Dulces dieciséis


                 Llegaba con un ruido que lo ahogaba todo, menos a los reproches de mi cabeza. El sonido de los raíles me recordaba al de un gato malherido que lloraba, y lloraba. Sin embargo, no era un gato, aunque sí me parecía que pudiera llorar. Su alarido estaba en la forma en la que temblaba el suelo, como si fuera el fin del mundo, o cuando se alzaban los futuros pasajeros aguardando su llegada a la estación. Ellos eran el cerdo y aquel su san Martín. ¿Podía entonces el metro ser desdicha? Las personas que se subían eran un amasijo triste, así que quizá se hubiera amoldado lo suficiente como para fingirla.

                 Las puertas se abrieron en un chasquido. Entré, sin mirar atrás; como si viajar de casa al trabajo fuera algo solemne. Tomé asiento mientras esperaba volver a escuchar el sonido de las lágrimas de gato, que arañaba a cada quilómetro recorrido. Más tardé llegó el túnel con su oscuridad, solo rota por algunas luces amarillas que imaginaba como velas de rezo en una iglesia. Me gustaba pensar en ellas como ilusiones; algo brillante que sobresalía para que las tinieblas no me terminaran de amedrentar. Dentro, en las cabinas, los flexos zumbaban. Tanto brillo amarillento me favorecía bien poco: cuando miraba hacia mi cara sobre el cristal veía arrugas en la frente, la comisura de los labios y algo de papada. Por descontado que había vivido épocas mejores, que no iban a volver.

                 Parecía que nos íbamos a estrellar: los flexos crepitaban más de lo acostumbrado, trémulos en su resplandor, y el temblor habitual del suelo era insostenible. Llegaba entonces mi sudor frío, que acompañaba a las miradas que lanzaba incómoda a los viajeros: ellos no estaban nerviosos, al contrario que yo. ¿Es que no se daban cuenta? Íbamos a morir, quise decirles. O tal vez lo estábamos ya. Volví mi atención, de nuevo, al cristal que proyectaba mi rostro cetrino y viejo. Enferma de la vida, así estaba yo. A mi derecha las risas de estudiantes de instituto. A mi izquierda, lo opuesto: una abuelita con bolsas de la compra. Ella sí lo sabía, por supuesto que lo sabía.

                 Me vi, de repente, adolescente y feliz: enamorada del que ahora era mi ex-marido; con todas las promesas intactas y la vana ilusión de que la vida merecía ser vivida. Me vi como al fantasma de los sueños pasados; el retrato desvaído de algo que fue y nunca más volvería a su origen. Las velas del túnel, que lo eran sin serlo, eran una tentación para hacerme pedir un deseo; tenían magia y no la tenían, en realidad. Ya quisiera yo regresar a mis dieciséis. ¿Querría la abuelita de mi izquierda lo mismo? Ambas estábamos asustadas, anhelantes. Los adolescentes no. ¿Estaríamos las dos viendo lo mismo? Lo que quisimos ser pero nunca pudimos.

                 El gato de los raíles, mi reflejo de los dieciséis y el estúpido metro como una máquina espacio-temporal. Al pasado; al origen de las cosas dolorosas, de la amargura de unas manecillas que nunca volverían hacia atrás. Pero sí lo hacían ¿O estaba loca? Porque me miraba más joven, menos arrugada. El suelo seguía en su vaivén y ahora tenía menos de dieciséis. Mamá estaba viva; aún no le habían diagnosticado cáncer de páncreas. Mi marido era mi novio y por aquella época lo quería mucho. Ya no te quiero, Lucas, eres una pérdida de tiempo: tú y los hijos que tendremos. Y la hipoteca; la maldita hipoteca que me dejaste a deber. Desaparece de mi vida, lárgate.

                 A tomar por culo tus tonterías; voy a aprovechar ahora que no estás y a convertirme en una celebrity de Instagram. Se lo estaba comentando a aquellos chicos que iban a mi mismo instituto; tenían dieciséis, me sacaban cuatro años. Me gustaría ser tan bonita como lo era Elena: la rubia del grupo, la alta. Llevaba siempre faldas entalladas y camisas como las secretarias. El rímel lucía en sus pestañas, como marco hacia el azul que tenía por iris.

                 La estúpida cápsula espacio-temporal, que sí que funcionaba. Era una locura, pero lo hacía. Temblaba yo como el suelo y me zumbaban los oídos. Ya no había ni gatos, ni pasajeros y tampoco el habitáculo en el que tanto me había mirado rejuvenecer en el tiempo. Pero sí estaba una vela mucho más grande que las que había en el túnel, que observaba como si fuera la respuesta a por qué estaba tan confusa. Luego la voz de mis hijos, que habían llegado a verme. Recibió un fuerte golpe en la cabeza por el impacto, pero según la resonancia se encuentra bien. Gracias, doctor. No los quería escuchar. Yo solo quería ser como Elena, que no estaba, como tampoco estaban ya mis dulces dieciséis




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