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          La princesa Soledad se mantuvo callada y un tanto ausente mientras su mirada se posaba sobre un pozo antiguo y sin fondo. Aquéllo que cayera por aquel siniestro agujero desaparecería y se sumiría en un vacío interminable. Se sentó en el borde de aquel atemorizador pozo y pensó en la idea de terminar resbalando, cosa que la aterrorizó. No obstante, ante aquella imagen encontró algo entre mórbido y divertido. El riesgo mismo de caerse la hacía sentir un extraño poder sobre sí misma. En aquel instante lo tenía todo: la gracia para seguir en tierra firme y la incertidumbre de las profundidades del abismo.

          Se sintió como suspendida de un diminuto hilo que la dirigía hacia dos caminos de los cuales no había elegido aún. Y aquello le gustó; le agradaba mantenerse en la cuerda floja, como un ignavo de los castigados cruelmente en la Divina comedia. Ahora podía entender por qué tanta gente pecaba en su indecisión: en el momento previo a la elección lo tenía todo: el sí y el no; la promesa y la realidad. La princesa Soledad quiso poder conservar aquel instante previo a seleccionar un sendero a seguir en la vida pero, no obstante, aquello era  un propósito demasiado grande para sus zapatos.

          Resignada tras aquella reflexión se alzó del bordillo del pozo y le lanzó un suspiro entre la añoranza y el descaro. Quizá en otro lugar, en otra situación y en otro tiempo habría otra princesa Soledad que fuera capaz de descubrir lo que ocultaba el abismo.






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