bosque, donde la Muerte les había confesado que la Diosa de la tormenta hizo un pacto con unas flores de las que estaba enamorada, para que nunca hubiera viento que las pudiera arrancar. «Os gusta mucho hacer pactos de esos», increpó Ruth. Tiempo no contestó, aunque era cierto que en los cuentos la clave estaba en la arbitrariedad de sucesos.

              —Es por el amor a las flores, ¿qué no ves que el amor todo lo vale? —le increpó Aero, algo molesto. Ruth se encogió de hombros porque tampoco quería destripar la suspensión de la incredulidad de su historia.

              A lo largo de cincuenta largos años estuvieron compartiendo muchísimo tiempo juntos. Jóvenes, en la eterna edad de dieciséis años. Hasta que Ruth tuvo que envejecer de golpe; fue en su cabeza, porque en apariencia seguía pareciendo una adolescente. La muerte de sus padres, ya ancianos, hizo que sus ojos miel se empañaran. Primero papá, dos años después mamá. Hasta aquel momento no había sopesado cuán duro iba a ser perdurar mientras el resto de su entorno se desvanecía, como la pintura de un lienzo al que lanzaron aguarrás. Aguarrás, porque la vejez hacía en las personas lo que un disolvente en óleo.

              Se volvían torpes, sin memoria y enfermos. La fuerza se iba con la piel de papel pinocho, seguida de achaques que provocaban a Ruth angustia existencial. No estaba segura de querer seguir viviendo en un mundo donde siempre iba a tener que sentir la pérdida constante de personas de su entorno. Así que aquel día estuvo llorando acompañada de Aero, que miraba sus lágrimas conmovido porque le parecía increíble que salieran regueros a través de los ojos.

              —Sé lo que sientes, Ruth. Me pasó cuando llegué volando hasta aquí. —Hizo una pausa. —De hecho, envidio que puedas llorar. Mis ojos no están preparados para expresar de una forma tan bonita lo que es sentirse triste.

              Ruth no se molestó en responder, solo se quedó callada asimilando la amargura de aquel sentimiento que tan auténtico le parecía. Por primera vez, desde que se encontró con Aero y la Muerte, se sentía débil. Estaba claro que experimentar la pérdida era la forma más evidente de morir estando en vida. Sujetaba a Aero con la dejadez de las almas descorazonadas, de tal forma que cuando en aquel claro empezó a llover no pudo recomponerse lo suficientemente rápido como para tomar con fuerza a Aero y mantenerlo en tierra firme.

              Estaba sorprendida, porque la Diosa de la tormenta nunca en todos aquellos años había permitido que acaeciera fenómeno atmosférico alguno. Miró hacia las flores; mustias, enfermas. Se morían, tal vez por la plaga de algún parásito del que, por desgracia, Tormenta no las pudo proteger. Así que lloraba, derramando chuzos de granizo porque de tan triste que estaba se había convertido en escarcha. Y Aero, mientras tanto, arañaba los cielos gritando el nombre de Ruth en un lamento que la rasgó por dentro. Lloraba ella, lloraba la Diosa y lloraban los pétalos que arrancó el granizo, y volaban con sus colores de primavera tardía.

              La madrugada de más pérdidas de Ruth fue aquella. Huérfana, sola y desgarrada llamó a la muerte para relatarle su cansancio; quería volver a ser mortal, y dejar de perdurar en cada muerte de su entorno. Quería no sentirse igual mientras su alrededor desmoronaba. Y Muerte se lo concedió. Como consecuencia, el paso de los años hizo que su piel se volviera papel pinocho, le dolieran los huesos y tuviera problemas para recordar algunas cosas. Le aparecieron patas de gallo en el filo de los ojos y en la comisura de la boca. Tuvo que ponerse, además, gafas para mejorar su vista.

***

              Llegada ya completamente la vejez de Ruth, esperó tumbada en su lecho a Muerte. Sabía que hoy era su día; relacionarse con seres sobrenaturales le había otorgado nociones de cómo funcionaba el mundo. Sobre su mesa auxiliar dejó preparada una copita de brandy para darle un recibimiento cortés a su amiga, que le sonrió cuando entro sin llamar a la puerta. Aquella madrugada llovía, en reminiscencia del día en el que perdió todo lo que le importaba.

              —Supongo que la Diosa de la tormenta estará triste —murmuró Ruth, solo para romper el hielo. Muerte asintió, antes de responder.

              —Te ha visto en tu pérdida de Aero y cómo continuaste a través de los años sin él. Se siente muy mal por lo ocurrido; su corazón se rompió cuando perdió a sus flores y, de camino, os separó a vosotros. Es algo que no se perdonará jamás: sobre todo ahora, que yo vengo a por ti.

              —Pero no llores, Tormenta, no estoy enfadada contigo. Perdónate tú para que este ciclo de pesadumbre termine, por favor. —habló Ruth, interpelando a la diosa. Tormenta no le hizo caso en absoluto, porque lloró más si cabía. Llegó el granizo, los rayos y las centellas. El viento ululaba a través de los edificios. Sopló el viento con tanto ahínco que, en una de aquellas coincidencias que solo ocurrían en los cuentos, trajo a Aero de nuevo. Entró por la ventana abierta de la habitación de Ruth, que se lanzó contra él buscando anquilosarlo al suelo. Le dolieron los huesos y el cuerpo entero; a su edad no estaba para aquellos trotes.

              Aero la miró con ganas de derramar lágrimas, pero sin tener la capacidad para hacerlo. «¡Ruth! ¡Estoy aquí!» espetó de carrerilla, atónito. La anciana Ruth sí que lloró todo lo que pudo. Ahora que había regresado, ella era la que se largaba; la vela de su existencia se iba a consumir. El peso de los años había hecho tanta mella en ella que le costaba continuar: su cuerpo pesaba tanto...

              Y quiso ser como él; tuvo envidia de lo liviano que era, todo magia y jovialidad. Su inconsistencia era reconfortante. Mientras tanto, Aero deseó todo lo contrario. Él todo aire; una amalgama etérea, sin definir. Anhelaba el calor de la carne de Ruth: le gustaba su marrón. Aunque fuera papel pinocho, tuviera canas y llevara puestas unas gafas muy feas. Él la amaba; amaba a Ruth. Se querían tanto, de hecho, que harían cualquier cosa para ser el contrario. Y, de tan idealizados que estaban, llegó la magia.

              El cuerpo de Aero ganó consistencia; el de Ruth se volvió liviano. Frente a los ojos de la muerte, fueron el opuesto. Aero, ahora tangible, tomó entre sus brazos a la etérea Ruth. Muerte contempló el espectáculo con su copita de brandy en la mano y una sonrisa propia de quien conoce el argumento de una novela y prefiere ignorar los agujeros de guion. Así pues, a Aero le regaló de nuevo la inmortalidad. Mientras que la anciana Ruth, de piel papel pinocho, hizo de su cuerpo una cometa gigante para viajar con el tangible Aero hasta encontrar el Mundo etéreo. Y una vez allí enseñarles cómo con la magia de las cometas se podía evitar cualquier pérdida. 







 
Mis Escritos Blog Design by Ipietoon