Plié [Parte I]



           Helena contempló hastiada el reloj de su escritorio; aún le quedaban dos horas para su descanso. Sacudió su cabellera y tomó el bolígrafo de la mesa. Sus ojos se clavaron en un punto muerto de la oficina, fijos en ningún sitio. Quiso evadirse, pensar en otras cosas, pero por alguna extraña y desagradable razón su mente estaba en blanco. No podía paliar de ninguna forma su consciencia, que parecía burlarse del tedio que la envolvía y del tipo de vida que había escogido. Los segundos le supieron a minutos, y los minutos a horas. Tuvo consciencia, incluso, del deterioro celular de su propio cuerpo, que hacía un extraño eco en sí misma a modo de recordatorio; como si le echara en cara que estaba echando a perder horas de su vida.

           Sacudió la cabeza. Tal vez podría inventarse alguna excusa para volver más temprano a casa. Aunque claro, su moralidad le impedía hacer aquello. Volvió a sacudir la cabeza y se rascó la nuca. Quizá podría meterse en Facebook y jugar al Candy Crush o algo por el estilo; cualquier cosa con tal de evadirse. Fue entonces cuando se sintió mal consigo misma y pensó que conforme iba pasando el tiempo más insufrible se volvía su vida. Debía de cambiarla, de alguna forma, pero aquello parecía ser un desafío demasiado grande para ella. No, jugar al Candy Crush no era la solución, y el Facebook tampoco.

           Quería dibujar. Tenía una picazón en el cuerpo que la llamaba a ello, pero desde el accidente trataba de dejarlo en segundo plano. Su mano derecha había quedado completamente inútil; sus dedos estaban hinchados y los notaba pesados. Ni siquiera podía encontrar fuerza en ellos para poder sostener un maldito bolígrafo. Y su brazo derecho más de lo mismo; cuando lo movía se sentía lenta, y le dolía bastante. Debía de continuar yendo a rehabilitación aunque no tuviera ganas; aunque una parte de ella le susurrara que por mucho ejercicio que hiciera nada volvería a ser como antes.

           Al menos tenía trabajo, algo de lo que carecía el país en los últimos años. Era afortunada, o eso parecía. La contrataron por su discapacidad; era útil tener a alguien como ella de empleada, dadas las subvenciones que les daba el estado. Se sentía utilizada cuando pensaba en ello, y quizá también un poco frustrada. Su mano, pensaba mucho en su mano. Todos los días aquellos deformes dedos le recordaban lo ocurrido un año atrás; le hacían sufrir de una forma que jamás creyó posible.

           Amaba dibujar, y tuvo el sueño de convertirse en profesional en el campo de la pintura; de crear obras maestras y poderlas compartir con el mundo. Pero sus anhelos habían quedado atrás desde hacía un año, haciendo compañía a la sonrisa de Salomé. Suspiró con suavidad y frunció el ceño dándose cuenta de que en aquellos instantes se encontraba en un punto muerto; su vida estaba basada en un cúmulo de despropósitos que nunca había tratado de enfrentar.

           Cuando pensaba en su hermana, en la hermosa Salomé, sentía una losa tan pesada que le cortaba la respiración y humedecía sus ojos marrón miel. La magia de su iris se ennegrecía, dando paso a un tono similar al de la tierra húmeda que, paradójicamente, le remitía a la mirada de la anteriormente mencionada Salomé. Todo se enfocaba hacia ella, y hacia su mano. Estaba sumida en un bucle absurdo que terminaría por engullirla y hacerle olvidar cualquier cosa que no fuera tristeza.

           Fue entonces cuando, a través de la ventana de su despacho, pudo ver una hermosa mariposa. Batía sus alas de un blanco hipnótico con delicadeza y elegancia, y tuvo envidia. Quiso ser como ella; sentir cómo el aire despeinaba sus cabellos, aspirar el hermoso aroma del néctar de las flores en primavera y, por encima de todo, olvidar todas las heridas que estaban supurando en su pecho.

           Se acercó titubeante hacia ella y estiró su brazo derecho como si esperara que el insecto se posara ante su mano inútil y surgiera un milagro. La bella mariposa jugó sobre las alturas y, ante cualquier pronóstico, cumplió el deseo de Helena: descansó sobre su mano inservible. Acto seguido, dejó caer sus alas y clavó sus ojos de insecto sobre los de ella como si estuviera esperando la respuesta a una pregunta que nunca llegó a efectuar.


           Solo podía ver oscuridad. La penumbra inundaba toda la estancia. Completamente desorientada me deslicé sobre ninguna parte. Y anduve, y anduve, y anduve. Llegué a un punto en el que creí perder cualquier atisbo de cordura y me imaginé loca, estirando de mi cabellera oscura, con los ojos cerrados por el pánico.

           Cuando empecé a pensar que era posible que la demencia llamara mi puerta, lo vi. Al fondo, no muy lejos, se encontraba un escenario de teatro. Corrí desesperada hacia él, dándome cuenta de que aquella construcción era el salvavidas de aquel sinsentido de tinieblas. Estaba hecho con tablones de madera; parecía robusto y resistente. El telón se veía pesado y era de un color borgoña que me recordaba al vino añejo.

