Desde el momento en el que nací, ser mujer fue un factor de riesgo. Mi madre, otra mujer, a sus treinta años se vio en la tesitura de tener que cuidar sola a una recién nacida, porque su marido decidió abandonarla por una chica más joven y menos embarazada que ella. Tuvo que hacer de tripas corazón y tirar para adelante buscando un empleo —mal pagado, porque mi padre no la dejó formarse o trabajar hasta aquel momento— para poder mantenernos a las dos. En su lucha tuvo que lidiar con comentarios horrendos «Es una puta, por eso se ha quedado sola», que a lo largo de toda mi infancia yo también tuve que escuchar. Así que crecí con mi madre y mi vecina, quienes me dieron todo el cariño del mundo.
A pesar de que me dijeran que mi familia estaba rota y que mi padre no me quería, jamás me importó. Había otras cosas que acaparaban más mi atención: como el bullying que viví en el colegio, o el absoluto rechazo de toda mi familia paterna. Cuando visitaba a la yaya de mi papá, solo recibía comentarios hirientes alrededor de mi aspecto y mi inteligencia, mientras se cuestionaban si era bueno que hubiera nacido. A raíz de todo aquello, recuerdo que solía pensar cuál era mi motivo para estar en este mundo: por un lado, había arruinado la vida de mi madre porque se tenía que desvivir trabajando muchas horas para mantenernos y, por otro lado, no tenía un círculo social sólido de amigos que me hicieran sentir parte de algo. Así que la palabra «Carga» giraba una, y otra, y otra vez dentro de mi cabeza.
Tampoco era una chica lista, ni trabajadora, ni tan siquiera guapa. Era —soy— María. Torpe, nerviosa, preguntona y, sobre todo, ausente. Estaba, pero no estaba. Me quedaba durante largos ratos imaginando figuras en el techo de mi cuarto, donde pasaba quizá demasiado tiempo porque las obligaciones de mi madre y mi vecina las dejaban sin espacio para llevarme al parque a jugar. A veces escribía o hacía dibujos de mis historias. Contaba cuentos donde las princesas tenían superpoderes y podían volar. Siempre me gustó escribir: imaginar fue mi herramienta estrella en aquella etapa tan solitaria.
Después, llegó la adolescencia y, con ella, el instituto. Soñaba con ir al instituto para usar las taquillas, como hacían las adolescentes de Disney Channel. Quería ser una diva del pop, con magia y mucha purpurina. Sin embargo, aquello resultó una fantasía y el instituto terminó por romperme. El bullying se incrementó: me pegaban palizas al salir de clase y mi madre, en vista de no encontrar una solución a la situación, tuvo que cambiarme de centro de estudios. Pero como estaba maldita, mis nuevos compañeros también me desplazaron.
Creo que aquel fue mi punto de inflexión. «Soy diferente», pensé. «María, eres diferente y lo notan los demás». «Estás maldita, así que debes abrazar tu desazón». Y lo hice. Tras un año desastroso de Tercero de la ESO, en el que repetí curso porque tenía fobia por ir a clase, amanecí como una persona nueva. Recuerdo que me teñí el pelo de rojo, para parecer una sirena, y me hice el eyeliner de Marilyn Monroe. Me sentía cansada, enfurecida, apática y más cosas. A menudo experimentaba emociones contradictorias. Aquel año también me aislé de la mayoría de compañeros de clase y me centré únicamente en escribir. Para mí, las palabras son un puente hacia otras personas. Al escribir, estás regalando a los demás un pedacito de ti que, si aceptan tomar, les hará verse como alguien distinto. No hay nada que leas que no te cambie, de igual forma que no hay nada que escribas que te haga ser la misma persona.
Para concluir con esta historia, solo me queda exponer los últimos años, que fueron también los más dolorosos. Conocí a un chico que pensaba que era el amor de mi vida, pero no. Su nombre era David y por aquel entonces los dos teníamos diecisiete años. Quise a David más que a mi propia vida, y tal vez aquello fue uno de los principales problemas. Como dije al principio, ser mujer es siempre un factor de riesgo. En primer lugar, porque ser mujer implica estar expuesta a muchas cosas; entre ellas, al excesivo juicio de los demás sobre ti. A mí me juzgaron al nacer, en el colegio y en los dos institutos. Me juzgó también la familia de mi padre y la mayor parte de vecinos del pueblo en el que vivo. Y eso solo me rompió. Me hizo débil, insegura y dependiente. Me hizo dudar de mis capacidades, de mi inteligencia y, por encima de todo, destruyó mi autoestima.
Así que ¿Cómo no iba a querer más a David que a mí misma, si en el fondo yo nunca me había querido? Mi existencia se basaba en la aceptación de ser un absoluto fracaso y, por tanto, mi vida no debía de centrarse en mí. Estuve durante nueve años de novia con David; nueve años de maltrato y otro tipo de vejaciones. Cuando conseguí salir de aquella relación, el psicólogo de la Seguridad Social me derivó a La Casa de la Dona, donde no asistí por miedo a quedar en evidencia. Aquel lapso de tiempo fue un agujero negro: el tráuma me impidie recordar —incluso a día de hoy— gran parte de las cosas que me sucedieron. Sé que inicié mis estudios de Filología Hispánica porque amo el mundo de las palabras. Y también sé que conocí a personas maravillosas que me dieron el último empujón para salir del pozo.
Durante el proceso de escapar de aquella etapa, estudié el Grado Superior de Promoción de Igualdad de Género, porque era algo que me motivaba para salir de la cama. Y ahora estudio Integración Social porque tengo la vocación de ayudar a las personas. De la misma forma que escribir es construir un puente con los demás, prestarles ayuda sirve para que los demás construyan su puente con el mundo. Y, para ser sincera, a mí los puentes me gustan mucho; a lo mejor debí ser arquitecta.