Las uvas

Palabras: nevera, cama, uvas, bidé, etéreo.

                El suelo estaba frío, Miguel, por eso era tan desagradable salir de la cama. Estabas en el reflejo de la ventana, con esos ojos casi tan fríos como el maldito suelo. En realidad daba igual lo que hiciera, para ti siempre todo estuvo mal. Solo quería ir a la nevera, ¿sabes? Estuve todo el día sin comer; había llegado a los cuarenta y cinco quilos, aunque seguía sin ser suficiente. Si el suelo estaba frío, la nevera estaba helada. Querías convertirme en escarcha, para esconderme con los cubitos del congelador.

                Fui hacia el cajón de la fruta, donde descansaba un racimo de uvas de color borgoña. Seguro que la pulpa estaría tan fresca que me daría dentera; deliciosa, pecaminosa. Cada una de ellas brillaba con la luz del flexo, como si quisieran evocarme la tentación de Eva. No quería que me vieras. Ahí iba una, jugosa, hacia el fondo de mi garganta. Qué rica estaba. ¿Tendré que despedirme de mis cuarenta y cinco? Ahí iba otra, y otra. Estaban tan buenas que me ahogaba con la saliva del paladar: el ansia viva me carcomía las entrañas.

                ¿Cuándo había empezado a llorar? ¿Lo sabías tú, Miguel? Derramaba lágrimas y babas por los resquicios de mi boca: menudo cuadro más patético. Miguel, te dije que no quería que me estuvieras mirando. Se cayó también una uva, que fue a parar al extremo opuesto de la cocina; donde los focos no la podían cobijar. Me caí entonces yo con la uva, en una arcada que me revolvió los cimientos. Estaba enferma, no debería de haber comido tanto.

                Fui al cuarto de baño y evalué durante unos segundos la pobredumbre de mi reflejo: la cara roja, húmeda, y los ojos hinchados. Sonreí de mentira para parecerte feliz. Estabas detrás de mí, etéreo como un espectro, juzgándome como acostumbrabas; sacando a relucir el lado más vergonzoso de mí. La bilis me destrozó por dentro, como lo haría el fuego purificador. Lo eché todo sobre el bidé. ¿Podía seguir sintiéndome sucia con el estómago limpio? ¡Te dije que dejaras de mirarme! Si no desapareces tú, te juro que lo haré yo. En el ambiente cargado por el olor a vómito, tus pupilas escondieron una macabra sonrisa.






Paralepípedorecto

Palabras: paralepípedorecto, cuello, huevo, comedor, tocador.

                       Mamá tenía un tocador en el comedor, donde se pasaba horas y horas peinándose. Era rubia con el cabello rizado, que siempre llevaba suelto como la melena de un león. A veces se ponía rímel en las pestañas, coloretes en las mejillas y brillo de labios. Me gustaba mirarme como hacía ella, hasta que llegó un día en el que todo cambió. Estiraba el cuello para apreciar mi reflejo, y todo estaba mal. Mi cabeza ovalada; amorfa como un huevo. Blanca, también, como el huevo malito de una gallina enferma. Mis ojos redondos y saltones, de rana; con el iris como la tierra del pantano. Había engordado, así que nunca podría llegar a ser tan bonita como las flacas. No me gustaban mis granitos, ni las ojeras hendidas de color malva, ni mi pelo grasiento de caramelo. Luego pensé en la forma que tenía de ponerse guapa mamá y quise ser como ella, pero aquello no iba a funcionar porque ella era inalcanzable y yo solo un fracaso. 

                       Por eso quise eliminar las pruebas y tomé el espejo. Volví a analizar mi reflejo, dudando. Era tan fea que deseaba dejar de serlo: olvidarlo al menos un poco. Y lo lancé. Impactó contra el suelo, donde se hizo mil pedazos. Entonces mamá dijo “¡¿Qué estás haciendo, Erisse?!” Gritó muy fuerte, así que fui consciente de mi error. Llegó al comedor, con su cabello brillante de hebras doradas. La miré; me miró. Tan solo le dije “Ya no es un paralepípedorecto”, porque era verdad. Ahora los cachitos de vidrio eran dodecaedros.




 
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