           Mi corazón empezó a bombear muy rápido; lo sentí como si fueran alas de colibrí sobre mi pecho. Una luz de lo que parecían ser focos me iluminó. Traté de averiguar de dónde provenía, sin éxito. Me acerqué con indecisión hacia el escenario, intentando regularizar mis pulsaciones y mantener la respiración estable. Aquella luz seguía fija en mí, acompañándome en mi torpe recorrido.

           Y regresó la oscuridad; los focos se apagaron y escuché la caída del pesado telón. Tragué saliva con lentitud, acompañada por la idea de que definitivamente iba a enloquecer si la luz no volvía. Fue entonces cuando reaparecieron los focos, esta vez fijos en el escenario, y las cortinas se abrieron. Conmocionada, parpadeé fijando la vista sobre los tablones de madera de la estructura, que crepitaron. Emitieron quejidos, como si estuvieran efectuando una leve protesta apenas perceptible. Y a ello le siguió el sonido de unos lentos pasos.

           Frente a mí se mostró la imagen de una joven hermosa y etérea. Tenía el pelo, de un rubio claro, largo e indomable. Y unos ojos aguamarina que me recordaban a las profundidades del Pacífico. Su delicada y pálida piel era translúcida; a través de ella se podía discernir el sendero de sus venas y arterias, que se desplegaba en hermosas ramificaciones que recordaban a las de los cerezos en flor.

           Su rostro de nácar se veía triste; en su iris de zafiro se podía leer una pesadumbre tan poderosa que asustaba. Durante unos instantes pude imaginarme hundiéndome en las olas de su mirada azul, y me gustó. Me agradaba la idea de perder el oxígeno para unirme a su causa, para poder experimentar el sabor de la amargura líquida y salada de su desdicha. Definitivamente me estaba volviendo loca.

           Entonces apareció la mariposa blanca, aquélla que parecía haber bendecido mi maltrecha mano. Se posó sobre la mano derecha de la desconocida y la miró a los ojos como hizo conmigo. La joven suspiró con ternura y se recolocó el tutú rosa pastel con nerviosismo. Acto seguido sacudió su cabellera de oro y se sentó sobre los tablones de madera del escenario. La mariposa empezó a revolotear alrededor de ella como si siguiera los pasos de una danza para mí desconocida.

           La bailarina lloró; su bella mirada empezó a derramar lágrimas. Y yo lloré también envidiando su llanto, queriendo ser como ella. Durante unos largos e interminables minutos solo se pudieron escuchar nuestros jadeos ahogados y húmedos; nuestro desencanto marchito. Después, mis ojos se secaron y con los de ella ocurrió lo mismo. Pasó sus elegantes manos sobre sus mejillas rosadas y frescas y, tras aquello, tomó su cabello y empezó a trenzarlo desde la raíz. No sé el tiempo que me mantuve embelesada contemplando cómo los mechones se entrelazaban; había algo mágico en aquel gesto.

           La mariposa cesó en su vuelo y descansó encima de la cabeza de la bailarina. Sorprendida ante aquel extraño gesto, arrugué mi nariz con asombro. Instantes después, percibí cómo el pelo de mi hermosa compañera se oscurecía, como si una sustancia extraña estropeara su tonalidad dorada. La mariposa se alejó de ella y la bailarina, como respuesta, se incorporó y trató de alcanzarla sin conseguirlo.


           Helena recobró consciencia de su realidad repentinamente. Miró su reloj: había terminado su horario de trabajo. Con parsimonia se puso de pie y recogió sus cosas. Debía de acudir a hacer la compra y, ya puestos, visitar a Salomé. Salió de la oficina entre pensativa y melancólica. Su teléfono sonó.

           —¿Diga?

           —Helena, ¿te apetece quedar esta noche para ir al cine? —quiso saber Hugo.

           Helena pensó en si le apetecía o no; trató de ser sincera consigo misma. Lo cierto era que se lo pasaba de maravilla con el chico y que hacía bastante tiempo que no salía. Apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. Si aceptaba se arriesgaba a que su relación con él llegara a algo más y aquello la hacía sentirse ansiosa e insegura. ¿Estaría preparada para dar ese paso? ¿Sería suficiente para él? A fin de cuentas ella no era más que un amasijo de desilusiones; un ente apático y cansado.

           —¿Helena? ¿Me oyes? —La susodicha sacudió su cabellera oscura regresando a la realidad.

          —Sí, lo siento —musitó pobremente—. Pues la verdad es que no tengo mucho tiempo. Pensaba ir a ver a Salomé y aún tengo que ir al Mercadona a hacer la compra.

           Se escuchó un suspiro entre exasperado y resignado al otro lado del auricular.

          —Te acompaño a hacer la compra y a ver a Salomé. Seguro que entre los dos se hace el trabajo más rápido —insistió con suavidad—. Me apetece pasar el rato contigo, Helena. Si luego no da tiempo para ir al cine tampoco pasa nada, podemos ir otro día.

           Ante aquello no supo qué contestar; no se esperó aquella reacción por parte de su interlocutor. Resignada, habló:

           —De acuerdo. Ahora mismo voy hacia el hospital. Nos vemos allí.

           Helena llegó al hospital diez minutos después. Recorrió los largos pasillos con facilidad, dado el tiempo que llevaba Salomé ingresada había tenido que visitarla innumerables veces; tantas que era incapaz de contarlas. Entró en la modesta habitación y fijó la vista en su hermana.

           —Buenos días, Salomé —la saludó aun a sabiendas de que no iba a encontrar respuesta.






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