Tocado fondo



              Fue la primera vez que lo vio en el hospital. No podría olvidar la manera que tenía de moverse a través de los pasillos; como si no temiera a las expectativas que prometían el quirófano, la sala de espera o los diagnósticos diferenciales. Ares era alto, llevaba unos pantalones vaqueros negros, muy ajustados. Su cinturón, plateado y brillante, lucía lleno de cadenas. Olivia pudo reconocer al grupo de su camiseta: era Guns N’Roses, aunque no estaba completamente segura de haber escuchado alguna de sus canciones, dada su escasa cultura musical.

              Lo volvió a mirar, solo para asegurarse de que no se hubiera percatado de su presencia. Se quedó cautiva en la forma que tenía de mover los brazos, anchos y tatuados; en la caída de su pelo largo, castaño y ondulado; y en el atisbo de la salida de su barba. La miró directamente a los ojos; sus dos marrones se confrontaron. Ares se había detenido en medio del pasillo solo para juzgarla. Frunció el ceño, en un interrogante que guardó solo para sí mismo. Olivia no pudo evitar preguntarse si la reconocería como a su compañera de bachillerato. La pupila de Ares bailó sobre su vestido amarillo; desde los tirantes hasta la caída de la falda a medio muslo. Luego fue hacia sus manoletinas negras, sin encanto. Toda ella se sintió humilde, pero no se achantó; lo desafió con sus ojos. Ares se giró en dirección al lavabo.

              Olivia se quedó sobre uno de los asientos de la sala de espera, de plástico blanco: igual que la pared, el puesto de atención para el llamado de enfermos y la puerta de entrada de enfermería. Olía a lejía: era tan aséptico que le ponía los pelos de punta. Con nerviosismo desenredó su cabello castaño: lacio, sin gracia. Por fortuna no tuvo que soportar aquella habitación mucho tiempo, puesto que salió una enfermera a atenderla. Era rubia y tenía la frente arrugada, como si todas las ideas se la hubieran estrujado. Le dedicó un gesto cálido, después dijo «¿Es usted Olivia?», a lo que Olivia asintió. Fueron hacia el despacho del médico.

              Se colocó frente a él, con el escritorio enfrentándolos. El doctor Ordóñez tendría unos cuarenta años, canas incipientes sobre sus sienes y el azul de un lago en forma de iris. Arrugas en las esquinas de unos labios resecos, y las cejas pobladas. «Consideramos que te encuentras en condiciones de que te dé el alta», y aquello supo a victoria. No era que estuviera enferma terminal, desde luego, pero tampoco podía evitar alegrarse de haber finalizado con su tratamiento contra el asma. «Aún así debes de pasar revisión cada año, para asegurarnos de que todo continúa marchando como debe». Olivia asintió. Sus ojos vagaron a través de la titulación universitaria del médico, enmarcada en la pared, y las fotografías de diversos grupos de adolescentes de acampada. «Campamento contra el asma», había escrito. Aquellos eran los triunfos profesionales del doctor, que tenía expuestos sobre la pared como medallas para que vieran lo solidario que era; lo mucho que se preocupaba por los demás. Olivia se incorporó, después tironeó de su falda. «Gracias por todo» murmuró, antes de salir. Espero no tener que volverlo a ver, pensó en decírselo, pero se le quedó en la garganta.

              Se deslizó por el mismo pasillo en el que se había cruzado con Ares. Se detuvo, justo delante de la puerta de los baños. En ella había un cartel que indicaba que era el específico para minusválidos; el más amplio por dentro, con lavabo incorporado y una estructura que permitiera a las personas sostenerse frente al váter. Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. Llamó, no contestaron. «¿Está ocupado?», de nuevo no respondieron. Alguien tosió. «¿Se encuentra bien?, ¿quiere que avise a un médico?», de nuevo silencio. «Voy a ir a avisar a alguna enfermera». «¡No!», espetó una voz bastante ronca. Olivia se sobresaltó. Escuchó cómo cedía el pestillo, después las bisagras.

              —Lárgate de aquí —musitó Ares, a través de la pequeña ranura de la puerta. Se le veía pálido, con la frente brillante por el sudor. ¿Estaba ahí desde que lo había visto entrar?

