Desnuda

Siempre he estado desnuda. Cuando te miraba, en realidad nunca llevaba la ropa puesta. Tú, en cambio, tenías puesto un traje elegante con el que me criticabas porque nunca alcancé a cumplir con la etiqueta. Se pasaba mucho frío estando desnuda. Y miedo. La mayoría de veces, de hecho, me sentía indefensa: con todas las ideas expuestas a los ojos de los demás. Estar contigo desnuda implicaba aguardar tu juicio, cuando lo que en realidad necesitaba era que me arroparas. Con la mente expuesta, una podría morir congelada.

A ti te gustaba tenerme desnuda para follarme el cuerpo y, ya de paso, la cabeza. Lo pasaba tan mal al despojarme de la ropa que la mayoría de veces cogía una pulmonía. Y a ti, que querías la carne, que querías la piel, te encantaba restregarme lo bien que ibas vestido. Por eso quise renegar de ti; gritarte a los cuatro vientos que no soy ni musa, ni puta, ni santa, aunque estuviera ya muy visto.

Empoderada por la ira, te arranqué el pellejo para coserme un taparrabos que cubriera mis vergüenzas. Y entonces, indefenso, supiste lo que era claudicar. Desde mi miseria, viéndote desamparado, aprendí que podían crecerme las alas para alcanzar una realidad distinta. Y tú, cuando el altar por fin dejó de sostenerte, no adquiriste moraleja alguna. Porque los monstruos la mayoría de las veces no cambian, aunque les arranques la piel a tiras.

 
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