¿Cuánto tiempo ha pasado? Quiero preguntármelo, preguntártelo. Y, en cambio, no hago nada. ¿Sabes? Ese es precisamente mi problema; que, durante quizá demasiado tiempo, no hice nada. Y ahora solo pasan los días, y más días, mientras no paro de hacerme preguntas incómodas. ¿Sabes cuáles? Por supuesto que sí, porque soy muy predecible. ¿Qué habría pasado si hubiera cambiado algunas decisiones de mi pasado? Solo unas pocas. A veces, las cosas pequeñas marcan la diferencia. Seguramente no tendría la autoestima arrastrándose por los suelos. O a la incertidumbre llamando a mi puerta. O el miedo de no ser suficiente que, para variar, está acompañado por todos los errores que persiguen a cada momento.
Y no sabes lo duro que es todo esto. Darle vueltas a cada situación hipotética; buscarle los tres pies al gato. Cambiar el pasado es imposible, pero en mi mente lo hago una, y otra, y otra vez. Y aunque esté trillado decirlo, mi peor enemiga soy yo misma. Y, en frente de mí, están esas cosas que me dejé a medias que, aunque tengo ansias por alcanzar, parece que cada vez están más lejos. Mi mano quiere arrancar los logros de raíz. Los logros son flores amarillas, creciendo entre las grietas del suelo.
El otro día lo estuve pensando, mientras estiraba algunas plantas del asfalto de la gasolinera. Había algunas, con las raíces gruesas, que no cedían cuando las arrastraba fuera. En cambio, otras se resistían. Era una resistencia breve, apenas perceptible, pero permanecía como un eco cuando terminaba de destruirlas. Y yo empecé a sentirme como ellas. Algunas veces peleando con todas mis fuerzas, aunque en vano. Otras dejándome llevar y aceptando mi destino. Sin embargo, a pesar de todo quiero imaginarme como alguien que crece sobre el cemento.
Cerrar los ciclos es complicado. A cada paso que doy, llegan también los imprevistos. Y me siento extraña con los imprevistos: como si fuera un castillo de naipes y, cuando cae una de las cartas, lo hicieran las demás. Quiero ser resistencia silenciosa, y continuar inexorable hacia mi meta. Pero es difícil, y me faltan fuerzas. Llevo dos semanas en las que no digiero bien la comida; todo se revuelve en mis intestinos. También me inundan las ganas de llorar que, además, están acompañadas por polillas en el estómago.
Tengo que confesarte que una parte de mí siente que todo esto es culpa mía. Que en mi cabeza me hice el cuento de la lechera. Que ya no tengo más cosas por abarcar. Que me conforme con lo que hay. Pero no quiero. Soy muy terca, ¿sabes? Y no quiero. Mis propósitos, mis metas, me dan fuerzas a seguir. Sin ellos, me siento vacía. Rota. Sin fuerzas. Ahora mismo, de hecho, estoy en una pelea constante por no quedarme en la cama. No más. No quiero volver a lo mismo otra vez. Y siento que si me conformo con esto estoy vaciándome por dentro. Pero es tan difícil de explicar que creo que no voy a molestarme en hacerlo. Espero que me entiendas, porque me va a ayudar a sentirme menos sola. A veces, la debilidad es también símbolo de resistencia. Ninguna de las flores que arranqué querían morir y, aunque algunas aceptaron su destino, otras seguirán creciendo sobre las grietas del suelo.
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