Alcaparras

En mi cabeza retumba la certeza de nunca ser lo bastante buena. Incide sobre mí, da vueltas, mientras que yo giro con ella. Qué el mundo orbita de mil maneras y orbito yo con él, también sin rumbo. Soy como un barco sin timón o, tal vez, como una tacita de café negro; sin leche ni azúcar. Me descompongo en el extremo más profundo del frigorífico: detrás de un bote de alcaparras que nadie sabe por qué está.

Nunca ser suficiente implica decepcionar; descubrirse como mediocre y reemplazable. Nunca ser suficiente me relegará siempre al último lugar. Por eso, debo aceptar ser prescindible y liberarme de ilusiones vanas. Una vez me resigne, llegará la calma en forma de estoicismo: con unas lágrimas que desearía derramar, pero no. Se quedarán ahí, cautivas en el rabillo del ojo. No sientas nada; nunca sientas nada. Sonríe, qué importa.

¿Cuánto tardarán en dejar de quererme?, ¿y en revelar que soy una farsa? Lanzarán mi careta al suelo. Luego, miraré hacia el bote de alcaparras de la nevera. Ahí estoy con él, a la espera de terminar en la basura. Porque una vez dentro de la mugre, podré recomenzar. Son más poderosas aquellas personas que lo toman todo por perdido.

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