              —¿Le piensas decir lo mismo al siguiente desconocido que quiera entrar? ¿Crees que sería tan bueno como para dialogar contigo antes de avisar a alguna enfermera? —Ares guardó silencio, molesto en su derrota. Hacía mucho tiempo que alguien no lo increpaba y, a pesar de que se encontrara como la mierda, se sintió bien.

              —¿Quieres saber lo que me pasa? No sé si alguien como tú podría asimilarlo.

              —¿Alguien como yo? ¿Estás asumiendo cosas sobre mí?

              Ares se tambaleó, todavía asomado por el hueco de la puerta. Olivia no hablaba con gente como él, pero le intrigaba. El desapego que enarbolaba como su mejor bandera, la carencia de inhibición y objetivos, o simplemente verle sin miedo a que las expectativas que tenían los demás sobre él se rompieran. Nunca había sabido que ella existía, pero ahora sí. Ahora estaban en el lavabo de un hospital. Olivia cerró la puerta con pestillo. Se fijó en el espejo, que estaba manchado por chorretones de agua. El lavamanos estaba también chorreando. «¿Qué has hecho?» inquirió, desorientada. «Si quieres que te ayude tienes que decírmelo». «Está bien, me he colocado. Se me pasará en media hora o así, no te preocupes» la voz le temblaba.

              Lo cierto era que aquella no era la primera vez que lo había visto en aquella guisa. El primer encuentro que tuvieron fue en septiembre, sobre inicios de curso, cuando las madrugadas empezaban a refrescar pero el sol continuaba en su hegemonía al llegar el medio día. Olivia llevaba una chaqueta vaquera, una camiseta de tirantes blanca y su falda favorita rosa pastel. Se lo encontró en el lavabo de mujeres de su instituto, encorvado y con el rostro ido. Sus ojos marrones la miraban sin hacerlo, en realidad. Buscaban algo en el rostro de Olivia que ella no tenía, porque no era la destinataria ni de sus promesas ni de su desdicha. La abrazó, como deseando un ancla que le impidiera terminar de perder la cordura.

              —Te prometo que no voy a volver a colocarme, pero es que me obligas. —Respiraba con dificultad y le costaba encontrar la combinación de palabras adecuadas. —Nunca estás ahí.

              Olivia no era una genio de las relaciones afectivas, pero en aquella ocasión se le hizo bastante sencillo desenvolverse. Le devolvió el abrazo, con una lenta caricia de consuelo.

              —Pero ahora sí lo estoy.

              De aquel recuerdo había pasado ya un año. Terminó el verano, llegó el invierno e, inexorablemente, el verano regresó. Así que Olivia se había vuelto a poner falda camino al hospital. Y ahí estaba Ares, repitiendo el mismo patrón, pero en un lugar distinto. Solo cambiaba que en aquella ocasión parecía tener claras las nociones de su entorno. Tambaleante, se aproximó al inodoro. De rodillas, vomitó. Las arcadas le dieron unos tirones desagradables en la garganta, que parecía arder por su bilis. Olivia colocó su mano derecha sobre la espalda del chico «Esta es la peor parte, pero no olvides que termina» le susurró.

              Sobre el lavabo quedaban aún restos de cocaína. Se acercó a ellos y los miró con curiosidad; parecía harina. Se le hacía casi imposible asimilar que algo con apariencia tan inofensiva pudiera hacer tanto daño.

              —Deberías de largarte, en un rato se me pasará —articulaba las palabras con dificultad, como si tuviera un nudo en la garganta.

              —Ah, ni hablar. No quiero ser la responsable de que te pase cualquier cosa más. —Suspiró. —Si no quieres llamar a las enfermeras, dime al menos lo que necesites.

              El gesto de sorpresa de Ares no pasó desapercibido a Olivia. Tardó en responderle porque estaba demasiado ocupado con sus náuseas. Olivia, por su parte, fue paciente. Acarició de nuevo su espalda en movimientos circulares, que lo reconfortaban y a la vez le parecían familiares. Apartó su cabello del rostro y le secó con papel el sudor de la frente.

              Aproximadamente diez minutos después, Ares tuvo la fuerza suficiente como para incorporarse. Se lavó el rostro, en busca de que el frescor del agua lo reconfortara. Hizo gárgaras, también, para quitarse el mal sabor de sus vómitos.

              —Te veo mejor —suspiró Olivia, a lo que Ares quiso responder «Yo a ti te empiezo a ver ahora», pero reprimió sus impulsos.



¿Continuará?






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