La chica del sí y el no

Clara era una chica que necesitaba y no necesitaba ser salvada. Callada, como era, anhelaba que le arrancaran las palabras de los labios, pero nadie lo hacía. Así que permanecía en silencio, estoica y fingiendo ser alguien que en realidad no era. Aquella noche llevaba su cabello más liso que de costumbre porque, como todo el mundo sabía, la tristeza hacía lacio el pelo. Las hebras querían acercarse al suelo desde sus hombros, con una fina línea vertical. Eran lágrimas que no iban a caer: permanecerían como una prueba eterna de su desdicha.

Así pues, decidió asomarse a la ventana de su habitación. Estaba lloviendo, en una tormenta de otoño donde las hojas de los árboles arañaban los cielos como si quisieran desgarrarlos para, entonces, abrir una brecha hacia una nueva realidad en la que volver a empezar. Clara miró hacia las nubes añil, después inhaló el aroma del cemento húmedo de la urbe y, más tarde, sonrió. Fue un tirón de labios arrebatado de ponzoña, pero daba igual. Una única idea danzaba en su cabeza, que fue moldeada por las gotas de agua. Iba a saltar. Tomó la determinación de ser golondrina durante los segundos previos a la oscuridad. Pero no. No saltaría, le quedaban muchas cosas aún por terminar. O sí.

Su cabeza, igual que su mente, oscilaba entre el sí y el no. Y aquello le gustaba. ¿Podía ser la indecisión algo tan poderoso? En los instantes previos a saltar lo tenía todo: el sí y el no. La certeza de la pérdida y la promesa de una nueva oportunidad. Tal vez, en el universo nuevo que abrieron las hojas, la nueva Clara hubiera saltado ya al abismo. Mientras que, en el otro extremo como quien tira de un hijo, estaba ella preguntándose si estaba tomando la decisión correcta.

Enferma, como se sentía, quería arrancarse la piel a tirones para enseñarle a todo el mundo cómo de fea se veía la desdicha desde dentro. Se imaginaba a sí misma como un amasijo de alquitrán al que habían recubierto para parecer humano. Ella era la damisela en apuros que quería migrar a basilisco. Pero no. El sonido de la electricidad de las farolas llamó su atención el tiempo suficiente como para romper con sus fantasías, pero no. La chica ignava, era una ignava. La mente de Clara siempre estaría en la certeza de la incerteza, porque aquello era lo único que le daba control sobre sus desgracias. Y apareció.

Quizá fue por el brillo amarillo de la farola, que le había quemado las retinas hasta dejarla ciega, pero la vio. Era una princesa. No. En realidad, era la princesa más bonita del mundo. Clara todavía no sabía su nombre, pero le daba miedo preguntárselo y que desapareciera. La aprendiz de monarca llevaba su cabello repleto de unos rizos y tirabuzones que anhelaban escapar del intrincado peinado que los sostenía. Supo Clara por su cabello que la princesa no estaba triste ¿Quién osaría no sonreír con aquellos rizos? Así que la envidió. Su vestido era de color azul, como todo lo que fluye hasta dejar huella. Azul como el agua que corre sobre el cauce de un río; azul como el cielo; azul como las plumas de un pavo real. Aquella princesa era libre: no una ignava repleta de sal como clara. La vio ahí, bailando a través del halo de su farola y quiso recrearla. Su vida sin propósitos, había encontrado algo muy valioso que hacer; iba a contar quién era aquella futura monarca. Entonces, vio a la ventana de su habitación como un torreón en el que estaba cautiva y del que debía escapar.De nuevo quiso saltar, pero no.
 
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